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Historia

Juana de Arco, la Doncella de Orleans: de hereje a Santa

La santa vilipendiada por Shakespeare, admirada por Mark Twain y amada por Santa Teresita.

Este 30 de mayo se cumplen 590 años de la muerte de Juana de Arco tras ser condenada como hereje por una asamblea que actuaba en nombre de la Inquisición francesa, siendo quemada en la hoguera a la edad de 19 años en Rouen, el 30 de mayo de 1431, y canonizada casi 500 años después.

Nacida en Domremy, Champagne, probablemente el 6 de enero de 1412. El pueblo de Domremy estaba situado sobre los confines del territorio que reconocía el dominio del Duque de Burgundy, pero en el prolongado conflicto entre los Armagnacs (el partido de Carlos VII, Rey de Francia), por un lado, y los Burgundios aliados con los ingleses, por el otro, Domremy siempre se mantuvo leal a Carlos.

Jaime de Arco, el padre de Juana, era un pequeño y pobre campesino agricultor. Juana, al parecer, era la menor de una familia de cinco personas. Nunca aprendió a leer o escribir, pero tenía habilidad para trabajar cosiendo e hilando. Todos los testigos durante el proceso de rehabilitación (Veinticuatro años más tarde, una revisión de su juicio, el llamado “procès de réhabilitation”, fue abierto en Paris con el consentimiento de la Santa Sede), hablaron de ella como una niña singularmente piadosa, seria para su edad, quien solía arrollidarse en la iglesia absorta en la oración, y amaba tiernamente a los pobres.

Enormes intentos fueron hechos durante el juicio que se siguió a Juana para imputarle ciertas prácticas supersticiosas, supuestamente llevadas a cabo en torno a un determinado árbol, popularmente conocido como «El árbol de las hadas» (“l’Arbre des Dames”), pero la sinceridad de sus respuestas dejaron perplejos a sus jueces. Ciertamente, ella jugaba y bailaba allí junto con los demás niños, y tejió coronas para la estatua de Nuestra Señora, pero desde que ella cumplió doce años se mantuvo distante de tales pasatiempos.

A la edad de trece años y medio, en el verano de 1425, Juana tomó por primera vez conciencia de la manifestación de “voces”, cuyo carácter sobrenatural sería ahora cuestionado precipitadamente, y que posteriormente ella comenzó a llamar sus «voces» o su «consejero». Al principio fue simplemente una voz, como si alguien hubiera hablado muy cerca de ella, pero parece claro también, que dicha voz era acompañada por un resplandor; y más adelante ella descubrió claramente, de algún modo, la apariencia de aquellos que le hablaban, reconociéndolos individualmente como San Miguel (quien estaba acompañado por otros ángeles), Santa Margarita, Santa Catalina y otros. Juana fue siempre reacia a hablar acerca de sus “voces”. No mencionó nada acerca de ellas a su confesor, y constantemente rechazó, en su juicio, ser embaucada en descripciones sobre la apariencia de dichos santos ni explicar cómo los hubo reconocido. Pese a todo, ella les dijo a sus jueces: «Los he visto con estos mismos ojos, tan bien como los puedo ver a ustedes».

Enormes esfuerzos fueron hechos por los historiadores racionalistas, tales como M. Anatole France, para explicar dichas voces como el resultado de condiciones de exaltaciones religiosas e histéricas fomentadas en Juana por la influencia sacerdotal, combinada con determinada profecía corriente en la campiña acerca de una doncella del “bois chesnu” (bosque de roble), cerca de donde estaba “el árbol de las hadas”, quien debía salvar a Francia por medio de un milagro. Pero el poco fundamento de este análisis del fenómeno ha sido vastamente tratado por varios escritores no católicos. No existe ni siquiera una sombra de evidencia para sostener esta teoría de consejos sacerdotales preparando a Juana de esta parte, y en cambio mucha que la contradice. Es más, a menos que acusemos a la Doncella de deliberada falsedad, cosa que nadie es capaz de realizar, fueron las “voces” quienes crearon el estado de exaltación patriótica, y no la exaltación quien precedió a las “voces”. Su evidencia, en estos puntos es clara.

