«Una inteligencia superior no puede dejar de ser, por lo menos, provocada por la búsqueda de la Verdad». Y por tanto tampoco Napoleón Bonaparte, militar y político genial, no podía dejar de plantearse las «grandes preguntas» para llegar a conocer a Dios.
En los seis años de exilio en la isla de Santa Elena, Napoleón releyó su propia existencia, y, en largas conversaciones con los oficiales que se habían quedado junto a él, se abrió y habló de su propia fe, del deseo de la Misa, de la confesión y de Dios, sosteniendo que «todo proclama su existencia».
«La inquietud del hombre», afirmaba, «es tal que sólo puede aplacarla el misterio maravilloso del cristianismo» (Il Sole 24 Ore, 17 noviembre).
Las conversaciones de Santa Elena se publicaron en Francia en 1840 escritas por Robert-Antoine de Beauterne, que había trabajado en documentos y declaraciones de testigos. La obra, titulada Sentiment de Napoléon sur le cristianisme, tuvo un inmediato éxito y se reimprimió varias veces.
Las páginas han sido ahora publicadas en Italia en un solo volumen, con prólogo del cardenal Giacomo Biffi.
Los diálogos mantenidos con el escéptico general Bertrand demuestran que, después de una vida en la que no faltaron enfrentamientos con la Iglesia, con «centralismo estatal y burocrático, códigos civiles ‘laicos’, depredaciones», Napoleón murió en la religión católica apostólica romana «perfectamente consciente de su elección», «con los sacramentos y debidamente confesado» (La Nuova Bussola Quotidiana, 26 noviembre).
Impresiona la lucidez de sus razonamientos, de los que surge un insospechado conocimiento de todas las demás religiones, incluyendo las antiguas.
A un Bertrand que se sorprendía de su religiosidad, y que como buen positivista le propinaba “la acostumbrada cantinela de Cristo como ‘gran hombre’ comparable con Alejandro Magno, César y Mahoma”, Napoleón respondía:
«Yo conozco a los hombres y le digo que Cristo no era un hombre. Los espíritus superficiales ven una semejanza entre Cristo y los fundadores de imperios, los conquistadores y las divinidades de otras religiones. Esta semejanza no existe: entre el cristianismo y cualquier otra religión hay una distancia infinita».
«Usted, general Bertrand, habla de Confucio, Zoroastro, Júpiter y Mahoma. Y sin embargo, la diferencia entre ellos y Cristo es que todo lo que tiene que ver con Cristo muestra la naturaleza divina, mientras que todo lo que tiene que ver a todos los demás muestra la naturaleza terrena», añadía.
«Los pueblos pasan, los tronos se derrumban, pero la Iglesia permanece. Entonces, ¿cuál es la fuerza que mantiene en pie esta Iglesia asaltada por el océano furioso de la cólera y del desprecio del mundo?» preguntaba Napoleón.
«No hay via intermedia – concluía –: o Cristo es un impostor, o es Dios».
Este artículo se publicó en es.aleteia.org
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