Detrás del deseo de no dar a luz a los hijos está la mayor impugnación de las nuevas generaciones contra esta sociedad obscena
Por Diego Fusaro
Leemos en «La Stampa» de Turín que el 51% de los jóvenes de dieciocho años está en contra de la idea de tener un hijo. «Pídanos cualquier cosa menos tener hijos», titula apropiadamente el diario Savoy a este respecto. Sin embargo, si tuviéramos que intentar buscar un titular diferente, no cabe duda de que el siguiente podría ser el adecuado: «La peor juventud», aunque en realidad gran parte de la responsabilidad está ligada a esta obscena sociedad de la precariedad, de la disminución de las expectativas y últimamente también de los confinamientos.
En el fondo, lo que determina esta situación, a caballo entre lo trágico y lo cómico, de los jóvenes que no quieren saber cómo tener hijos, no es sólo su nihilismo, tema sobre el que Umberto Galimberti se ha detenido largamente, en la estela de Nietzsche. Por supuesto, también está el componente del nihilismo: los valores, las esperanzas ideales se han evaporado, dejando espacio al invitado más inquietante, como lo llamó Nietzsche, es decir, ese nihilismo que ahora ha extendido su cono de sombra sobre el conjunto. Y que ha transformado a Occidente en un desierto desolador y lúgubre.
Además, e inextricablemente unido a él, está el tema de la obscenidad objetiva de la civilización mercenaria de la que somos habitantes, y que revierte, sobre todo, en los jóvenes sus consecuencias más vergonzosas y dañinas. Las nuevas generaciones son colonizadas por el desierto nihilista porque se proyectan objetivamente en un desierto nihilista, en un paisaje en el que triunfa la nada, tachonado de sinsentidos y asimetrías, de explotación y de futuro desierto, de presente eterno y de pasiones tristes, como las llamaríamos con Spinoza, que van de la desesperación al terror, del desencanto a la resignación.
En efecto, ¿cómo se puede querer traer hijos al mundo en una época como la nuestra, que ha convertido el futuro en algo mudo y las expectativas en algo intrínsecamente mortificante? ¿Qué idea de esperanza, qué sueño puede animar la vida de un joven de hoy, que ya sabe que ha crecido hasta la humillación de la precariedad y la explotación, de la expatriación y de la ausencia de un lugar fijo en el trabajo, en el mundo y más generalmente en la vida? ¿Qué decir de los encierros con los que, desde hace más de un año, se ha destruido literalmente la sociabilidad de las nuevas generaciones, condenadas a una vida que ya no es vida y que se configura cada vez más como un encierro indecible?
Tener un hijo, lo sabemos, es el gesto con el que la vida dice sí a la vida, el acto de amor supremo a la existencia, a la humanidad, al ser; el acto con el que decimos sí a la vida intentando sobrevivir a la muerte o como diría Platón sustituyendo el ser que envejece por el nuevo que sobrevivirá. El hecho de no tener más hijos y, sobre todo, de no querer tenerlos conscientemente es la prueba más trágica de que la esperanza ya no existe, de que el desencanto reina en todo el horizonte, de que nuestros hijos están condenados y lo saben. La condena también radica en que se les hace cargar con una culpa que no es suya y por la que se ven obligados a pagar las consecuencias. En definitiva, detrás del deseo de no traer niños al mundo está la mayor j’accuse [impugnación] de las nuevas generaciones contra esta sociedad obscena e inhumana.
Texto original publicado en italiano en https://www.affaritaliani.it/blog/lampi-del-pensiero/culle-vuote-la-colpa-del-precariato-e-della-societa-nichilistica-748223.html . Traducido para Tradición Viva por Carlos X Blanco.
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