Pese a que Juana nunca realizó ninguna declaración hasta la fecha en la cual las “voces” le revelaron su misión, parece cierto que la llamada de Dios le fue dada a conocer gradualmente. Pero, para el mes de mayo de 1428, ella no tenía ya dudas de que era conminada a ir en ayuda del Rey, y las “voces” se tornaron insistentes, urgiéndole a presentarse ante Roberto Baudricourt, quien gobernaba para Carlos VII en la vecina ciudad de Vaucouleurs. Ese viaje lo consumó un mes después, pero Baudricourt, un soldado grosero y disoluto, la trató a ella y a su misión con escaso respeto, diciéndole al primo que la acompañaba: «Llévala nuevamente a casa junto con su padre y propínale una buena paliza».

Mientras tanto, la situación militar del Rey Carlos y sus seguidores iba tornándose desesperante. Orléans fue sitiada el 12 de octubre de 1428, y para finales del año la derrota total parecía inminente. Las “voces” de Juana se convirtieron en urgentes, y hasta amenazantes. Era en vano que ella se resistiese diciéndoles: «Yo soy una pobre chica; no sé montar ni pelear». Las “voces” sólo reiteraron: «Es Dios quien comanda esto». Rindiéndose finalmente, ella partió de Domremy en enero de 1429, y visitó nuevamente Vaucouleurs.

Baudricourt permanecía aún escéptico, pero, dado que ella permanecía en la ciudad, su perseverancia gradualmente causó efecto sobre él. El 17 de febrero de 1429 ella profetizó una gran derrota que padecerían las fuerzas francesas en las afueras de Orléans (la batalla de los Herrings). Dado que dicha declaración fue oficialmente confirmada unos pocos días más tarde, su causa ganó terreno. Finalmente ella se vio afectada a buscar al Rey en Chinon, y comenzó su camino hacia allí con una modesta escolta de tres hombres armados, estando vestida, por propia requisitoria, con vestuario masculino, indudablemente como una protección a su pudor en la áspera vida del campamento militar. Ella siempre durmió completamente vestida, y todos aquellos quienes estuvieron más cerca de ella, declararon que había algo alrededor de ella que reprimía cualquier pensamiento impropio a su reputación.

Juana llegó a Chinon el 6 de marzo, y dos días después fue admitida en la presencia de Carlos VII. Para probarla, el Rey se había disfrazado, pero ella inmediatamente lo saludó en medio de un grupo de espectadores. Desde el principio una importante porción de la Corte – La Trémoille, la favorita de la realeza, la principal entre todas ellas – se opuso a ella como una visionaria loca, pero un signo secreto, comunicado a ella por medio de sus “voces”, que ella dio a conocer a Carlos, indujo al Rey, sin demasiado entusiasmo, a creer en su misión. Juana nunca reveló en qué consistía dicho signo, pero actualmente la creencia principal indica que aquel «secreto del Rey» era una duda concebida por Carlos acerca de la legitimidad de su nacimiento, y que Juana hubo sido autorizada sobrenaturalmente para aclararla.

Aún así, antes de que Juana pudiera ser empleada en operaciones militares fue enviada a Poitiers para ser examinada por un numeroso comité de sabios obispos y doctores. El examen fue de un carácter profundo y formal. Es lamentable al extremo que las actas de los procesos, a las cuales posteriormente Juana apeló con frecuencia durante su juicio, hayan desaparecido todas. Todo lo que sabemos es que su ardiente fe, simpleza, y honestidad causaron una impresión favorable. Los teólogos no encontraron nada herético en sus afirmaciones acerca de las orientaciones sobrenaturales, y, sin pronunciarse sobre la validez de su misión, ellos pensaron que ella podría ser empleada de un modo seguro y probada adicionalmente.

