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Opinión

Un pueblo peregrino

Y sólo nos queda un ego convertido en un laberinto al fondo del cual nos aguarda la bestia que aspira a revelarse como lo único real.

Imagen con licencia Pixabay

Los pensadores y artistas modernos hablan con frecuencia del exilio del hombre, de su soledad, su desamparo, su desarraigo. Es una sombra errante, un peregrino por un mundo de sombras y de espejismos que se desvanecen. Cuestionan con frecuencia su realidad misma, fenómeno que encontró su expresión más radical en la obra de un escritor como Pirandello, en cuyas ficciones el hombre se convierte en un fantasma, una fabulación de otro hombre, un mero personaje literario. Todo es ficticio, como diría Borges cuyo emblema abominable era el espejo. Esto que no era hasta la modernidad más que un motivo más para la reflexión se convirtió en algo central en nuestra cultura. En una obsesión. En una maldición.

Parece que vivimos atrapados en el primer capítulo del Génesis y acabamos o no acabamos de ser expulsados del edén. No podemos avanzar ni retroceder, no podemos pasar página. No tenemos a donde ir porque nos han arrebatado la realidad del mundo. Y sólo nos queda un ego convertido en un laberinto al fondo del cual nos aguarda la bestia que aspira a revelarse como lo único real. La única verdad.

Se diría que estamos aún en el alba de la creación. Un ángel con una espada llameante custodia la entrada al paraíso en la tierra. Ya no podemos volver atrás. Hay que seguir adelante, hacia arriba o hacia abajo. Al cielo o al infierno. Pero esos territorios han sido borrados del mapa de nuestra mente secretamente colonizada y damos vueltas y vueltas por un continente inmenso que se ha vuelto irreal. En América quisieron ver muchos el paraíso terrenal reencontrado empezando por los españoles. Fue un espejismo más. En el nuevo testamento también se describe al hombre como un peregrino sin otra patria definitiva que la Jerusalén celeste. Se nos insta a recordar que estamos de paso por esta tierra. Que no podemos levantar en ella tienda permanente. Que somos un pueblo nómada. Si los hombres tuvieran muy presente una admonición semejante quizás no considerarían a los judíos diferentes al resto de los mortales. No lo son. No hay ninguna diferencia esencial. Todos andamos errantes por esta vida hacia la otra. Y no cabe más seguridad que el temor de Dios.

La patria terrestre con frecuencia nos devora, es una madre que mata a sus propios hijos, que los ahoga en su seno. La sensación de cobijo que proporciona es ilusoria. No es un cobijo, es una prisión para el despierto que ve el mundo a vista de pájaro. Pero la nación histórica a diferencia del estado global es un bello espejismo. Es dulce contemplarla aunque sea de forma momentánea. Es un punto de partida y puede constituir un alto reparador en el camino de muchos. El estado globalista totalitario nos debilita, nos ningunea, nos anula. Nos quita las ganas de seguir nuestra marcha. Nos oculta y nos roba todo horizonte. Se ha convertido en un muro infranqueable que hay que derribar si queremos seguir nuestro camino al cielo. Nos lo quieren vender como el cielo que no se deja vender. Que sólo se conquista con el sacrificio, sobre todo el sacrificio supremo de un Dios.

El trauma de la expulsión de España intensificó el mesianismo judío. Un trauma cuyas repercusiones se sienten todavía, sus ecos aún reverberan. Abrió una herida no cicatrizada en la historia del pueblo judío. Se reiniciaba la diáspora. Tal era el arraigo del pueblo sefardita en Sefarad. Según algunos, ya no sólo se especulaba sobre la llegada del Mesías, sino que se obraba y maquinaba para que se produjera, para precipitar su llegada. Se consideraba inminente. Muchos estaban prontos a autoproclamarse como tales, pero fue Sabbatai Zevi el que se alzó con la ilusoria corona que no era desde luego de espinas. Sus seguidores se verían bien pronto obligados a refugiarse en las sombras si querían seguir reinando secretamente sobre todos. El mesianismo o milenarismo está sin duda detrás de la concepción marxista de la filosofía no como un medio de conocer la realidad sino de transformarla para precipitar el fin de la historia que es la obsesión febril de todos los milenaristas. Adelantar como sea el fin de los tiempos. Porque no se trata sólo de transformar la historia sino de acabar con ella. La historia se halla en constante transformación. La trasformamos todos con nuestras obras y nuestros pensamientos, aunque por supuesto nunca cambia al gusto de cada cual.

La expulsión de los judíos coincidió con el descubrimiento de América y la creación del imperio español y puede considerarse la causa de su derrumbe ocasionado por movimientos surgidos de la Cábala y sus febriles especulaciones. Es raro el libertador americano que no había frecuentado las logias, que no había codeado con la masonería que es todo lo contrario de una liberación. Con eso estaban sentando las bases para convertir a las nuevas repúblicas en colonias del estado global masónico, inmensamente más despótico que el imperio español; en uno de los diez reinos que más bien cabría llamar virreinos del reinado universal de Lucifer.

La obsesión por la pureza de la sangre en la España de los siglos XVI y XVII demuestra que el racismo anti judaico en la península era muy real. No sabemos hasta qué punto fue una consecuencia de la cerrazón y el rechazo radical a lo foráneo propio de una tierra vuelta sobre sí misma que se mira el ombligo como hacen todas las tribus. Una consecuencia del tribalismo y el casticismo recalcitrante que es un rasgo recurrente del carácter español. De ese temor de ser arrojado de la tribu por distinguirse mínimamente. por demarcarse de una ortodoxia que no es doctrinal sino atávica. Hay un cierto culto en España a la mediocridad y aún a la vulgaridad que deriva de ese miedo ancestral a la marginación Hay que decir, de todas formas, que también existe un racismo anti-gentil de antigua raigambre entre los judíos y no sabemos cuál alimenta a cuál.

En cualquier caso la doctrina cristiana no justificaba de ningún modo la expulsión de los judíos que se debió a un exceso de celo por parte de los Reyes Católicos o a cualquiera otra razón. Quién quiera saber cuál es la actitud correcta de un verdadero cristiano respecto de este tema que se lea la Epístola a los Romanos de san Pablo.

