Nuestros muy queridos hermanos,
I. ¿Es demasiado orgullo en un Dios confesar sólo a quienes lo confiesan y negar a quienes lo niegan?
Sin rodeos, para aquellos a quienes esta afirmación les pareciere exorbitante, Jesucristo se expresó de tal manera que no nos dejó ninguna duda sobre este punto.
Según el testimonio de tres de los Evangelistas, reconocerá ante su Padre y ante toda la corte celestial a quien lo haya reconocido y confesado ante los hombres; pero, si ha sido para alguien, ya sea en su persona o en su enseñanza, objeto de vergüenza ante esta generación corrupta y pecadora, a su vez se avergonzará de él, cuando aparezca en la gloria de su Padre escoltado por Santos Ángeles (Mt. X: 32; Lc. XII: 8; Mc. VIII, 38).
De ahí que el Apóstol concluya: “Fiel es esta palabra: Si hemos muerto con Él, también con Él viviremos; si sufrimos con Él, también reinaremos; si le negamos, Él nos negará también”.
De tal manera, dice San Hilario, que la medida en que seremos testigos de su nombre, será la del testimonio que obtendremos de Él ante Dios, su Padre.
No olvidemos que nuestra calidad de cristianos nos obliga, no sólo a creer en el fondo de nuestro corazón, sino también a confesar de boca nuestra creencia: fuera de esto, no hay salvación.
Quien no haya estado en el caso de ofrecer a Jesucristo el supremo testimonio de la sangre, que hace al “mártir”, tendrá acceso al Cielo sólo como “confesor”, es decir, al precio de la profesión pública que habrá hecho de su fe, tanto por sus obras como por sus palabras.
II. No me objetéis que la práctica ostensible del cristianismo a veces requiere un gran coraje.
¿Acaso Dios habrá preparado su Cielo para los tímidos, para los cobardes? Al contrario, ¿no dijo el Maestro que “el reino de los cielos sufre violencia” y que “los violentos prevalecen por la fuerza”? (Mt. XI: 12)
Y Juan, el discípulo del amor, el apóstol de la caridad, ¿no declara sin tapujos que “los que tiemblan”, los que no se atreven a confesar su fe, correrán la misma suerte que los que no creen, y cuya participación será el lago de fuego? (Apoc. XXI: 8).
Tampoco me objetéis que el cumplimiento del deber religioso puede traer problemas, un bochorno en vuestras relaciones, incluso perjudicial para vuestros intereses.
El Evangelio ha hecho de antemano justicia a todas estas vanas excusas.
¡Ah!, si se trata de la paz, que es fruto del Espíritu Santo, de la paz que procede del reino de la verdad y de la virtud, sin duda Jesús es el Dios de la paz, es el autor de la paz.
Pero su paz no es la paz como la entiende el mundo (Jn. XIV: 27), paz en la mentira y el pecado. Para estos últimos, “no imaginéis, dice el Señor, que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer la paz, sino la espada” (Mt. X: 34).
Y esta espada de separación entrará en las rendijas más íntimas del corazón, penetrará en las relaciones más queridas de la casa, de la familia. El que antepone sus afectos domésticos al cariño que me debe, ese “no es digno de mí”; dice el Señor (Mt. X: 37).