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De vuelta en Chinon, Juana hizo sus preparativos para la campaña. En lugar de la espada ofrecida por el Rey, ella rogó que se realizara la búsqueda de una antigua espada enterrada, según ella aseguró, detrás del altar en la capilla de Santa Catalina de Fierbois. Ésta fue encontrada en el mismísimo punto indicado por sus “voces”. Fue hecha para ella en el mismo momento en que el abanderado pronunció las palabras “Jesús, María”, junto con un cuadro de Dios Padre y varios ángeles arrodillados presentando una flor de lis.

Pero tal vez el hecho más interesante relacionado con esta primera etapa de su misión es una carta de un Sire de Rotslaer escrita desde Lyon el 22 de abril de 1429, la cual fue transportada a Bruselas y debidamente registrada, tal como lo atestigua el manuscrito de dicho día, antes de que cualquiera de los hechos referidos en ella tuvieran su realización. La Doncella dijo que “ella salvaría a Orléans y obligaría a los ingleses a levantar el sitio, que ella misma en una batalla previa a Orléans sería herida por una asta pero que no moriría de eso, y que el Rey, durante el transcurso del verano venidero, sería coronado en Reims, junto con otras cosas que el Rey conservaba en secreto.»

Antes de entrar en la campaña, Juana emplazó al Rey de Inglaterra a retirar sus tropas del suelo francés. Los comandantes ingleses estaban furiosos por la audacia de la demanda, pero Juana a través de un movimiento rápido entró en Orléans el 30 de abril. Su presencia allí inmediatamente obró maravillas. Para el 8 de mayo las fuerzas inglesas que rodeaban la ciudad habían sido todas capturadas, y el estado de sitio levantado, pese a que el día 7 Juana fue herida en su pecho por una flecha. La Doncella deseó hacer el seguimiento de todos esos éxitos con toda rapidez, por un lado debido a un sonoro instinto guerrero, y por otro lado porque sus “voces” le habían dicho que disponía sólo de un año para terminar. Pero el Rey y sus consejeros, especialmente La Trémoille y el Arzobispo de Reims, fueron lentos en moverse. Sin embargo, cuando Juana elevó una súplica formal, una breve campaña fue comenzada sobre el Loira, la cual después de una serie de éxitos, finalizó el 18 de junio con una gran victoria en Patay, donde los refuerzos ingleses enviados desde Paris fueron derrotados. El camino hacia Reims estaba ahora prácticamente abierto, pero la Doncella tuvo la mayor dificultad en persuadir a los comandantes de que no se retirasen antes de Troyes, el cual estaba al principio cerrado para ellos. Ellos capturaron la ciudad y luego, todavía a su pesar, la siguieron hacia Reims, donde, el domingo 17 de julio de 1429, Carlos VII fue solemnemente coronado, con la Doncella a su lado junto con su estandarte, porque – como ella explicó – «así como fue compartido el esfuerzo, es justo que debiera ser compartido en la victoria».

El principal objetivo de la misión de Juana fue obtenido de este modo, y algunas autoridades aseveraron que era ahora su deseo el regresar a casa, pero ella fue detenida con el ejército contra su voluntad. La evidencia es hasta cierto punto conflictiva, y es probable que Juana misma nunca haya hablado en igual tono. Probablemente ella vio claramente cuánto debió haber sido hecho para provocar la rápida expulsión de los ingleses del suelo francés, pero por otra parte ella fue constantemente oprimida por la apatía del Rey y sus consejeros, y por la política suicida que abarcó todos los señuelos diplomáticos desperdigados por el Duque de Burgundy. Un intento fallido en París fue llevado a cabo a finales de agosto. A pesar de que St-Denis fue ocupada sin oposición, el asalto que fue realizado en la ciudad el 8 de septiembre no fue respaldado con seriedad y Juana, mientras alentaba heroicamente a sus hombres a cubrir el foso fue herida en el muslo con una ballesta. El Duque de Alençon la retiró casi a la fuerza, y el asalto fue abandonado. Este traspié indudablemente debilitó el prestigio de Juana, y poco después, cuando, a través de los cancilleres políticos de Carlos, una tregua fue acordada con el Duque de Burgundy, ella bajó tristemente sus armas sobre el altar de St-Denis.

