Llega el otoño a Chile. Con sus ventoleras a ráfagas. Con las hojas de los arboles refulgentes y nerviosas. Con las caminatas sobre hojas que emiten un quejido al quebrarse ellas bajo el peso de las personas que, esta vez, marchan sin rumbo.
Una labor de zapa eficiente, que ha tardado décadas en dar unos frutos, amargos y deslavados, ha corroído el alma colectiva de un país. Las certidumbres se desvanecieron. Las amistades se han tensado, las familias sufren sus inevitables tensiones internas (que antes estaban subsumidas bajo los lazos sanguíneos), la confianza toca mínimos.
El individuo se disuelve en su tribu. Se multiplican ellas, como si de conejos en la pampa argentina se tratara: paisajes eternos, horizontes estrechos y cansones. El mundo se vuelve chato cuando las libertades se estrechan, y el individuo pierde su voz característica. Una molicie pesada impregna las voluntades. Nadie quiere alzar la voz porque todos palpan la necesidad de conformar un todo con contornos difusos.
Una banda de políticos rige el destino de cada uno de quienes existen en esta tierra baldía. Baldía de lluvias que germinen ideas y sonrisas. Una tierra que, a pesar de ser verde, pierde su refulgencia al caer la tarde. Tarde otoñal que afecta los ánimos y las voluntades.
Pareciera (no hay nada seguro cuando se oprime la verdad y se ensalza la mentira) que no hay timón. Aun así, el barco navega y cruje. Cruje y navega. Se ignora el rumbo, pero aun hay combustible para no perder un impulso que no se sabe si será fecundo.
Son las consecuencias inciertas de vivir en un laboratorio. Por una desgracia, a Chile le toco, por fuerza del destino, servir de laboratorio. Ayer, hoy y siempre. Sus gentes son cobayas inocentes de quienes, a falta de claridad mental, quieren experimentar con toda la ingeniería social posible. Sus fines parecen solo de ellos. Una clase distinta, por no decir superior.
Difícil de escrutar la misma, ya que la lógica, para comprenderles, se va disolviendo con cada giro de la tuerca. Gira y gira. Hasta que las cabezas estallen. Hasta que los pulmones resistan. Hasta que las gargantas ríspidas clamen por unas gotas de agua, o unas gotas de aire, para emitir un grito que deviene en gemido desesperado.
Hubo una celebración colectiva con cada golpe de hacha que buscaba tumbar el centenario árbol. Lo que al comienzo era excitante, ya que era una aventura colectiva, es decir, simultáneamente de todos y de nadie, se muto en tragedia, al caer en la cuenta que el árbol no solo daba una sombra benigna, sino que también un solido refugio ante las inclemencias humanas.
El timón esta firme, aunque el rumbo nos parezca de pánico o de miedo. No es lo explicito a lo que debemos temer. En un mundo en que se ha vaciado de significado la palabra (tornando obsoletos los diccionarios) a lo que debemos temer es a nuestro subconsciente. Es el asalto sensorial a el yo íntimo. Es la manipulación de los sentimientos vitales.
Existirá libertad mientras la persona reconozca un propósito de vida. Mientras el tic-tac de la voluntad le alumbre un camino que no siempre podrá tomar. Pero que existe como una posibilidad. Como una hipótesis. Como una vía de escape hacia la trascendencia.
Hemos dejado de cuidar nuestro jardín. Y es otoño. El viento intempestivo desarregla la armonía que ya solo es esbozos en un cuadro que se disuelve.
Una vida armónica, donde lo intuitivo y lo explicito caminan en forma paralela, como si se tratara de líneas de ferrocarril. Sobreviven ahora las líneas, pero el ferrocarril ya no está. Eso nos debió haber alertado décadas atrás. Son líneas que no conducen a ningún lado. Les robaron su esencia, que era guía del libre tránsito y el transporte. También transportaba a las personas quienes, a medida que avanzaba el viaje, veían nuevos horizontes y nuevos mundos. Como hojear un libro, que siempre estimula la memoria y el yo interno.
Nos han robado todo. Reina la mentira y ya no sabemos distinguir siquiera los colores. ¿O es que acaso sabemos distinguir cuando la nieve es blanca, o cuando es negra?
Con la mentira zozobramos en el mar de la incertidumbre. Promesas falsas y utopías eternas a las que no se llega nunca. Ni a nosotros, ni a nuestros hijos, ni a nuestros nietos.
No hay mensaje que nos consuele. El que esta lejos no envía señal alguna. No hay mensajero a la vista. Ni mensajero del mensajero.
Somos como pajarillos colgando de una rama delgada, de un árbol añoso, de un Chile que entra en un otoño ventoso.
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