España es una invención de Roma prefigurada sin duda por su condición peninsular. Uno llega a preguntarse si las tribus ibéricas sabían que vivían en una península, si tenían una vaga idea de donde vivían. España es para muchos españoles poco más que su villorrio. Seguimos siendo en gran medida siervos de la gleba. La España cazurra es bien dura de moler. En los pueblos endogámicos a veces no hay sitio para todos, con frecuencia no hay sitio para nadie. En especial para aquellos que se distinguen o se quieren distinguir de los demás, sobre todo si se distinguen por naturaleza, y que se ven obligados a hacer las Américas que fue una empresa de condotieros deslumbrados por una quimera. América debería llamarse toda ella Amazonía, un nombre de fábula. A Argentina le cuadra llamarse Argentina. Si Roma inventó a Hispania, la conquista le dio por primera vez en su historia un carácter universal. Eso se lo debemos a los aventureros españoles que cruzaron el Charco y a los hispano americanos que son con frecuencia mucho más cosmopolitas que los peninsulares. Hay que añadir que la conquista de México, por ejemplo, no habría sido posible sin la colaboración entusiasta de los pueblos indios enemigos de los aztecas. O sea que en cierta forma los indios se conquistaron a sí mismos.

El descubrimiento de América y su conquista tiene un carácter onírico de sueño o de pesadilla. Es la gran novela de caballerías que deja a todas las otras en pañales. La ficción vuelta una realidad alucinante que la supera. La conquista no parece real, no parece histórica, parece un mito precolombino. Un reencuentro feroz con la mitad perdida del hombre con la que no acabamos de reconciliarnos. El indio americano nos interroga todavía, como diría Octavio Paz. Es el gran misterio, el gran arcano, la gran incógnita. En ellos quiso ver Antonio de Montesinos, un judío exilado de España, a las tribus perdidas de Israel. Daba comienzo con ello a una especie de “evangelización” judaica paralela. Un eco desfigurado y lejano de esta equívoco resuena en el mormonismo. Las tribus perdidas de Israel que están por todas partes mezcladas con los gentiles no llegaron a América antes que los españoles llegaron poco después, si es que no los acompañaron.

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En nuestro tiempo de descreídos la evangelización de América como justificación de la conquista les parece a muchos una burda coartada para la rapiña. Pero esa es su única justificación posible. Si el imperio español fue, como todo imperio, despótico, al menos no fue un imperio caníbal. El hombre ya no tenía fatalmente que devorar al hombre. Tenía el pan celeste y el vino celeste para alimentar una fe que puede hacer que se multipliquen los panes y los peces. En el cristianismo bien entendido tendrían los pueblos americanos un arma con la que podrían derrotar a todos sus adversarios, y sobre todo a uno. El peor. El más formidable.

El cristianismo está tan bien plantado y arraigado en América que siglos después Cesar Vallejo, un comunista, uno de los mayores poetas de América y el más humano entre los grandes, de humanidad gigantesca, llamaría a uno de sus mejores libros, “España, Aparta de mí ese Cáliz”. Pero el comunismo es un milenarismo de raíz cristiana devenido anti cristiano, es la secularización y la inversión satánica del cristianismo. Un milenarismo que quiere reemplazar el reino sobrenatural de Dios en la tierra por el reino natural o anti natural de un falso mesías con los rasgos de un ogro. Reinos que siempre entronizan a la Bestia que se disfraza de obrero tras un súbito ataque de falsa modestia. Que corona a ladrones y asesinos que luego momifica como se hacía con los faraones para fingir esa incorruptibilidad que confiere a veces la verdadera santidad. Es la falsa incorruptibilidad del corrupto. El comunismo con Vallejo que podía delirar y entregarse a sueños utópicos porque nunca vivió en un país comunista, parece que quiere re-cristianarse y des-secularizarse con su hambre cósmica de comunión fraterna. Pero para eso habría tenido que reconquistar un subconsciente secretamente vampirizado, colonizado. Su sombra desnutrida y hambrienta de reconciliación y pan terrestre o celeste parece que vagabundea todavía por un París desangelado sobre el que planeaba y planea la sombra de la guerra. A uno le hubiera gustado tomarse con él una copa de absenta en Montparnasse y entrevistarlo como lo hizo en una entrevista memorable Antonio Vilaplana. Un debate sublime que bien pronto ensordecería la metralla. El cristianismo sufre ahora en América y en todas partes su peor embate con el globalismo sabateo y masónico que es un milenarismo abiertamente satánico y por supuesto caníbal.

El mesianismo judío encontró un aliado improbable en el milenarismo “cristiano” que cundía por esas fechas en el norte de Europa, de hecho fue este último sin duda el que le sirvió de estímulo. La chispa que desató su enorme llamarada. Y digo cristiano con reticencia porque todo milenarismo supone un falso cristianismo.

El milenarismo cristiano se basa en una interpretación completamente descabellada de un enigmático pasaje del más enigmático de los libros del Nuevo Testamento: el Apocalipsis. No hay absolutamente nada en los Evangelios o las epístolas neotestamentarias que justifique la creencia de que Jesucristo regresará a la tierra para fundar un reino de mil años, o de duración larga e indefinida, en parte natural y en parte sobrenatural al final del cual los santos entrarán en el reino de los cielos y los perversos resucitados sufrirán la condenación eterna.

Ese reino milenario previo al Juicio Final del que se habla en el pasaje del Apocalipsis no puede sino desarrollarse en un plano ultraterreno allí donde quiera que residan los muertos antes de la verdadera resurrección. La resurrección “ primera” de justos y mártires sólo puede entenderse de forma figurada. No puede haber dos resurrecciones, para eso tendrían que volver a morir después de muertos, morir una vez más tras ser resucitados; y su reinado conjunto con el Mesías sólo puede ser en espíritu antes de la Parusía y la resurrección de todos los muertos. No creo que pueda derivarse otra interpretación de los Evangelios Sinópticos que hablan de un retorno fulgurante de Jesucristo que no cabe predecir y de un juicio sumarísimo.