La inactividad del siguiente invierno, mayoritariamente gastada entre el mundanismo y los celos de la Corte, debió haber sido una experiencia muy penosa para Juana. Para consolarla, Carlos, el 29 de diciembre de 1429, ennobleció a la Doncella y a toda su familia, quienes de allí en adelante, desde las azucenas de su escudo de armas, fueron conocidos por el nombre de Du Lis. Llegó abril antes de que Juana estuviera en condiciones de salir al campo nuevamente para la finalización de la tregua, y en Melun sus “voces” le hicieron saber que ella sería hecha prisionera antes del día de San Juan (24 de junio). Tampoco esta vez el cumplimiento de las predicciones resultó demorado. Parecía que ella se hubiera lanzado a sí misma a la campaña el 24 de mayo al amanecer para defender la ciudad contra los ataques de los Burgundios. A la noche ella resolvió intentar una retirada, pero su pequeña tropa de unos quinientos hombres se encontró con una fuerza muy superior. Sus seguidores fueron repelidos y abandonaron la lucha de manera desesperada. Por algún error o pánico de Guillaume de Flavy, quien comandaba en Compiègne, el puente levadizo fue elevado mientras aún muchos de aquellos que habían emprendido la retirada permanecían afuera, con Juana entre ellos. Ella fue derribada de su caballo y fue hecha prisionera de un seguidor de Juan de Luxemburgo. Guillaume de Flavy había sido acusado de traición deliberada, pero entonces no parecía una adecuada razón para suponer eso. El perseveró en mantener resueltamente Compiègne para su Rey, mientras los pensamientos constantes de Juana durante los primeros meses de su cautiverio consistían en escaparse y acudir a asistirlo en esta tarea de defender la ciudad.

No existen palabras que puedan describir adecuadamente la desgraciada ingratitud y apatía de Carlos y sus consejeros en dejar librada a la Doncella a su propio destino. Si las fuerzas militares no habían servido, ellos aún tenían prisioneros tales como el Conde de Suffolk en sus manos, por quien ella podría haber sido cambiada. Juana fue vendida por Juan de Luxemburgo a los ingleses. No puede dudarse de que los ingleses, por una parte debido a que temían a su prisionera con un terror supersticioso, y por otra parte porque estaban avergonzados del pavor que ella inspiraba, estaban determinados a tomar su vida a cualquier precio. Ellos no podían condenarla a muerte por haberlos derrotado, pero podían sentenciarla como una bruja o una hereje. Por otra parte, ellos tenían entre sus manos una herramienta lista en Pierre Cauchon, el Obispo de Beauvais, un hombre sin escrúpulos y ambicioso que era la razón de ser del partido Burgundio. El pretexto para invocar su autoridad fue hallado en el hecho de que Compiègne, donde Juana fue capturada, estaba ubicada en la Diócesis de Beauvais. Aún así, dado que Beauvais estaba en manos de los franceses, el juicio tuvo lugar en Rouen, sede que, para dicha época, se encontraba vacante. Esto sacó a flote muchos aspectos de la legalidad técnica, los cuales fueron minuciosamente resueltos por los partidos interesados.