Aquí, nuevamente, será precioso escuchar el comentario de nuestro gran doctor, San Hilario:
“¿Qué es esta división? Entre los primeros preceptos de la ley recibimos este: Honra a tu padre y a tu madre. Y el mismo Señor dijo: Os doy mi paz, os dejo mi paz. ¿Qué puede significar esta espada arrojada al mundo, estos hijos separados de sus padres y esta enemistad constituida bajo el techo doméstico del hombre? He aquí, entonces, la impiedad establecida de ahora en adelante como un principio y puesta en honor; he aquí odios por todas partes, guerras por todas partes, y la espada del Señor desenvainada entre el hijo y los autores de sus días. ¿Qué es esta espada en la tierra? Esto es lo que es importante saber. La espada es la más aguda, es la mejor afilada de todas las armas, es el más penetrante de todos los trazos. Las Escrituras a menudo utilizan este nombre para la predicación del Evangelio. Es, por tanto, la palabra de Dios que se significa por la espada enviada a la tierra, es decir, la doctrina evangélica que penetra en el corazón de los hombres y los alcanza incluso en las condiciones de su vida corporal y terrena. No hay duda de que cuando tomamos una nueva vida en el bautismo, entonces por la virtud de la Palabra, estamos separados de las impurezas y de los autores de nuestro primer origen; cortados, desprendidos por el filo de la espada de Dios, estamos en desacuerdo con ellos, si permanecen en los lazos de la infidelidad. Y cuando se establece la lucha entre nuestra vida nueva y nuestra vida anterior, si no sabemos dar preferencia a Dios, si anteponemos los amores de la familia y de la carne al amor del que nos ha adoptado divinamente, nos volvemos indignos de la herencia de bienes futuros”.
III. Me detenéis y me decís: La palabra de Jesucristo se refiere a tiempos distintos a los nuestros. En los primeros días del cristianismo, cuando una parte de la familia se había hecho cristiana y la otra perseveraba en la idolatría, había, de hecho, una disensión inevitable; es en este sentido que el autor divino de la paz realmente crea entre los hombres una causa temporal de división. Pero, en lo que a nosotros respecta, la piedra de escándalo no está ahí. Para ser cristianos, no tendremos que resistir a nadie a nuestro alrededor. Por el contrario, si hay disonancias en la familia, son las que resultan de nuestras abstenciones. La unidad se lograría allí a través de nuestra fidelidad; es decir, la unidad de mentes y almas completaría la unidad de corazones.
Sobre este punto, agregáis, sólo nos culpamos a nosotros mismos. Cuando la gente observa a nuestro alrededor deberes que no cumplimos, lejos de quejarnos de ello, lo acogemos, y dejamos a los novelistas del libre pensamiento sus lamentables recriminaciones contra el supuesto muro de separación, levantado por la religión y el sacerdote, entre el jefe de la casa y su familia.
Pero, más allá de la vida doméstica, está la vida pública. Con razón o sin ella (sin ella, indudablemente), la esfera en la que nos encontramos necesariamente no es una esfera cristiana. Plantarnos allí como cristianos sería una singularidad y un contraste; a veces, incluso, sería una provocación al sarcasmo y a la blasfemia. Debemos cumplir con las exigencias de los tiempos y las necesidades de los puestos y cargos.
Entonces, porque muchos de vuestros contemporáneos malinterpretan a Jesucristo, os creéis autorizados para ignorarlo; es porque un aliento maligno e irreligioso ha pasado sobre la presente generación, vosotros reclamáis el derecho a participar en el contagio.
Y bien, sabed esto: esta infidelidad generalizada que invocáis como excusa, es una circunstancia que agrava en lugar de atenuar vuestra culpa.
Ante esta apostasía de muchos, estáis obligados a declarar vuestra fe más abiertamente, y así en convertiros en un ejemplo y una protesta.
¿No escucháis resonar en vuestros oídos la solemne afirmación del Salvador: “El que se avergonzara de mí y de mi Evangelio ante esta generación corrupta y pecadora, me avergonzaré de él, a mi vez, cuando aparezca en la gloria de mi Padre, en compañía de mis ángeles?
¡Y qué!, hermanos míos, os habríais degradado a vuestros propios ojos, habríais perdido el derecho a estimaros a vosotros mismos, si tuvierais la cobardía de parecer no reconocer a un amigo el día de su deshonra.
Y porque el Dios del cielo y de la tierra, el Dios de vuestra alma y de vuestro bautismo, se ha vuelto impopular, porque os arriesgaríais a compartir con Él la deshonra de una generación degradada y digna de desprecio, ¿creéis que estáis libres de vuestros deberes para con Él?