El milenarismo contradice en nuestra opinión a los Evangelios que son su refutación radical y si no lo contradicen, los Evangelios lo contradicen los hechos. El reguero de sangre que siempre deja tras de sí, las matanzas que lo inauguran y lo clausuran siempre. El milenarismo que ya es perturbador en sí mismo porque siempre quiere imponernos el paraíso a la fuerza y pretende asaltar el cielo con violencia, deviene terrorífico cuando se vuelve abiertamente antinomista y se convierte en una apología desbocada del mal. Una tendencia que todo milenarismo lleva en germen como nos demuestra la historia, pero que algunas sectas llevan al extremo. Parece que desata a la bestia aherrojada en el Abismo. Es siempre obra de visionarios que se rebelan contra su condición mortal. Que quieren romper los límites de la condición humana por obra y gracia de la carne. Los griegos lo llamarían una Hibris. Es la criatura que se rebela contra su creador y quiere arrebatarle su cetro. Se trata de un mito tan antiguo como el hombre que encuentra en el cristianismo su formulación esencial, definitiva. Es curioso, pero parece que todas las herejías que acompañaron de forma marginal al cristianismo estallaron rabiosamente con la Reforma. Pero han sido marginadas todas por la peor que ha ocupado el centro de la escena. Una escena que es por supuesto una escena Rosacruz o como dicen los anglosajones una “Psy-op”. Una operación psicológica destinada a confundir y extraviar a la población.

Isaac Abranavel fue uno de los primeros en remover de forma intensa las expectativas mesiánicas de los judíos. Nació en Lisboa pero procedía de una familia oriunda de Sevilla de la que huyeron tras las persecuciones de 1391. Vinculado a la casa de Braganza, la represión de Juan II lo devolvió a Castilla. Un reino que abandonó definitivamente cuando se negó a convertirse tras el edicto de expulsión de los judíos cuya promulgación intentó vanamente impedir. En su figura vemos una constante del pueblo hebreo que resulta o resultaba extraña para nuestra mentalidad, el teólogo y el hombre de negocios en uno. Se trata de una alianza incómoda y peligrosa que ha culminado en la investidura postmoderna del banquero como sacerdote supremo. Se necesita una inmensa independencia de espíritu para sobrellevar una alianza semejante. “No se puede servir a Dios y al dinero”. Hay que decir, de todas formas, que el culto al dinero que abre todas las puertas menos una es la religión consciente o inconscientemente de muchos en todas partes. En eso lo judíos no constituyen ninguna excepción. La fiebre del oro es una afección universal.

Una poderosa conjunción de Júpiter y Saturno ocurrida en 1465 anunciaba en  opinión de Abranabel el advenimiento del Mesías judío. Existía efectivamente una tradición judía que vinculaba la aparición del Mesías con la conjunción de ambos planetas. Conjunción que se produjo, por cierto, como señaló Johannes Kepler, el año séptimo antes de Jesucristo.

Menasseh Ben Israel casado con una descendiente de Abranabel, siguió alimentando dicha expectativa con sus escritos y estimuló numerosos movimientos mesiánicos que culminaron en el falso mesianismo de Sabbatai Zevi que conmocionó a todo el pueblo judío. Nacido en Madeira, se refugió en la ciudad de Amsterdam huyendo de la Inquisición. Estudió con Moses Raphael de Aguilar, otro judío sefardita. En 1644, Menasseh conoció a Antonio de Montesinos, convencido como ya hemos apuntado de que los indios de los Andes de América del Sur eran descendientes de las diez tribus perdidas de Israel. Este supuesto descubrimiento dio un nuevo impulso a las esperanzas mesiánicas de Ben Israel, ya que se suponía que el asentamiento de judíos en todo el mundo era una señal que anunciaba la inminente llegada del Mesías.El milenarismo filo semita de numerosos protestantes ingleses animó a Menasseh a trasladarse al Reino Unido a fin de exhortar a las autoridades para que los judíos fueran readmitidos en el mismo, cosa que hizo no sin ciertos recelos. Aunque el recibimiento fue halagüeño y contó con el apoyo incondicional de Cronwell, las negociaciones se prolongaron y resultaron al cabo infructuosas, volvió cansado y arruinado a Amsterdam, una ciudad de la que la larga ausencia lo había desplazado. El retorno de los judíos a Inglaterra no sería al cabo un retorno triunfal como algunos esperaban. Fue un retorno de carácter extraoficial, laborioso que tuvo que vencer a lo largo de los años numerosos recelos y reticencias de muchos notables del reino.las negociaciones se prolongaron y resultaron al cabo infructuosas, volvió cansado y arruinado a Amsterdam, una ciudad de la que la larga ausencia lo había desplazado. El retorno de los judíos a Inglaterra no sería al cabo un retorno triunfal como algunos esperaban. Fue un retorno de carácter extraoficial, laborioso que tuvo que vencer a lo largo de los años numerosos recelos y reticencias de muchos notables del reino.las negociaciones se prolongaron y resultaron al cabo infructuosas, volvió cansado y arruinado a Amsterdam, una ciudad de la que la larga ausencia lo había desplazado. El retorno de los judíos a Inglaterra no sería al cabo un retorno triunfal como algunos esperaban. Fue un retorno de carácter extraoficial, laborioso que tuvo que vencer a lo largo de los años numerosos recelos y reticencias de muchos notables del reino.

La readmisión oficial de los judíos en Inglaterra era defendida con gran vehemencia por un número importante de cristianos ingleses, sobre todo los puritanos, deseosos de avanzar lo más rápidamente posible hacia el cumplimiento de las dos condiciones necesarias en su opinión para propiciar la ansiada Segunda Venida de Jesucristo: La dispersión de los judíos a todos los rincones de la tierra, anunciada según pensaban en las profecías del Libro de Daniel, y por otro, su conversión al cristianismo como preludio de su restauración o retorno a Israel. Los milenaristas cristianos creían que ambas condiciones se promoverían significativamente si se permitía a los judíos establecerse en el reino de Gran Bretaña.

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Otros protestantes especialmente los calvinistas defendían la readmisión de los judíos motivados por el énfasis que hizo la Reforma en leer la palabra de Dios en su idioma original. Para adquirir los conocimientos necesarios del idioma hebreo era preciso contar con la colaboración de algunos eruditos judíos. Cierto número de cristianos ingleses comenzaron a estudiar el judaísmo de cerca y adoptaron rituales judíos; algunos miembros de las sectas más radicales se convirtieron de hecho al judaísmo, los hombres aceptaron incluso circuncidarse.