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El Vicario de la Inquisición, al principio, debido a algunos escrúpulos de jurisdicción, se negó a asistir, pero esta dificultad fue superada antes de que el juicio finalizara. A lo largo del juicio los asesores de Cauchon eran casi enteramente franceses, la mayoría de ellos teólogos y doctores de la Universidad de París. Las sesiones preliminares de la Corte tuvieron lugar en enero, pero fue  el 21 de febrero de 1431 cuando Juana apareció por primera vez ante sus jueces. A ella no le fue permitido contar con un abogado defensor, y, a pesar de haber sido acusada en una corte eclesiástica, ella fue, desde el principio hasta el fin, ilegalmente confinada en el Castillo de Rouen, una prisión secular, en donde estaba custodiada por soldados ingleses disolutos. Juana se quejó con amargura de esto. Ella trató de que la alojaran en la cárcel de la iglesia, donde tendría asistentes femeninas. Fue para mayor protección de su pudor, ante semejantes condiciones, que ella persistió en conservar su atuendo masculino. Antes de que hubiera sido entregada a manos inglesas, ella había intentado escapar tirándose desesperadamente por una ventana de la torre de Beaurevoir, un acto de aparente atrevimiento por el cual ella fue sumamente intimidada por sus jueces. Esto también sirvió como pretexto para la aspereza exhibida durante su confinamiento en Rouen, donde ella fue al principio retenida en una jaula de hierro, encadenada por el cuello, manos y pies. Adicionalmente, no le fueron concedidos privilegios espirituales – por ejemplo, asistir a Misa – en consideración de los cargos de herejía y los vestidos (“difformitate habitus”) que ella lucía.

Por lo que se refiere a la constancia oficial del juicio, la cual, hasta donde indica la versión en latín, parece haber sido preservada completa, podemos confiar en su exactitud en lo que respecta a las preguntas realizadas y las respuestas proporcionadas por la prisionera. Dichas respuestas son bajo todo concepto favorables a Juana. Su simplicidad, piedad y sentido común afloraron en todo momento, a pesar de los intentos de los jueces para confundirla. Ellos la presionaron en lo referente a sus visiones, pero sobre muchos puntos ella se negó a responder. Su actitud siempre fue carente de temor, y para el 1 de marzo, Juana anunció enfáticamente que «dentro del espacio de siete años, los ingleses deberán pagar un precio más alto que Orléans.»  París fue perdida a manos de Enrique VI el 12 de noviembre de 1437, es decir, seis años y ocho meses después. Probablemente haya sido porque las respuestas de la Doncella habían perceptiblemente ganado simpatizantes a su causa en una gran asamblea que Cauchon decidió conducir el final del proceso ante un pequeño comité de jueces dentro de la misma prisión. Es posible remarcar que el único aspecto del cual algún cargo puede ser razonablemente imputado en contra de los argumentos de Juana ha ocurrido especialmente en esta etapa del proceso. Juana, presionada acerca del signo secreto proporcionado al Rey, declaró que un ángel le trajo a él una corona de oro, pero en preguntas adicionales ella pareció haber ganado en confusión y haberse contradicho a sí misma. La mayoría de las autoridades, como por ejemplo, M. Petit de Julleville y Mr. Andrew Lang, coinciden en que ella trataba de proteger el secreto del Rey mediante una alegoría, según la cual ella misma era el ángel, pero otros – por ejemplo P. Ayroles y Canon Dunand – insinuaron que no podía confiarse en la exactitud del proceso verbal. En otro punto, ella fue prejuzgada por su carencia de educación. Los jueces le sugirieron que se entregase ella misma a la «Milicia de la Iglesia». Juana claramente no entendió dicha frase y, a pesar de su voluntad y su ansiedad por apelar al Papa, se vio desconcertada y confundida. Más tarde fue aseverado que la renuencia de Juana a adherirse a la simple aceptación de las decisiones de la Iglesia fue debido a algunos insidiosos consejos traicioneramente impartidos a ella para conseguir su ruina. Pero las constancias de esta presunta perfidia son contradictorias e improbables.