No, no, es la propia ley del orden y de la justicia la que lo exige: seremos tratados por Jesucristo, como lo habremos tratado a Él mismo. Si permanecemos fieles a Él, reinaremos con Él; pero, si lo negamos, Él nos negará: “Fiel es esta palabra: Si hemos muerto con Él, también con Él viviremos; si sufrimos con Él, también reinaremos; si le negamos, Él nos negará también”.
Honor, pues, a vosotros, cristianos coherentes con vosotros mismos; honor a los que creen y no se avergüenzan de creer (I Pe. II: 7).
Aquel a quien confeséis delante de los hombres, sin ostentación, sin jactancia, pero también sin respeto humano, sin falsa vergüenza, os confesará ante su Padre y ante sus Ángeles.
IV. Pero no son sólo los individuos, sino también los pueblos los que deben rendir homenaje a Dios afirmando su fe.
Esta verdad, más evidente que la propia luz del día, nunca había sido cuestionada. Habíamos visto apostatar a grandes imperios al dejar la religión verdadera para abrazar una religión falsa; todavía no habíamos visto a ninguno surgir políticamente fuera de toda religión.
¿No es manifiesto que este es nuestro principal agravio ante Dios, que este es el mayor pecado por el cual sufrimos la dura expiación?
Nación cristiana y católica desde el primer momento de su formación, Francia ha llegado al punto en que la neutralidad religiosa se presenta ahora como esencial para su derecho público.
No nos reprochéis por volver a esta cuestión tan a menudo. El deber del médico espiritual, como el del médico de los cuerpos, dura tanto como el mal que hay que desarraigar.
Nuestros más santos y más ilustres predecesores han señalado nuestro deber a este respecto.
Los errores de los donatistas fueron incomparablemente menores en alcance que estos cuyos lamentables efectos estamos experimentando ahora. Vemos, sin embargo, en la lectura de los sermones del Santo Obispo de Hipona, que no perdió la oportunidad de retomar contra ellos una polémica que se convirtió casi cotidiana.
El espíritu sectario es eminentemente obstinado y terco; independientemente de las respuestas más perentorias, de las refutaciones más decisivas, repite imperturbablemente las mismas banalidades, reproduce invariable y descaradamente los mismos lugares comunes.
Si los defensores de la verdad, por una delicadeza irrelevante, tienen escrúpulos en la repetición, si no repiten los golpes ya asestados cien veces a la mentira, esta última sigue siendo dueña del campo.
Queda establecido, por ejemplo, que predicamos la teocracia, que empujamos al Estado a convertirse en teólogo, que apuntamos al predominio del sacerdote en la sociedad, etc. Tales palabras son en sí mismas argumentos incontestables; y se concluye, con aire de triunfo, que la sociedad moderna, habiéndose secularizado, su carácter secular la detiene e incluso la vuelve incapaz de cualquier acto público de fe y religión.
¡Como si bastara con ser secular para no deberle nada a Dios! ¡Como si la calidad de laico excluyera las consecuencias del bautismo cristiano! ¡Como si la conformidad de las instituciones sociales con la ley evangélica implicara para el sacerdocio una injerencia en el gobierno civil de las sociedades!
Además, como a los titulares del actual episcopado se les ha llegado a acusar de ultramontanismo siempre que se propongan recordar los verdaderos principios de los deberes de la sociedad pública para con Dios, hoy resguardaremos nuestra enseñanza detrás de las elocuentes palabras de un Prelado de Dios, a quien nadie hará discípulo de la escuela ultramontana. Es de los que no esperaron ni al Syllabus ni al Concilio Vaticano para denunciaran, desde el punto de vista religioso y social, el vicio fundamental de los asuntos públicos modernos.