Vemos pues que si numeroso cristianos protestantes abogaron por la readmisión de los judíos con el objetivo de convertirlos y precipitar la llegada del milenio, más bien fueron ellos los convertidos, y esto no es de extrañar porque el milenarismo cristiano supone en realidad la implantación de un reino “natural” terrestre que es a lo que aspira el mesianismo judío, por más que ese reino se suponga presidido por Jesucristo. Un reino que recuerda un poco, por cierto, al reino de Jauja.

Con la reforma el centro de atención se desplaza con frecuencia del Nuevo al Antiguo Testamento. El Nuevo no se descarta pero se obvia. La Nueva Alianza intimida con el compromiso que entraña de abandonar los caminos de la carne. Asusta o no se acierta a comprender la oferta y promesa de regeneración radical de la humanidad que conlleva que no cabe en entendimiento humano. Lo rebasa por todas partes.

Esta extraña simbiosis entre el mesianismo judío y el milenarismo cristiano daría lugar con el tiempo a la doctrina de la doble alianza, una para los judíos y otra para los cristianos, y la de un doble mesías, un mesías sacerdote y un mesías rey, así como a la herejía del dispensacionalismo que sostiene que la nación de Israel y la Iglesia de Jesucristo no forman un único pueblo de Dios, sino dos pueblos separados con profecías, promesas y destinos diferentes. Doctrinas ambas en franca contradicción con los evangelios y las epístolas de san Pablo al que numerosos protestantes han eliminado de un plumazo. O lo reverencian sin leerlo como hacen numeroso cabalistas con el Antiguo Testamento.

Los dos pueblos se superponen, pero no se funden, no convergen. Es como si uno extraviara al otro y discurrieran de forma paralela sin entremezclarse hacia un mismo destino incierto. No convergen, no se funden ni ellos ni sus doctrinas. Son como un matrimonio mal avenido en que los cónyuges no pueden vivir juntos ni separados y que tienen que comer aparte aunque habiten la misma tienda. La síntesis la realizaría luego entre bastidores el sabateismo. Si los dos pueblos no podían abrazarse en el culto a Jesucristo acabarían abrazados en el culto al Anticristo, que es a nuestro entender el culto secreto de las élites globalistas.

Estas doctrinas revelan en realidad un fracaso y un rechazo radical al pueblo judío al que simplemente se “acomoda” en la sociedad gentil sin abrazarlo, y eso sólo en muchos casos por interés, por la fortuna que puedan aportar que al cabo se traduce justamente en pobreza porque no nace de un imperativo moral o un impulso generoso y desprendido sino de un interés crematístico. Es un rechazo que abraza no sólo a las doctrinas sino a las mismas personas sea cual sea su fe secreta o manifiesta y que nace, no de la doctrina que se profesa, sino de un tribalismo excluyente que rinde culto exacerbado a la carne y a la sangre. La identidad de cada cual se reduce al cabo al gentilicio, al polvo del que venimos y al que vamos.

Es reveladora la suerte de los sefarditas refugiados en Inglaterra que se presentaban como católicos de origen español, lo fueran o no verdaderamente, y abrazaron el judaísmo abiertamente tan pronto como estalló la guerra con España. Un católico sefardita era un posible espía, un judío perseguido por los españoles encajaba mejor en la nueva situación. Pero esto no es exclusivo de los judíos, los pueblos abrazan con frecuencia el credo más conveniente en cada momento histórico y abandonan el suyo propio. Lo que no están dispuestos a abandonar tan fácilmente son sus convencionalismo y prejuicios como que los mamaron en su más tierna infancia, la edad en la que los árboles y las personas se tuercen o retuercen para siempre.

No resulta extraño que tantos judíos conversos volvieran a abrazar la fe de sus padres a la menor oportunidad. Habían comprobado con frecuencia en su propia carne que su conversión sólo despertaba recelos entre el vulgo. Se aceptaba al judío acaudalado simplemente por un interés mercenario, empezando por los reyes que los utilizaban con frecuencia como moneda de cambio en sus empresas de conquista.

Si los judíos no aceptaron a Jesucristo como Mesías hay que decir que la aceptación de los pueblos gentiles era a menudo parcial, minoritaria y tan relativa como la propia modernidad, para muchos es simplemente el crucificado. La resurrección que desafía las expectativas “naturales” del hombre, se obvia, se silencia. El resucitado espanta con frecuencia como espantó a la guarda del sepulcro cuyo silencio lo rabinos compraron con tanta facilidad.

Las especulaciones de Menasseh Ben Israel despertaron el interés de intelectuales como John Dury o Samuel Harblib. Ambos figuraron sin duda entre los artífices del célebre y fantasmagórico “Colegio Invisible” de inspiración Rosacruz y predecesor para muchos entre los que se encuentra el que esto suscribe de la Royal Society de Londres. Las peregrinaciones del protagonista del manifiesto de la orden tal y como se narran en el mismo no dejan lugar a dudas de que su autor estuvo en contacto con algún centro cabalístico del Cercano Oriente. Un dato de lo más relevante como se comprenderá a continuación. La invisibilidad del colegio invisible está en consonancia con el secretismo derivado del lenguaje críptico propio de la especulaciones herméticas que lo nutrían sin duda.  Secretismo que tenía una finalidad muy clara: servir de tapadera para todo tipo de doctrinas gnósticas de lo más peregrinas. Gnósticas y, por supuesto, anti cristianas.

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Es preciso señalar que el Hermetismo había penetrado ya solapadamente poco antes de la Reforma en el mismo Vaticano, de la mano y no podía ser menos de la dinastía de los Borgia.

Autores como Samuell Hartlib y John Dury no sé si pueden considerarse protestantes como afirman algunos. Desde luego no pueden considerarse cristianos. John Dury tradujo al inglés una obra anti trinitaria de Samuel Przypkowski que negaba la divinidad o la preexistencia de Jesucristo. Fue uno de los mayores representantes de la herejía sociniana que se extendió a finales del siglo XVI por Polonia y a la que numerosos estudiosos califican de “racionalista”. Que se considere como racionalista al Socinianismo sólo indica que la cábala estaba ya reemplazando por esas fechas al Nuevo Testamento como marco de referencia para explicar la realidad o el mundo.