Los exámenes finalizaron el 17 de marzo. Setenta proposiciones fueron entonces preparadas, formando una muy desordenada y desleal presentación de los «crímenes» de Juana, pero, después de que a ella le fue permitido oír y responder a tales acusaciones, otro conjunto de doce proposiciones fue preparada, mejor fundamentadas y con menor cantidad de palabras extravagantes. Con todo este sumario, una amplia mayoría de los veintidós jueces que tomaron parte en las deliberaciones declararon que las “visiones” y las “voces” de Juana eran «falsas y diabólicas», y decidieron que si ella se negaba a retractarse sería entregada al brazo secular, lo que equivalía a afirmar que sería quemada viva. Ciertas admoniciones formales, primeramente de índole privada, y luego públicas, fueron administradas a la pobre víctima el 18 de abril y el 2 de mayo, pero ella se negó a hacer ninguna presentación que los jueces pudieran haber considerado como satisfactoria. El 9 de mayo ella fue amenazada con tortura, pero aún se mantuvo firme. Mientras tanto, las doce proposiciones fueron remitidas a la Universidad de París, la cual, comportándose con una simpatía extravagante por los ingleses, denunció a la Doncella con violentos términos. Fortalecidos por esta aprobación, los jueces, que eran cuarenta y siete, tomaron una deliberación final, y cuarenta y dos de ellos reafirmaron que Juana debería ser declarada hereje y derivada al poder civil, en caso en que ella aún continuase negándose a retractarse. Una admonición adicional le fue realizada en la prisión el 22 de mayo, pero Juana se mantuvo inquebrantable. Al día siguiente fue colocada una estaca en el cementerio de St-Ouen, y ante la presencia de una gran multitud ella fue solemnemente amonestada por última vez. Después de una enérgica protesta contra las insultantes reflexiones del predicador acerca de su Rey, Carlos VII, las connotaciones de la escena parecieron finalmente haber hecho mella sobre su mente y su cuerpo agotados por tantas luchas. Su valor le falló por una vez. Ella consintió en firmar una especie de retractación, pero nunca se sabrán cuáles han sido los términos precisos de tal retractación. En la versión oficial del proceso una fórmula de retractación figura incluida, la cual es muy humillante en cada apartado. Se trata de un extenso documento que hubiera llevado media hora para ser leído. Lo que fue leído en voz alta a Juana y que fuera firmado por ella debe haber sido algo bien diferente, según cinco testigos en el juicio de rehabilitación, incluyendo a Jean Massieu, el oficial que personalmente tuvo a su cargo la lectura en voz alta de dicho documento, quien declaró que se trató de sólo un tema de unas pocas líneas. Aún así, la pobre víctima no firmó incondicionalmente, sino que llanamente declaró que ella sólo se retractaría siempre y cuando fuera la Voluntad de Dios. Empero, en virtud de tal concesión, Juana no fue quemada viva entonces, sino que fue conducida nuevamente a prisión.

Los ingleses y los Burgundios estaban furiosos, pero Cauchon, al parecer, los aplacó diciéndoles «Ya la tendremos». Indudablemente la posición de Juana sería ahora, en caso de una reincidencia, peor que antes, dado que una segunda retractación ya no podría salvarla de las llamas. Por otra parte, dado que uno de los puntos acerca del cual ella había sido condenada era la utilización de indumentaria masculina, una reiteración de dichos atuendos constituirían por sí mismos una reincidencia en la herejía, y esto ocurrió a los pocos días siguientes, obedeciendo, según fuera alegado posteriormente, a una trampa tendida deliberadamente por sus guardias con la connivencia de Cauchon. Juana, ya sea para defender su pudor del agravio y la indignación, o porque sus prendas femeninas fueron alejadas de ella, o, tal vez, simplemente porque ella estaba agotada de la lucha y estaba convencida de que sus enemigos se hallaban determinados a derramar su sangre bajo cualquier pretexto, una vez más se colocó las vestimentas de varón que habían sido dejadas adrede en su camino. El final llegó pronto. El 29 de mayo, una corte de treinta y siete jueces decidió unánimemente que la Doncella debía ser tratada como una hereje reincidente, y esta sentencia fue llevada a cabo al día siguiente, el 30 de mayo de 1431, bajo circunstancias de intenso patetismo. A Juana le dicen, cuando fue visitada por sus jueces temprano por la mañana, primero que hiciera cargo a Cauchon de la responsabilidad de su muerte, acusándolo solemnemente ante Dios, y posteriormente que debería declarar que «sus voces la habían engañado». Acerca de este último discurso, una duda quedará flotando para siempre. No podemos estar seguros si semejantes palabras llegaron a ser mencionadas y aún si lo hubieran sido, su significado no es claro. A ella le fue permitido, sin embargo, hacer su confesión y recibir la Comunión. Su comportamiento en la estaca fue suficiente como para conmover hasta las lágrimas aún a sus más encarnizados enemigos. Ella pidió una cruz, la cual, luego de que fuera abrazada por ella, fue sostenida ante ella mientras continuamente recitaba el nombre de Jesús. «Hasta el fin» – dijo Manchon, el anotador del juicio -, «ella declaró que sus voces provenían de Dios y que no la habían engañado». Después de su muerte, sus cenizas fueron esparcidas en el Sena.