Quisiéramos dar a conocer en su totalidad sus dos Instrucciones Pastorales, publicadas en un momento en que se agitaba sobre el terreno del Derecho Común y la Libertad, como se dijo entonces en Bélgica, así como sobre el de la Iglesia libre en el Estado libre, como se dijo más tarde, las polémicas según él mal iniciadas y cuestiones imposibles de resolver mientras no se restableciese la base esencial de la sociedad (Instrucciones Pastorales sobre el estado presente de la Iglesia, de Monseñor J.-J. Fayet, Obispo de Orleans, Cuaresmas de 1846 y 1847).
V. Monseñor Fayet escribió a su rebaño:
“Es nuestro deber presentarles lo que la organización de las sociedades humanas tiene de más profundo e íntimo. A los ojos de Dios, como a los ojos de los hombres, un pueblo es una persona moral que tiene un cuerpo, un espíritu, una vida propia. Los individuos y familias que lo componen forman su cuerpo; los principios y creencias que profesa en religión, moral, política, constituyen su espíritu; y los siglos durante los cuales conserva su nombre y su existencia hacen la duración de su vida.
Pero esta persona moral, como cualquier persona viva, piensa, delibera, quiere y actúa todos los días; por eso necesita una cabeza para pensar y querer, un órgano externo para expresar sus pensamientos y voluntades, una mano para actuar.
Ahora bien, esta cabeza, este órgano, esta mano es lo que llamamos autoridad pública y gobierno; de modo que es imposible concebir un pueblo sin gobierno, como concebir una persona sin lo que esencialmente la constituye.
El gobierno es, por tanto, la cabeza, el corazón, el órgano del Estado: sólo a través de él el Estado quiere, actúa y manda …
Si, entonces, el gobierno no tuviera ninguna creencia religiosa determinada, la sociedad no tendría ninguna creencia determinada; si no profesara ninguna religión, la sociedad no profesaría ninguna religión; si no reconociera ninguna ley o derecho divino, la sociedad no reconocería ninguna ley o derecho divino.
Lógicamente hablando, la sociedad sería atea y el gobierno también.
Cada uno de sus miembros, es cierto, podría ser el más religioso de los hombres; pero lo sería como individuo privado, pero no como miembro de una autoridad pública que no profesa religión.
Por la misma razón, cada individuo o cada familia sería libre de profesar cualquier religión exteriormente; pero, por numerosos que fueran los discípulos de una misma religión, no le darían la existencia pública y social que sólo puede recibir de la profesión de los supremos poderes; esta religión, sin embargo, quedaría relegada a la clase de opiniones, acciones y hábitos personales que los gobiernos sólo necesitan requerir cuando son útiles para el buen orden de la sociedad.
Entonces los favorecen; están felices de verlos prosperar; les dan indemnizaciones, iglesias, templos o mezquitas. Pero eso no cambia nada en el estado social, que, sin embargo, permanece sin ley divina, sin religión y sin culto público. Dios está siempre desterrado, si no de la naturaleza, al menos de la sociedad; y la sociedad misma, aislada de la gran familia de naciones, sigue viviendo esta vida artificial e inquieta, que la lleva dolorosamente a la muerte …
Tal es el término fatal en el que terminará la legislación puramente humana que coloca el principio de toda soberanía religiosa y moral en el hombre o en el pueblo.
Cuánto tiempo puede existir una sociedad en este estado es todavía un problema indeciso; pero hay un orden general en el mundo contra el que nada prevalece: es que los Estados que violan las leyes esenciales de su naturaleza no viven mucho.
