Por José Ortega y Gasset (1917)
Las cosas buenas que por el mundo acontecen obtienen en España sólo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna.
En los últimos tiempos ha padecido Europa un grave descenso de la cortesía, y coetáneamente hemos llegado en España al imperio indiviso de la descortesía. Nuestra raza valetudinaria se siente halagada cuando alguien la invita a adoptar una postura plebeya, de la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le permita tenderse a su sabor. El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos.
Tenemos que agradecer el adviento de tan enojosa monarquía al triunfo de la democracia. Al amparo de esta noble idea se ha deslizado en la conciencia pública la perversa afirmación de todo lo bajo y ruin.
¡Cuántas veces acontece esto! La bondad de una cosa arrebata a los hombres y, puestos a su servicio, olvidan fácilmente que hay otras muchas cosas buenas con quienes es forzoso compaginar aquélla, so pena de convertirla en una cosa pésima y funesta. La democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad.
Cuanto más reducida sea la esfera de acción propia a una idea, más perturbadora será su influencia, si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida. Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario: en arte censuraría cuanto no fuese el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria, sólo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto, y como filósofo, se obstinaría en propagar una botánica trascendental. Pues no parece menos absurdo el hombre que, como tantos hoy, se llega a nosotros y nos dice: ¡Yo, ante todo, soy demócrata!
En tales ocasiones suelo recordar el cuento de aquel monaguillo que no sabía su papel, y a cuanto decía el oficiante, según la liturgia, respondía: «¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento!» Hasta que, harto de la insistencia, el sacerdote se volvió y le dijo: «¡Hijo mío, eso es muy bueno; pero no viene al caso!»
No es lícito ser ante todo demócrata, porque el plano a que la idea democrática se refiere no es un primer plano, no es un «ante todo». La política es un orden instrumental y adjetivo de la vida, una de las muchas cosas que necesitamos atender y perfeccionar para que nuestra vida personal sufra menos fracasos y logre más fácil expansión. Podrá la política, en algún momento agudo, significar la brecha donde debemos movilizar nuestras mejores energías, a fin de conquistar o asegurar un vital aumento; pero nunca puede ser normal esa situación.
Es uno de los puntos en que más resueltamente urge corregir al siglo XIX. Ha padecido éste una grave perversión en el instinto ordenador de la perspectiva, que le condujo a situar en el plano último y definitivo de su preocupación lo que por naturaleza sólo penúltimo y previo puede ser. La perfección de la técnica es la perfección de los medios externos que favorecen la vitalidad. Nada más discreto, pues, que ocuparse de las mejores técnicas. Pero hacer de ello la empresa decisiva de nuestra existencia, dedicarle los más delicados y constantes esfuerzos nuestros, es evidentemente una aberración. Lo propio acontece con la política que intenta la articulación de la sociedad, como la técnica de la naturaleza, a fin de que quede al individuo un margen cada vez más amplio donde dilatar su poder personal.
Como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias. Por lo pronto, la contradicción del sentimiento mismo que motivó la democracia. Nace ésta como noble deseo de salvar a la plebe de su baja condición. Pues bien: el demócrata ha acabado por simpatizar con la plebe, precisamente en cuanto plebe, con sus costumbres, con sus maneras, con su giro intelectual. La forma extrema de esto puede hallarse en el credo socialista —¡porque se trata, naturalmente, de un credo religioso!—, donde hay un artículo que declara la cabeza del proletario única apta para la verdadera ciencia y la debida moral. En el orden de los hábitos, puedo decir que mi vida ha coincidido con el proceso de conquista de las clases superiores por los modales chulescos. Lo cual indica que no ha elegido uno la mejor época para nacer. Porque antes de entregarse los círculos selectos a los ademanes y léxico del Avapiés, claro es que ha adoptado más profundas y graves características de la plebe.
Toda interpretación soi-disant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo.
En el triunfo del movimiento democrático contra la legislación de privilegios, la constitución de castas, etcétera, ha intervenido no poco esta perversión moral que llamo plebeyismo; pero más fuerte que ella ha sido el noble motivo de romper la desigualdad jurídica. En el antiguo régimen son los derechos quienes hacen desiguales a los hombres, prejuzgando su situación antes que nazcan. Con razón hemos negado a esos derechos el título de derechos y dando a la palabra un sentido peyorativo los llamamos privilegios. El nervio saludable de la democracia es, pues, la nivelación de privilegios, no propiamente de derechos. Nótese que los «derechos del hombre» tienen un contenido negativo, son la barbacana que la nueva organización social, más rigurosamente jurídica que las anteriores, presenta a la posible reviviscencia del privilegio.1 A los «derechos del hombre» ya conocidos y conquistados habrá de acumular otros y otros hasta que desaparezcan los últimos restos de mitología política. Porque los privilegios que, como digo, no son derechos, consisten en perduraciones residuales de tabúes religiosos.
