Cambiar de opinión sobre la alineación de la selección nacional de futbol, o sobre quién es el heredero de Curro Romero en el mundo del toreo es algo que se puede hacer en muy poco tiempo, en ocasiones en lo que va entre el primer y el segundo gin-tonic en una quedada entre amigos. Mudar el punto de vista en relación con algo que, en algunos aspectos, afecta a la historia del mundo suele ser un proceso mucho más lento, a veces tan largo como toda una vida. Es, en cierto modo, lo que ocurre con los israelitas, o con el estado de Israel, o con los judíos, o como ustedes prefieran nombrarlo.
Israel llegó a mi conciencia con la primera guerra, la del 67, la de los Seis días, que me pilló en plena adolescencia, un periodo vital con tendencia a las lecturas románticas, y que encontraba en el general Moshé Dayán y en la primera ministra Golda Meier auténticos héroes épicos luchando contra un enemigo múltiple y feroz dispuesto a arrojar al pueblo de Israel a lo más profundo del mar Mediterráneo. Los árabes eran el Goliat decidido a acabar con la existencia del joven David.
A completar la imagen ayudaron en el 71 Larry Collins y Dominique Lapierre con su Oh Jerusalem, que leímos con fruición toda una generación, o al menos gran parte de ella. El conocimiento del Holocausto judío a manos de los nazis servía para apuntalar toda la simpatía que Israel nos generaba, y las acciones terroristas de Septiembre negro y Al Fatah solo contribuían a reafirmar nuestro punto de vista proclive a lo israelí. Pero el tiempo todo lo desgasta.
La Nakba, «la catástrofe», la expulsión de los palestinos impuesta por la creación de Israel en el 48, es un concepto apenas conocido por la mayoría pero supuso la creación del primer programa para refugiados de las Naciones Unidas, que aún hoy perdura. La Autoridad Palestina, a falta de un estado palestino, ha sido, de la mano del desaparecido Yaser Arafat, un vehículo, pese a sus carencias internas y corrupción rampante, para traer la realidad palestina a las poblaciones de occidente, pero han sido quizás las conocidas como Intifadas, ¿Estamos ante la tercera? las que más han cooperado a erosionar la imagen de aquel David de entonces hasta convertirla en algo muy poco atractivo.
Israel, azotado por una permanente inestabilidad política y de la mano en los últimos años de su premier Netanyahu, usa las represalias por las acciones de la pro-iraní Hamás ¿provocadas? para reforzar su posición interna sin importarle la desproporcionada destrucción provocada en Gaza; todo vale para mantener su deteriorada imagen personal, sin importar el número de muertes de inocentes, particularmente niños.
Mientras tanto, para toda una generación, la imagen de los judíos se deteriora a golpe de imágenes transmitidas a las redes desde teléfonos inteligentes. Poco importa que un misil derribe el edificio de antenas y oficinas de la prensa internacional en Gaza; la información de los desproporcionados golpes aplicados por el ejército israelita sobre la población palestina hace que cada día los judíos me molen menos; aún menos cuando me acuerdo del cabo Soria muerto en Líbano por una granada israelí.
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