Debemos apresurarnos a volver a los principios esenciales del orden, por poco que ya haya tenido la desgracia de salir de él” …
El elocuente pontífice, dirigiéndose a los representantes de la patria, prosiguió en estos términos:
“¡Oh, todos ustedes que presiden los destinos de una gran nación, depositarios del formidable poder de perderla o salvarla, sufran que, con todo el respeto que hemos aprendido del gran Apóstol a profesar por la autoridad suprema, les repitamos esta máxima eterna: No hay sociedad sin religión pública, y no hay religión sin culto público; no hay derecho humano sin el reconocimiento de un derecho divino que lo autorice y consagre; no hay ley humana sin una ley divina de la que tome prestada su fuerza moral. Si Dios no construye con ustedes el edificio de sus instituciones, en vano trabajarán para levantarlo y fortalecerlo …
¡Triste consuelo el tener que decir que la condición social a la que hemos llegado es la de mantener a los hombres y las cosas en perpetua inconstancia o en una constante agitación!
¡Desgracia! Todo se tambalea porque todo está mal asentado; y todo está mal asentado porque la sociedad carece de fundamento moral.
Mediante el desarrollo regular de sus instituciones, devuélvanle sus cimientos naturales; terminen de borrar del frontispicio de nuestras leyes esta máxima fecunda en revoluciones: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en el pueblo”.
¿No han protestado todos los legisladores que “el principio de toda soberanía reside esencialmente en Dios”?”
VI. Admitámoslo, este lenguaje, que es el lenguaje de la razón y de la experiencia al mismo tiempo que el de la doctrina católica, ha guardado toda su oportunidad, y las tres o cuatro revoluciones que se han producido desde entonces no hacen más que hacer relucir su precisión y verdad.
Me diréis que, no más hoy que en vísperas de mil ochocientos cuarenta y ocho, los hombres que constituyen el mundo político no se muestran dispuestos a tomarlo en cuenta, y que no están en proceso de pedir a la teología las soluciones que necesita el país.
Lo temo; pero es, sin embargo, deber divino y humano, deber cívico y religioso del obispo, proclamar los principios eternos del orden y los derechos inalienables de Dios en la sociedad.
Además, si la voz de los obispos franceses se ha convertido en una voz sospechosa, escuchemos la de sus enemigos y la de los enemigos de la sociedad: “La teología está en la raíz de todas las cuestiones contemporáneas”, dijeron dos de los más famosos (Leroux y Proudhon).
“La cuestión religiosa, dijo a su vez el líder de los conspiradores de esa época (Mazzini), resume y domina a todas las demás; las cuestiones políticas están necesariamente subordinadas a ella”.
Pero, lo que es mejor, escuchemos el lenguaje, no ya de un enemigo, sino de un defensor del orden; en el momento en el que la voz de nuestros vencedores berlineses tiene el privilegio de hacerse oír, cedamos la palabra a un profesor de la universidad de esta capital. “La revolución, dijo, es un sistema universal, una teoría radical, que desde 1789 pretende imponerse tanto en la mente como en la voluntad de las naciones, y definir las leyes de la vida pública. Su finalidad es constituir todos los Estados bajo la única voluntad del hombre, con exclusión del derecho divino. Su dogma fundamental es que la autoridad, el poder, no viene de Dios, sino del hombre, sino del pueblo, y, por tanto, que el orden social no se rige por mandamientos divinos, sino por voluntades arbitrarias del hombre y de naciones”.
De donde, este filósofo cristiano, aunque protestante, concluye animosamente: “Sólo el cristianismo puede domesticar la revolución, porque toma prestada su fuerza y su principio del extremo opuesto, es decir, del orden divino: porque es la verdad la que disipa la noche de las mentiras; finalmente, porque es la verdadera libertad, de la que la revolución sólo ofrece el señuelo” (La Revolución, por Stahl, profesor de la Universidad de Berlín).
VII. Pero, ¿es por tanto cierto que vuestros obispos en adelante deben invocar a las autoridades del exterior, y que su palabra, aun cuando sea el eco de la palabra divina, se ha convertido en una palabra peligrosa y fatal para el país?