Sin embargo, no acertamos a prever que los futuros «derechos del hombre», cuya invención y triunfo ponemos en manos de las próximas generaciones, tengan un vasto alcance y modifiquen la faz de la sociedad tanto como los ya logrados o en vías de lograrse.2 De modo que si hay empeño en reducir el significado de la democracia a esta obra niveladora de privilegios, puede decirse que han pasado sus horas gloriosas.
Si, en efecto, la organización jurídica de la sociedad se quedara en ese estadio negativo y polémico, meramente destructor de la organización «religiosa» de la sociedad; si no mira el hombre su obra de democracia tan sólo como el primer esfuerzo de la justicia, aquel en que abrimos un ancho margen de equidad, dentro del cual crear una nueva estructura social justa —que sea justa, pero que sea estructura—, los temperamentos de delicada moralidad maldecirán la democracia y volverán sus corazones al pretérito, organizado, es cierto, por la superstición; mas, al fin y al cabo, organizado. Vivir es esencialmente, y antes que toda otra cosa, estructura: una pésima estructura es mejor que ninguna.
Y si antes decía que no es lícito ser «ante todo» demócrata, añado ahora que tampoco es lícito ser «sólo» demócrata. El amigo de la justicia no puede detenerse en la nivelación de privilegios, en asegurar igualdad de derechos para lo que en todos los hombres hay de igualdad. Siente la misma urgencia por legislar, por legitimar lo que hay de desigualdad entre los hombres.
Aquí tenemos el criterio para discernir dónde el sentimiento democrático degenera en plebeyismo. Quien se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales, pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo.
La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente, pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones.
A Nietzsche debemos el descubrimiento del mecanismo que funciona en la conciencia pública degenerada: le llamó ressentiment. Cuando un hombre se siente a sí mismo inferior por carecer de ciertas calidades —inteligencia o valor o elegancia— procura indirectamente afirmarse ante su propia vista negando la excelencia de esas cualidades. Como ha indicado finalmente un glosador de Nietzsche, no se trata del caso de la zorra y las uvas. La zorra sigue estimando como lo mejor la madurez en el fruto, y se contenta con negar esa estimable condición a las uvas demasiado altas. El «resentido» va más allá: odia la madurez y prefiere lo agraz. Es la total inversión de los valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una capitis diminutio, y en su lugar triunfa lo inferior.
El hombre del pueblo suele o solía tener una sana capacidad admirativa. Cuando veía pasar una duquesa, en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos transeúntes. Admira y goza el lujo, la prestancia, la belleza, como admiramos los oros y los rubíes con que solemniza su ocaso el Sol moribundo. ¿Quién es capaz de envidiar el áureo lujo del atardecer? El hombre del pueblo no se despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no mordía su pecho el venenoso «resentimiento». En los comienzos de la Revolución francesa una carbonera decía a una marquesa: «Señora, ahora las cosas van a andar al revés: yo iré en silla de manos y la señora llevará al carbón.» Un abogadete «resentido» de los que hostigaban al pueblo hacia la revolución, hubiera corregido: «No, ciudadana: ahora vamos a ser todos carboneros.»
Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas, y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta: ambicionan la declaración de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Cada día que tarde en realizarse esta irrealizable nivelación es una cruel jornada para esas criaturas «resentidas», que se saben fatalmente condenadas a formar la plebe moral e intelectual de nuestra especie. Cuando se quedan solas les llegan del propio corazón bocanadas de desdén para sí mismas. Es inútil que por medio de astucias inferiores consigan hacer papeles vistosos en la sociedad. El aparente triunfo social envenena más su interior, revelándoles el desequilibrio inestable de su vida, a toda hora amenazada de un justiciero derrumbamiento. Aparecen ante sus propios ojos como falsificadores de sí mismos, como monederos falsos de trágica especie, donde la moneda defraudada es la persona misma defraudadora.
Este estado de espíritu, empapado de ácidos corrosivos, se manifiesta tanto más en aquellos oficios donde la ficción de las cualidades ausentes es menos posible. ¿Hay nada tan triste como un escritor, un profesor o un político sin talento, sin finura sensitiva, mordidos por el íntimo fracaso, a cuanto cruza ante ellos irradiando perfección y sana estima de sí mismo?
Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos «opinión pública» y «democracia» no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas.
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- 1 Este carácter negativo, defensivo, polémico de los derechos del hombre aparece bien claro cuando se asiste a su germinación en la revolución inglesa.
- 2 Así el «derecho económico del hombre» por el cual combaten los partidos obreros.
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