Cada época califica de racional o razonable aquello que mejor encaja con los presupuestos religiosos que le sirven de fundamento; la preexistencia de Jesucristo no resultaba razonable para un cabalista, la sacralidad de los textos del Antiguo Testamento considerado como una especie de talismán milagroso sí. Que el universo se originase a partir de la explosión de una partícula o una mónada, por ejemplo, no resultaría muy razonable a un aborigen de Australia; tampoco le resultaría una idea muy ingeniosa o brillante, y desde luego no tiene nada de poética. En cambio la teoría que defiende la existencia de un ser minúsculo e invisible, dotado de un poder inconmensurable, que puede cambiar de forma o naturaleza de forma instantánea y ocasionar todo tipo de males y dolencias le resultaría muy razonable a un hechicero o una bruja.

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La religión es el prisma a través del cual se ve todo. Un prisma que aguza la visión o la deforma. Una cosa está muy clara. En menos de cien años, la Reforma había tenido como resultado la disolución del dogma cristiano en numerosos puntos críticos o neurálgicos de Europa.

Aunque no disponemos de pruebas concluyentes que indiquen que la Cábala influyera directamente en Lutero su defensa a ultranza de la interpretación libre y personal de la Biblia seguía el ejemplo de los cabalistas que llevaban mucho tiempo practicándola. La Cábala y el Hermetismo fueron probablemente el fermento de la Reforma. El subsuelo o trasfondo psíquico del cual nació, por así decirlo. Aunque Lutero afirmaba que el hombre no necesita intermediarios para interpretar la Biblia porque es muy fácil de entender; la historia se apresuró a quitarle la razón. La Biblia se interpreta de forma muy diversa y eso ha dado lugar a terribles y cruentas batallas; batallas que él mismo presenció. No pasaría mucho tiempo antes de que pudiera comprobar lo sumamente incorrecta que era dicha afirmación. Pocos años después de que clavara sus célebres 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, estalló la trágica revuelta de los campesinos alemanes que supuso una interpretación particular de las Sagradas Escrituras que probablemente era más correcta que la suya y sin embargo suscitaron su más enconada condena. Como era de prever la única interpretación personal correcta de la Biblia era para Lutero la suya propia.

Hay un pasaje del cabalista Isaac Luria, el fundador de la Cábala Luriana y uno de los padres fundadores de la modernidad al que no se le concede el crédito que merece, que podría explicar ese énfasis que hicieron algunos reformadores o reformistas en una interpretación libre y personal de la Biblia.

De acuerdo con Luria cada palabra de la Torá tendría seiscientos mil rostros o sentidos posibles, un sentido diferente y exclusivo para cada uno de los hijos del pueblo de Israel reunidos al pie del monte Sinaí. Cada rostro se volvió por así decirlo a uno solo de entre ellos; solo él estaba en situación de verlo y descifrarlo. Cada hombre tendría pues, por así decirlo, su propio acceso personal e intransferible al sentido de la Revelación. Y no cabría hablar de una interpretación canónica para todos.

A esta idea tan peregrina, si bien sugerente, hay que responder con contundencia que es posible que la Biblia o la Torá contuviera seiscientas mil interpretaciones correctas, pero también contendría seiscientas mil interpretaciones incorrectas que conducen directamente al infierno o, para expresarlo de forma más hebraica, al Seol o a la Gehena. Y la llave o la clave de una interpretación correcta residiría en la firme voluntad de darle la cara a Dios o de darle la espalda.

La Cábala en realidad es en gran medida una trampa. Es preciso conocerla porque constituye el equívoco fundamento invisible de esa construcción fantasmagórica que es la modernidad que ha reemplazado la piedra angular de Jesucristo por la piedra filosofal del Hermetismo, o sea: el Anticristo. Pero hay que entrar en ella con mucho tiento a fin de no perderse, porque es como una tela de araña que enreda al incauto o como uno de esos espejismos que atraen al caminante que yerra por el desierto y lo extravían para siempre con su esplendor. Sus cientos de voces semejan el canto de las sirenas que no hay que escuchar o hay que escuchar atado a un mástil. No es ningún secreto que la Cábala está completamente permeada por la gnosis como lo demuestran sus especulaciones acerca de los eones masculinos y femeninos, el pleroma, el árbol de las almas, o acerca de la doble Sophia concebida como hija y esposa y descrita en términos análogos a como se describe la Shekhiná de los cabalistas.

Los arcontes de los siete cielos planetarios a los que se refieren con frecuencia los gnósticos son reemplazados en la Cábala por los porteros situados a derecha e izquierda de la entrada a la sala celeste. En ambos casos el alma necesita una contraseña, un nombre secreto grabado en un sello mágico que tiene la virtud de alejar a los demonios y ángeles hostiles. Ésta es, por cierto, una creencia inmemorial que existía ya en el Antiguo Egipto que sin duda fue reelaborada por gnósticos y cabalistas. Todas estas teorías hacen las delicias de los intelectuales modernos simplemente porque no existe un credo que fomente de forma tan intensa la egolatría como lo hace el credo gnóstico. La reelaboración caprichosa y constante de las formulaciones previas a que pueden entregarse los intelectuales gnósticos modernos resultan al cabo monótonas y no excluyen por supuesto las más acaloradas disensiones o las excomuniones fulminantes con las que se descalifican unos a otros.

La Cábala es sumamente compleja y precisa de un estudio profundo, pero algunos de sus postulados nos llaman poderosamente la atención porque explican nuestro tiempo; como aquel pasaje del Zohar que reflexiona sobre los versículos del capítulo doce del Génesis y que puede dar una idea de lo peregrinas que pueden ser a veces las exégesis cabalistas de la Biblia. Está muy claro que la cábala ha conquistado el corazón del hombre, que lo ha perdido, por consiguiente. El corazón era la sede según los antiguos hebreos del pensamiento. La sede se trasladó con la era moderna como era de esperar al cerebro convertido en una fábrica dedicada a la producción incesante y en serie de todo tipo de psicópatas. Los antiguos tenían por supuesto razón, porque el pensamiento lo mueve la voluntad y los afectos cuando no la pasión. Aunque hace bastante tiempo que al pensamiento parece que sólo lo mueve ya la bilis.