Si diez siglos de nuestra historia nacional dan fe de la verdad de lo que dijo un célebre historiador inglés: “Son los obispos quienes hicieron Francia”, ochenta años de un ostracismo, del que estamos lejos de quejarnos, dicen a su vez que no fueron los obispos quienes la deshicieron.
¡Extraña inversión de roles y responsabilidades!
Los políticos y escritores que, por su complicidad o su complacencia, y desafiando nuestras multiplicadas advertencias, han llevado al país a una ruina espantosa, estos llamados conservadores, a quienes la ausencia total de doctrina condena aún hoy a una impotencia radical para levantar la nación de sus humillaciones, son ellos los que tienen el triste coraje de denunciar el sacerdocio, y de suscitar contra él las peores pasiones, porque el sacerdocio, a falta de resistencia material al mal que triunfa en todas partes, todavía se atreve a imponer la protesta moral.
Son ellos los que, al final de los caminos y recursos humanos, se convierten para las naciones extranjeras en objeto de lástima o de hazmerreír, sólo pueden arrojarnos sarcasmo y desdén cuando recordamos los principios fundamentales del orden social y del orden cristiano.
Porque “la verdad del Señor permanece eternamente igual” (Salmo CXVI: 2), estos Proteos, que cambian de opinión como de costumbre, que se entregan a perpetuas contradicciones, que hoy legislan contra sus leyes de ayer, que mañana declamarán contra sus aseveraciones de hoy, no perdonan a la Iglesia por la perseverancia y fijeza de sus enseñanzas.
¡Como si pudiéramos inventar otro fundamento que el que ha sido puesto divinamente, y que es Cristo Jesús!
¡Como si dependiera de nosotros que hubiera otro nombre bajo el cielo dado a los hombres y en el que pudieran encontrar la salvación!
Escucha entonces, oh Francia, escucha la declaración de tu Dios y de tu Rey: “El que se avergonzará de mí, de mi doctrina y de mi ley, el Hijo del hombre se sonrojará de él” (Lc. IX: 26).
“Ojo por ojo, diente por diente”: cuando se trata de las naciones, que no deben volver a vivir para recibir el castigo en el otro mundo, esta ley de represalia siempre acaba cumpliéndose en la tierra.
“Cualquiera que me confiese delante de los hombres, dice el Señor, yo daré testimonio de él; pero al que me niegue delante de los hombres, yo le negaré delante del cielo y de la tierra” (Mt. X: 32-33).
Esta ley, ¡ay!, y esta amenaza, ¿no han recibido su ejecución? Señor, Dios mío, ¿este pueblo ya no es el pueblo franco por excelencia? “¿Es Israel, pues, esclavo o hijo de esclavos, para que yo lo vea en las garras de todas las servidumbres? (Jer. II: 14). ¡Oh patria mía!, Jerusalén de los nuevos tiempos, “los hijos de Menfis y Tafné te han herido, violado, te han ultrajado desde las plantas de los pies hasta la cabeza” (Jer. II: 16). “¿Y por qué te pasó todo esto, si no porque abandonaste al Señor, tu Dios, cuando Él mismo te condujo por el camino?” (Jer. II: 17).
“Conoce, pues, y reconoce qué mal es para ti, y qué amargo es para ti, haber dejado así al Señor tu Dios, y no tener más su temor en tu Corazón” (Jer. II: 19).
Pueblo mío, es hora de detenerse en el camino de la vergüenza y de la perdición.
VIII. Pero el profeta Jeremías, de quien tomo prestados tan dolorosos acentos y tan conmovedoras invitaciones, me deja escuchar sus objeciones: “He llamado a mi pueblo, dice el Señor, y mi pueblo ha dicho: he perdido toda esperanza, no hará nada. Es un hecho consumado: nos hemos alejado de Ti, no volveremos más a Ti. Amé con pasión a los dioses extranjeros y seguiré sus pasos” (Jer. II: 25-31).
