El hombre no es un individuo que flota alegremente sobre sociedad al que le importan “tres belines”[1] lo que suceda en ella. De igual manera, no es la sociedad la que determina necesariamente a ese sujeto en lo que es. Pues no existe determinación de nuestros actos sino condicionamiento.
De modo tal que el hombre no es ni un individuo-solipsista ni un individuo-masificado. Es un ser racional cargado de emotividad que tiene que vivir en comunidad, un “animal político”, con sus taras, sus defectos y sus virtudes. Sabiendo que las reglas de su obrar no son matemáticas sino, en el mejor de los casos, verosímiles.
Por esto último los griegos exaltaban como máxima virtud la phrónesis, término que fue mal traducido por prudencia, y que indica la capacidad de actuar adecuadamente sobre casos donde no existe ninguna regla.
La bancarrota del marxismo y del liberalismo produjo en la actualidad un conglomerado de ideas comunes conocido como progresismo. Así, la sumatoria de supermercados, entidades financieras, medios masivos de comunicación, redes sociales, corrupción, ineptitud de los políticos y desarrollo exponencial de la tecnociencia, produjo la decepción de los pueblos que ven, de más en más, agudizados sus problemas y que, además, quedan sin resolver.
Los progresistas son aquellos seres que están siempre en la cresta de la ola, en la vanguardia de todo. El éxtasis temporal de su existencia siempre es el futuro, jamás el pasado.
Me voy a detener en este último aspecto: la tecnociencia.
La ciencia ha gozado durante este último siglo de un prestigio incuestionado e incuestionable. El maridaje de ciencia y mass media produjo la nueva religión de la “cienciología”, pero, luego del descalabro de Hiroshima y Nagasaki, la gente comenzó a dudar cada vez más de la benevolencia de los descubrimientos científicos.
Existe una decepción generalizada sobre la validez de las vacunas, sobre los tratamientos oncológicos, sobre las células madres o la recuperación peneana. La ciencia se desprestigia día a día. Y los científicos o mejor pseudo científicos parecen un elefante en un bazar cuando aconsejan medidas.
Hoy la tecnociencia produjo efectos múltiples sobre la vida cotidiana con la manipulación genética y la procreación asistida. Y así se crean comités de ética y cátedras de bioética (compuestas, sobre todo por médicos que no trabajan de médicos y filósofos que no son tales. En Argentina tuvimos la dupla Mainetti- Maliandi= Mamma mía). Cátedras que se ocupan si la esperma del marido muerto o de un desconocido significa lo mismo; si el hijo es del útero en alquiler o de la que lo paga, si desconectamos el respirador o lo dejamos, si todas las embarazadas tienen que abortar o solo la violadas, etc.
Pero aquello que nunca se pregunta si es correcto que Argentina gaste millones en dineros públicos o privados en una sola procreación asistida o en el aborto de una mujer que dio el mal paso como la costurerita de Nicolás Olivari, sabiendo del estado lamentable de los servicios médicos sanitarios en que vivimos y vive la población mundial. Que gaste en función del deseo del Sr. A y la Sra. B, o del Padre A y el Padre B de los travestis, por tener como un juguete un hijo propio.
Más que una bioética necesitamos una biopolítica que responda a la pregunta si es ético que se gasten miles de dineros públicos (o privados). Ni que hablar del aborto que es un crimen políticamente correcto realizado sobre un ser indefenso, en donde el Estado gasta millones de pesos.
¿No es acaso contradictorio alentar el aborto de las embarazadas y propiciar ayuda a esas mismas mujeres embarazadas? Va contra el principio octavo de la lógica clásica que afirmaba: dos contrarios en un sujeto destruyen al sujeto.
La biopolítica viene de Foucault, pasa por Roberto Esposito y Giorgio Agamben y llega hasta hoy siempre interpretada como un instrumento de la lucha anticapitalista, pero más allá de su ideologización la biopolítica es útil al poder para que éste sea administrado reflexivamente “priorizando la vida” y sobre todo “la vida de las mayorías,” esto es, de los pueblos.
La biopolítica, en sentido estricto, alienta y defiende la vida como su multiplicación. Una consecuencia de la biopolítica está en la salvación[CM1] de las especies en vías de extinción así como el equilibrio ecológico para mantenerlas.
Un objetivo es la redefinición de las ciudades, sobre todo de las megalópolis invivibles para el hombre contemporáneo. Y así como no puede existir vida política sin la ciudad (polis), de la misma manera no puede existir vida política en una megapólis que nos aliena.
Alguna vez dijo Perón recordando a los griegos: todo en su medida y armoniosamente. Bueno, la biopolítica pretende hacer eso con la política.
Hoy, por el contrario y sin saberlo en forma explícita, tenemos una biopolítica que condena a muerte a miles de ciudadanos por falta de atención médica, por escasez de aparatos de diálesis o respiradores, o peor aún, por escasez de vacunas contra covid porque las utilizaron sus jóvenes militantes y los satisfechos con sistema.
Hoy esta pseudo biopolítica justificada por negligencia de una bioética progresista – nunca los académicos son reaccionarios en el sentido de reactivos, de que pueden reaccionar- está dejando en la calle a millones de ciudadanos sin trabajo, está matando a los pueblos por cientos de miles, está dejando sin libertad a sociedades enteras, y todo ello, bajo la excusa verbal de defender la vida, pero que de hecho la elimina.
En el orden del discurso político la contradicción es evidente: mato la vida para defender la vida. Y en el orden moral no se puede caer más bajo: hacer el mal para evitar un bien (malum faciendum, bonum viatandum).
[1] En lunfardo belin significa nada.
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