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Las palabras que Dios le dirige a Abraham y de acuerdo con la cuales le conmina a abandonar su país, su patria y la casa de su padre son interpretadas por el autor o autores del Zohar no cómo el mandato de aventurarse en el mundo, sino de aventurarse en sí mismo. En esta descabellada identificación del mundo exterior con el ego interno del hombre nos parece ver presagiada como si fuera un mal presagio a toda la modernidad para la cual el mundo no es más que una proyección delirante del ego. Pero el mundo es muy real por más que sea transitorio y no se puede confundir con el yo. Es su mismo horizonte. No nos encontramos demasiado lejos de la concepción moderna y blasfema de Dios como una invención o fabulación del hombre. Como una mera proyección de sus temores y aspiraciones o anhelos. En esto como en otras tantas cosas la Cábala nos parece una inversión radical del Antiguo Testamento.

Que la cábala no constituye en realidad una exégesis de la biblia y no pretende proporcionar una interpretación correcta de la misma no lo indica el propio Scholem en su libro fundamental “La Cábala y su Simbolismo”.

La cábala establece que la Torá y el nombre de Dios son lo mismo, pero si bien para algunos cabalistas esto significaba simplemente que la Torá o el Pentateuco eran idénticos a la sabiduría de Dios o constituían un aspecto parcial de dicha sabiduría, otros sostenían opiniones menos ortodoxas. Al cabalista español, Joseph Gikatila le debemos una de las variantes más influyentes de dicha teoría según la cual la Torá no es en sí misma el nombre de Dios, sino una explicación del nombre de los nombres. Es decir del Tetragramatón o el nombre de YHWH que era para la tradición judía el único y verdadero nombre de Dios. Para Gikatila la Torá fue entretejida a partir de dicho nombre. Toda la Torá constituye en su opinión un tejido de epítetos divinos, y estos epítetos, a su vez, se tejen a partir de los diversos nombres que son variaciones del Tetragramatón y dependen de él.

Para Gikatila el nombre YHWH, los otros nombres de Dios y todos sus apelativos o epítetos pasaron por una serie de permutaciones y combinaciones de acuerdo con las fórmulas establecidas por los talmudistas hasta que tomaron finalmente la forma de las oraciones hebreas de la Torá. Los iniciados, que conocen y comprenden estos principios de permutación y combinación, pueden retroceder desde el texto y reconstruir la textura original de los nombres.

El mismo Scholem confiesa que esta concepción de la Torá como una tela entretejida o hilvanada con los nombres divinos no aporta ninguna contribución a la exégesis o interpretación concreta de los textos sagrados. Se trataba, más bien, de un principio que el califica de místico y que desvía la atención humana de cualquier significado específico. Es sumamente preocupante que semejante conclusión no preocupase lo más mínimo a los cabalistas como él mismo afirma. Para ellos, el mero hecho de que Dios se expresara a sí mismo, aún cuando dicha expresión se encuentre fuera del alcance de la percepción humana, es mucho más importante que cualquier «significado» específico que pueda transmitirse. Todas las interpretación humanas de la Biblia constituyen en suma aproximaciones insignificantes al “sinsentido” absoluto que es la revelación divina.

No sé si fue Scholem el primero en emplear el concepto de nihilismo místico de acuerdo con el cual toda autoridad y las normas que de ellas se puedan derivar se rechaza en nombre de la iluminación o experiencia mística cuyo expresión más alta implica la disolución de todo magisterio, toda ley y toda forma.

Hay que repetir una vez más que para Scholem este supuesto encuentro del místico nihilista con la infinitud de Dios y la conciencia que aporta de la nadería del hombre y del mundo no se traduce en reverencia y en un sometimiento absoluto a lo Absoluto, sino en la reafirmación de la persona del místico que se desentiende de Dios y establece su propia ley y sus propios criterios de valor maximalistas. De ahí a la exaltación del mal de los sabateos antinomistas sólo hay un paso.

De ese “sinsentido” que es Dios o su palabra, o más bien de esa experiencia directa de su infinitud que constituye la esencia de toda verdadera experiencia mística y que se refleja en manifestaciones poéticas por medio de las cuales sus autores pretenden comunicarnos bellamente que toda experiencia sobrenatural es en última instancia incomunicable, se deriva de forma abusiva la renuncia a hacer una interpretación correcta de la Biblia, (aunque sólo sea una entre muchas posibles), y a considerar al propio místico como la única autoridad legítima. El “místico” nihilista no se rinde ante la majestad divina y somete su voluntad a la suya sino que reafirma la suya propia. Su ego soliviantado se agiganta.

Hay a nuestro entender en algunos cabalistas una obsesión por apropiarse el verdadero nombre de Dios a fin de utilizarlo como si fuera una fórmula mágica que les confiera un poder absoluto y someta la voluntad divina a su arbitrario arbitrio.

Esta obsesión con descubrir el verdadero nombre de Dios, el nombre de los nombres, es tanto más llamativa si reparamos en que Jesucristo confesó a sus discípulos como nos relata el evangelio de San Juan en un pasaje crucial del mismo, que él era el nombre de Dios, que les había dado a conocer su nombre a los hombres (y no hay que olvidar ,por otra parte, que el nombre es sinónimo de la persona en las lenguas semíticas), y que por tanto, no es preciso buscar más lejos ni entregarse a todo tipo de cábalas para descubrirlo. El mismo nos lo revela sin ambages en el último Evangelio. Pero no creo que sea preciso recordar que todo el judaísmo posterior a la destrucción del templo no extraña más que su negación, su rechazo. Fue ese rechazo el que originó la eterna deriva o peregrinaje hacia ninguna parte del pueblo judío al que nos hemos sumado todos desde el comienzo de esa modernidad que no se termina nunca de acabar, está siempre en crisis porque ella misma es la crisis. La crisis que deriva de la eterna crítica y rechazo de la palabra de Dios del que se reniega, entre otras cosas por obligarnos a peregrinar por este mundo cada vez más fantasmal o infernal.