¿Quién de nosotros no ha escuchado a nuestro alrededor estas palabras de desaliento y sinrazón?
Reconocemos que era mejor y más saludable servir a Dios, que debemos volver a Él; pero objetamos el cansancio, la impotencia, el disgusto; haría falta un esfuerzo, y perdimos toda la confianza, toda la energía.
Además, la suerte está echada: hemos tomado a los dioses extranjeros a nuestro antojo, y queremos seguirles el rastro. El espíritu público se ha movido en otras direcciones, allí persistirá; el corazón pertenece a los ídolos, no tiene la fuerza para separarse de ellos.
Y la nación, así colapsada, vuelve a caer sobre sí misma; y, desesperada por volver alguna vez a la luz, vuelve a sentarse definitivamente en las tinieblas y sombras de la muerte.
Escuchad lo que el Señor responde: “¿Puede una virgen olvidar su adorno y una mujer el pañuelo que lleva en el pecho? ¡Y mi pueblo abandonaría para siempre al Dios que hace su felicidad y su gloria!” (Jer. II: 32) …
Suele decirse: Si una mujer, después de haber dejado a su marido, se casa con otro, ¿su marido la volverá a acoger? Porque tú, oh hija de Israel, te has prostituido con mil engañadores. Sin embargo, vuelve a mí, dice el Señor, y te recibiré. Levanta los ojos y mira si hay un lugar en el mundo que no haya sido testigo de tu prevaricación. Has profanado la tierra con tus fornicaciones y tu maldad (Jer. III: 1-2) …
¡Qué bien sabes tú disponer tus caminos para buscar amor! Por esto has acostumbrado tu conducta a las maldades. En la orla de tu vestido se halla la sangre de la vida de pobres e inocentes; no los sorprendiste en conato de robo, los mataste por cualquier otro motivo.
Y después de haber hecho estas cosas, te dije: Vuelve a mí, y no volviste. ¡Ah! al menos hoy estas palabras sacarían lágrimas de las rocas más duras, así que ahora al menos, ahora que todas las ilusiones se han ido, ahora que todos los experimentos están hechos; llámame diciendo: Oh Dios, eres mi padre y la guía de mi virginidad…; es en tu brazo que me apoyé durante tantos siglos, mientras brillaban en mí, con mi fe virginal, todas las cualidades generosas que el universo admiraba: entrega, coraje, genio, entusiasmo. Vuelve a mí, pueblo rebelde, y curaré todo el daño que te has hecho apartándote de mí… Sí, te curaré; porque yo, el Señor, tengo el poder de curar las heridas tanto de los pueblos como de las personas; creé las naciones curables, y mi omnipotente poder ha funcionado más de una vez, y volverá a obrar esta maravilla.
¡Ah! ¿Quién nos dará a ver estos días que la bondad soberana y muy gratuita de Dios nos prepara? ¿Quién nos dará a ver a nuestro país proclamar con franqueza los derechos de Dios y abjurar de los vanos sueños de su propia deificación? ¿Quién nos dará unirnos a la multitud de los nuevos hijos de Israel para decir con ellos: Aquí estamos, Señor, volvemos a Ti, porque Tú eres el Señor nuestro Dios?
Verdaderamente todas las colinas y la multitud de montañas en las que idolatramos eran sólo mentiras. Verdaderamente la salvación de la nación está en el Señor nuestro Dios. La confusión y la vergüenza no han dejado de devorar la obra de nuestros padres desde que lo sabemos. Ellos y nosotros nos hemos preparado un legado de ignominia, porque desde la adolescencia hasta el día de hoy hemos pecado y no hemos escuchado la voz del Señor nuestro Dios.
¡Puedan estas confesiones y estos testimonios de la conversión de Israel estar pronto en boca de todos! Que así sea.
CARDENAL PIE: INSTRUCCIÓN PASTORAL DE CUARESMA DE 1874
Este texto fue publicado en radiocristiandad.org.
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