Nos quedamos ahora sin solución al angustioso problema fiscal, con un país anarquizado en poder de la delincuencia y el terrorismo, y una pandemia que estaba en su pico más alto y se disparará a niveles insospechados gracias a los irresponsables tumultos.
La respuesta, por supuesto, no es emprender un diálogo con los terroristas, que éstos ya han aprovechado para convertirlo en otra negociación como la funesta claudicación de La Habana. Así se deduce del costo que, a vuelo de pájaro se ha hecho de las primeras exigencias, el cual se eleva a 81 billones de pesos, por fuera de toda posibilidad fiscal.
Resulta pues ingenuo, irrealista e inútil el retórico llamado de los dirigentes políticos, gremiales y empresariales a apoyar esta alternativa. Seamos francos: Esta no es una protesta más que se puede abortar entregando un cheque en blanco, como se hizo con los estudiantes o con la minga indígena. Responde, para el que aún no lo haya entendido, a un cuidadoso plan de la izquierda radical, dirigido desde el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, para tomarse el poder en Colombia y Chile. Y amerita que actuemos de conformidad.
Ya advirtieron los promotores del paro que no van a dialogar sino a negociar, lo que equivale a continuar cogobernando, como lo vienen haciendo con los presidentes Santos y Duque desde la firma del acuerdo de “impunipaz”.
¿Para qué, pregunto, sentarse a negociar con quienes sólo pretenden extorsionar al gobierno? ¿Para qué dialogar mientras continúan el caos, los desmanes y la violación de los derechos de quienes no marchan? ¿Por qué no se actúa ya, con toda la fuerza del Estado, para impedir el desabastecimiento de productos básicos? ¿Hasta cuándo se va permitir la propagación del virus a través de los manifestantes, mientras al resto de colombianos nos condenan al toque de queda y al confinamiento?
Con horror presenciamos al alcalde de Zipaquirá azuzando a la población a impedir la llegada de alimentos a la capital; o unos encapuchados cobrando peaje en las esquinas a todo el que necesita movilizarse; o una parturienta perdiendo a su bebé dentro de una ambulancia retenida por un puñado de salvajes; o unos policías en peligro de muerte dentro de un CAI incendiado; o unos pollitos recién nacidos botados en una carretera porque el vehículo que los transporta no puede continuar su viaje. ¿Merece respaldo esta actitud tolerante con el delito e indiferente con la suerte de millones de colombianos? Y, dónde están la Fiscalía y los jueces, obligados por ley a investigar de oficio cualquier violación a la ley penal?
Para salir de este espantoso embrollo se requiere, ante todo, voluntad política para actuar, decisión para gobernar, lo que quiere decir, ni más ni menos, cumplir la Constitución y las leyes. Es que se ha perdido el Norte. Entendamos que la tarea primordial del Estado es el mantenimiento del orden público para garantizar una pacífica convivencia. Se entrega potestad a las autoridades para que cumplan con su primordial misión de garantizar las libertades y los derechos fundamentales de los ciudadanos.
No es cierto que exista un derecho a la protesta social cuando pierde su naturaleza de expresión crítica y se convierte en bloqueos a las ciudades, daños a los bienes públicos y privados o afectación de los derechos de los habitantes. El Estado no debe protegerla sino impedirla.
El derecho a la protesta, como cualquier otro derecho, debe estar sometido a reglamentaciones que no permitan que pase a ser ilimitado o indefinido. Comencemos por ahí, señores del Gobierno.
Tampoco puede el derecho a la protesta desconocer otros derechos como el de la movilidad, la libertad para trabajar o disfrutar de la normalidad.
Saldremos del embrollo cuando el Señor Presidente tome conciencia de estos principios y considere prioritaria su obligación de recuperar la tranquilidad perdida y garantizar la vida, honra y bienes de los ciudadanos.
Creemos sinceramente que están presentes, hoy más que nunca, las causales para declarar la conmoción interior, señaladas en el art. 213 de la Constitución:
“ARTICULO 213º—En caso de grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana, y que no pueda ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía, el Presidente de la República, con la firma de todos los ministros, podrá declarar el estado de conmoción interior, en toda la República o parte de ella, por término no mayor de noventa días, prorrogable hasta por dos períodos iguales, el segundo de los cuales requiere concepto previo y favorable del Senado de la República.”
Si lo que estamos sufriendo no es una “grave perturbación del orden público”, entonces ¿qué es? ¿No atenta contra la convivencia ciudadana el caos y la anarquía que vivimos? ¿No se ha demostrado suficientemente la impotencia del gobierno para conjurar este amotinamiento?
Cuando estas decisiones se adopten y se devuelva la tranquilidad a los colombianos, encabezaremos un movimiento nacional de respaldo al Presidente, pero no corramos a respaldar la falta de autoridad, la alcahuetería con los delincuentes y la responsabilidad por omisión en la destrucción de nuestra sociedad.
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