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Quizás resultaría oportuno aquí sacar colación a un autor como Mircea Eliade y el énfasis que hace en el concepto de “lo sagrado” que prefiere al de “lo santo” sobre el cual se explayó Rudolf Otto en un libro memorable. Quizás porque el concepto de lo sagrado es sumamente ambiguo; incluye lo divino o angélico y lo demoníaco y abraza a toda experiencia sobrenatural sea del signo que sea y sirve en última instancia para justificar cualquier credo.

Lo mismo podría decirse quizás acerca de su preferencia por el término Hierofanía que supone una manifestación de lo sagrado frente al más restrictivo de Teofanía o manifestación divina.

De este nuevo enfoque de la experiencia religiosa procede sin duda la ambivalencia que ha adquirido en nuestro tiempo todo lo relacionado con la mística que si antes sólo designaba la fusión o el encuentro inefable con la divinidad suprema ahora parece aludir a cualquier experiencia sobrenatural ya sea execrable o sublime. Al suprimirse todo valor y toda norma cualquier experiencia sobrenatural resulta legítima aunque suponga una abierta incursión en la esfera de lo satánico.

Sin duda la interpretación correcta de la Biblia o la palabra de Dios sólo la concede su Espíritu que sopla donde quiere, pero que dudamos mucho de que lo haga en una sola dirección. La interpretación correcta de la Biblia sólo puede ser la labor conjunta de una asamblea de sabios o de justos divinamente inspirados y la consecuencia de dicha interpretación sólo puede ser la concordia y no la discordia de los fieles, que es lo que reina desde hace siglos sea quien sea el responsable o los responsables de la misma.

En pensadores o historiadores de la religión como Mircea Eliade o Scholem, a los que de ninguna forma queremos negar su mérito, vemos una clara tendencia a considerar todas las religiones y sectas como equivalentes, como una especie de sub género literario, fruto como los otros del intelecto humano y que se juzgan simplemente de acuerdo con el ingenio que despliegan o la adhesión que suscitan. O sea: el éxito que cosechan entre la población. No nos extrañaría nada que los líderes religiosos se presentarán dentro de poco como candidatos al premio Nobel de literatura. Desde el triunfo de la modernidad vivimos o sobrevivimos sojuzgados bajo la férula de la más absoluta veleidad.

Poco judíos deben de quedar ya que crean en un Dios todopoderoso y omnisciente. Y lo mismo puede decirse de los gentiles. Los que piensan que el judaísmo consiste simplemente en considerar como divinamente inspirados los textos del Antiguo Testamento y en el rechazo del Nuevo se equivocan completamente. Eso es lo propio de una rama muy minoritaria del judaísmo: la de los Caraítas Un gran número de judíos engrosan las filas del Judaísmo Reformado o del Conservador; ambos movimientos consideran los textos del Antiguo Testamento obra del ingenio humano y niegan que sean fruto de la revelación divina. Ambos son más o menos coetáneos con la Ilustración y nacen sin lugar a dudas de la misma fuente. Los primeros rechazan la autoridad de la Torá y la ley mosaica y retienen sólo lo que ellos consideran los valores universales del judaísmo sean éstos cuales sean. Los segundos consideran que es preciso conservar el ceremonial, los ritos y las normas de la Halajá, el conjunto de reglas religiosas derivadas de la Torá escrita y oral, es decir: el Talmud y la Mishná, y eso simplemente para preservar la identidad del pueblo judío y garantizar su cohesión. Los judíos ortodoxos conceden mucha más importancia a la tradición oral contenida en el Talmud y la Mishná que al mismo Pentateuco y el resto de los libros del Antiguo Testamento. Los judíos jasidicos, por último, son una rama que procede directamente de la cábala. De hecho, puede afirmarse sin ambages que el judaísmo ha dejado de ser una religión y sólo puede entenderse como una tradición familiar que pasa de padres a hijos. Son judíos aquellos que nacieron de padres que se consideraban judíos significase lo que significase dicho término en cada lugar y en cada comento histórico. Esto se revela en las dificultades que encuentran los dirigentes del estado de Israel a la hora de definir en qué consiste exactamente ser judío. No sabemos si darán algún día con una definición convincente. Esa dificultad es la misma que encuentran a la hora de definir su dogma con precisión.

El jasidismo podrían considerarse la rama más moderna del judaísmo, pues la era moderna tiene su origen en la Cábala y es decidida y rabiosamente cabalística; la vestimenta de los rabinos jasídicos despista un poco sin embargo, y hace que parezcan los miembros de una tribu extrañamente arcaica y exótica aferrada a su folclore y sus tradiciones milenarias. Pero lo cierto es que toda la modernidad puede considerarse una especie de atuendo muy vistoso que encubre una serie de creencias ancestrales más o menos remozadas. Su renovación constante es completamente superficial o epidérmica y se limita a cambiar el hábito de sus fieles que se hacen la ilusión de estar siempre de moda o a la última. Cambia de piel con cada temporada, ya sea la de primavera-verano u otoño-invierno.

El judaísmo que conforme se expande y confunde con la gentilidad y la permea más y más pierde su identidad y se desintegra, se ha convertido en la vaca sagrada en occidente una vaca sagrada cada vez más gorda lo cual conlleva una época de vacas flacas para todos.

Tras siglos de convivencia entre judíos y gentiles parece que un pueblo se ha convertido en la imagen invertida del otro en el espejo y que derivan o discurren de forma paralela en una misma dirección, pero sin encontrarse nunca como no sea en el abrazo criminal y cómplice del sabateismo que es la religión encubierta de la élites de todos los credos y todas las razas.

Cuando la adhesión al dogma no deriva de una fe firme y sólida sino del miedo a la exclusión o al anatema se acaba por exaltar la célebre fe del carbonero y por condenar al pensamiento mismo porque se considera que conduce a la herejía y al error; se acaba por exaltar la bestialidad y el cretinismo y la adhesión al cristianismo se reduce al hecho de comer cerdo o a no comer carne en cuaresma. Pero con una forma de pensar tan simple uno corre el riego de acabar convertido en aquello que come. Esto es una simple reacción impotente ante la modernidad triunfante. La modernidad que comenzó por cuestionar el credo cristiano, eso es en realidad lo que la define verdaderamente, acabó por negar la existencia de Dios y la posibilidad misma de alcanzar la verdad. La posibilidad de comprendernos unos a otros, de que se produzca un entendimiento mínimo. Un común denominador de la humanidad.