Veinticuatro años más tarde de su muerte en la hoguera, una revisión de su juicio, el llamado “procès de réhabilitation”, fue abierto en París con el consentimiento de la Santa Sede. El sentimiento popular era entonces muy diferente, y, excluyendo algunas raras excepciones, todos los testigos estaban ansiosos de rendir su tributo a las virtudes y a los dones sobrenaturales de la Doncella. El primer juicio había sido llevado adelante sin referencias al Papa, más aún había sido realizado a despecho de la apelación de Santa Juana a la Cabeza de la Iglesia. Luego, una corte de apelación constituida por el Papa, después de largas investigaciones y exámenes de testigos, revisaron y anularon la sentencia pronunciada por el tribunal local que presidía Cauchon. La ilegalidad de los procedimientos anteriores fue puesta de manifiesto, lo cual habló bien de la sinceridad de esta nueva investigación, la cual no ha podido ser hecha sin incluir algún grado de reproche tanto sobre el Rey de Francia y la Iglesia en general, al haberse comprobado que había sido plasmada tamaña injusticia y sufrida por demasiado tiempo como para continuar sin reparación. Aún antes del juicio de rehabilitación, observadores mordaces, como por ejemplo Eneas Sylvius Piccolomini (más adelante el Papa Pío II), pese a conservar dudas en lo referente a su misión, hubo discernido algo del celestial carácter de la Doncella. En los tiempos de Shakespeare ella era aún recordada como una bruja, ligada con los espíritus impuros del infierno, pero una estimación más justa había empezado a prevalecer aún en las páginas de la «Historia de Gran Bretaña» de Speed’s (1611). Para comienzos del siglo XIX, la simpatía por ella, aún en Inglaterra, era general. Escritores tales como Southey, Hallam, Sharon Turner, Carlyle, Landor, y por encima de todos, De Quincey, saludaron a la Doncella con un tributo de respeto que no ha sido superado ni siquiera en su propia tierra nativa. Entre sus compatriotas católicos, ella había sido recordada, aún en las épocas de su vida, como divinamente inspirada.

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Por último, la causa de su beatificación fue introducida ante la Santa Sede, en 1869, por Monseñor Dupanloup, Obispo de Orléans, y, después de pasar por todas las instancias y siendo indudablemente confirmada con los requeridos milagros, el proceso finalizó con el decreto publicado por Pío X el 11 de abril de 1909. La Misa y el Oficio de Santa Juana, extraído del «Común de las Vírgenes», con sus «propias» oraciones, fue aprobado por la Santa Sede para ser utilizada en la Diócesis de Orléans. Más adelante, Santa Juana de Arco fue canonizada en 1920 por el Papa Benedicto XV.

De todas las películas que se han hecho para llevar al cine la vida de la Santa, la mejor y más recomendable sin duda es “Juana de Arco”, de 1948, dirigida por Victor Fleming, y protagonizada magistralmente por la extraordinaria actriz Ingrid Bergman en el papel de Juana de Arco, y está basada en la obra de teatro “Joan of Lorraine” de Maxwell Anderson, exitosamente representada en Broadway y que también fue protagonizaba Ingrid Bergman, y fue adaptada a la pantalla por el propio Maxwell Anderson, en colaboración con Andrew Solt..

Enlace a un trailer de la película “Juana de Arco” (1948):

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