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Pensar que el pensamiento conduce inexorablemente al error es el mayor error en que se puede incurrir y es una consecuencia del presupuesto moderno de que la verdad no existe o es inalcanzable para el intelecto. Todo pensamiento deviene inexorablemente una fuente de falacias o de sofismas, en una especie de gratuita masturbación mental. Son incontables los fieles y sacerdotes cristianos que parece que callan por no pecar, por no incurrir en la herejía y el error, y la herejía, a causa de su silencio, ha terminado por entrar en la iglesia por la puerta grande, se ha sentado en el trono de san Pedro desde donde pontifica y desbarra de la forma más banal. La triste realidad es que tras años de propaganda gnóstica numerosos fieles y sacerdotes se avergüenzan de los Evangelios que proclaman sotto voce, a puerta cerrada, por cobardía o por miedo al ridículo, que es el más ridículo de los miedos.

La banalidad ha acabado por convertirse de todas formas en patrimonio universal de la humanidad porque el pensamiento que comenzó por cuestionar el credo imperante en Occidente ha acabado por cuestionarse y condenarse a sí mismo. No consiste más que en el arte de complacer al tirano que sólo se complace en las bufonadas cada vez menos ocurrentes de sus súbditos siempre que no lo cuestionen o escarnezcan. Un arte que se vende al mejor postor.

Hace no mucho un rabino declaró que la Cábala evoluciona o progresa indefinidamente gracias a las interpretaciones erróneas de los estudiosos de la misma. Progreso y evolución son dos conceptos clave del pensamiento moderno que descifran su sinsentido o un sentido postergado indefinidamente. Se revela aquí una especie de resignada renuncia o una alarmada aversión a proporcionar una interpretación correcta de cualquier texto y en especial de los textos sagrados aunque sólo sea adecuada para determinado momento histórico. No hay más que interpretaciones peregrinas. Un errar por el desierto del sinsentido de ninguna parte a ninguna parte.

De aquí procede sin duda escuelas de pensamiento como la originada por la teoría de la Deconstrucción que deriva textos infinitos de cada texto, todos ellos de igual valor o igualmente carentes de valor alguno, ya sea un fragmento de la Biblia o una simple humorada: el chiste simplón y chabacano de algún bromista beodo. No existen interpretaciones correctas de nada y el diálogo entre los hombres es imposible, todo es un monólogo desternillante o un coloquio de locos atrapados en su verborrea disparatada.

Es lamentable, pero está muy claro aunque nadie lo admita que la incognoscibilidad de la verdad se ha convertido en el nuevo dogma en todas las universidades, incluidas las católicas, en las que el nombre de Dios está proscrito bajo pena de excomunión es decir: de expulsión. Es una vieja superstición, un prejuicio, que no tiene cabida en los supuestos centros del saber donde se proclama de forma implícita que todo saber es imposible. Es una empresa vana aspirar a él. No es de extrañar que hayan acabado todas subvencionadas por los fondos financieros buitres. O sea: con el dinero robado a los demás.

No hace mucho un intelectual como Umberto Eco, uno de los más ilustres representantes de la ciencia de la semiótica, dedicada al estudio concienzudo del lenguaje, hizo la alarmante declaración de que la verdad es fascista. Si la verdad es fascista, la mentira que es ¿comunista? Es liberal. Como lo demuestra el hecho de que los liberales o sus herederos están intentado imponer la más espantosa tiranía totalitaria disfrazada de emergencia sanitaria en todas partes y estén acabando en el nombre de la salud (como ya hicieron los revolucionarios franceses con su Comité de Salud Nacional) con todas las libertades.

El lenguaje se vuelve al cabo un laberinto que oculta la realidad a los hombres. Los nombres siempre designan otros nombres nunca remiten al mundo que se considera incognoscible o cuya realidad se cuestiona y no se puede escapar del lenguaje concebido como trampa sin salida.

A todos los que piensan de esta forma habría que repetirles lo que respondió Confucio cuando le preguntaron cual era la finalidad del lenguaje: “La finalidad del lenguaje es decir la verdad”. Algo que para un pensador moderno o para la moderna ciencia de la semiótica es imposible.

Cuando no incurre en lo que para un cristiano ortodoxo no puede ser sino una blasfemia la cábala contiene teorías sugestivas como aquella del santo oculto que recoge una antigua tradición del Talmud según la cual existen en cada generación 36 justos que constituyen algo así como los pilares secretos del mundo que los ignora completamente simplemente porque no es digno de ellos. Es precisamente su anonimato lo que les permite obrar sin las ataduras que conlleva toda función pública. Los santos ocultos recuerdan a lo sabios desconocidos del taoísmo aunque no tenga mucho que ver, sabios desconocidos no porque se oculten voluntariamente sino porque presagian y evitan el mal antes de que este ocurra y sea percibido por el resto de los hombres. Dichos sabios serían como los médicos que curan a la humanidad en salud y por eso nadie los conoce. Pero los justos del misticismo judío sustentan el mundo, incluso cuando ya ha estallado el mal, en medio de la confusión y la discordia y prevendrían por así decirlo su completa aniquilación. Podrían considerarse algo así como las primicias de un consenso futuro universal cuando al fin se revelen completamente los arcanos de Dios.

Al parecer no se especifica la confesión de dichos justos. Uno se ve tentado de considerarlos cripto cristianos o cristianos que lo son secretamente, no porque se escondan u oculten sino porque el mundo no puede, ni quiere verlos cegado como se encuentra por la polvareda que levantan sus odios y sus banderías. No los oye, no quiere oírlos, permanecen marginados, silenciados y pasan desapercibidos para todos. Serían los ninguneados que sostienen el mundo con su sacrificio y la adhesión insobornable a sus principios. Pero, por supuesto, esto no es más que una simple hipótesis. O una teoría peregrina más.

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