Entre los tesoros con que se deleita y fortalece el cristiano, y se arma y defiende el hombre de Occidente figura, como uno de los más valiosos y valederos de forma perenne, el tesoro de la filosofía tomista. En España, patria enorme de grandes escolásticos, deberíamos volver una y otra vez al Aquinate y a todos cuantos bebieron del enorme venero tomista, para calmar así nuestra sed y apagar nuestros incendios, pues son muchos y ya nos abrasan.
Hay grandes sabios hispanos que de la mano de Tomás nos pueden enseñar y fortalecer, tanto en el terreno de la fe como en el del conocimiento racional. Suárez, Balmes, fray Zeferino…
Hoy le tomo la mano a éste último maestro, como pupilo que antaño anduvo muy perdido, pues vagué entre selvas materialistas; hoy en cambio me deleito con lecciones tomistas. Aquí y ahora leo y transcribo, de asturiano a asturiano, para todo lector en español, sus muy sabias indicaciones muy aptas para comprender mejor a Santo Tomás y ayudar, acaso, a otros.
Su obra, La Filosofía de Santo Tomás [en este artículo LFST], o Estudios sobre la filosofía de santo Tomás, por el M. R. P. Fr. Zeferino González, del sagrado orden de predicadores, catedrático de sagrada teología en la Real y Pontificia Universidad de Manila, Manila, 1864, se presenta en tres volúmenes. Del tercero de ellos recogemos las citas.
Contra el idealismo.
Comencemos contrastando a dos gigantes, a Tomás, cuyo realismo es denostado por tantos y tantos hoy. A Kant, cuyo idealismo y cuyo sentido del a priori se toma como cima de la “modernidad”
Aparentemente, hay coincidencias entre Kant y Santo Tomás, pero también existen diferencias enormes:
“[Kant] Ha distinguido, es verdad, el orden sensible del inteligible; ha reconocido dos facultades primitivas en nuestra alma, sensibilidad y entendimiento; ha señalado la línea que las separa, encargando con solicitud que no se la borre ya más; pero en cambio, ha reducido el mundo sensible a un conjunto de puros fenómenos, explicando el espacio de tal manera, que es muy difícil evitar el idealismo de Berkeley; y por otra parte, ha circunvalado el entendimiento, impidiéndole toda comunicación que se extienda más allá de la experiencia sensible, reduciendo todos los elementos que en él se encuentran a formas vacías que a nada conducen cuando se las quiere aplicar a lo no sensible, que nada pueden decirnos sobre los grandes problemas ontológicos, psicológicos y cosmológicos; […], [LFST, p. 258].
Para Santo Tomás, “la extensión es una condición necesaria y como la base general de las modificaciones corpóreas y sensibles” [LFST, 259]. No se trata, pues, de un a priori, de una estructura formal y vacía, apta para ser rellenada con datos empíricos. Es condición sustentante y plenamente objetiva. No hay en el Aquinate un subjetivismo. Santo Tomás “había enseñado acerca del espacio o extensión como condición objetiva de la sensibilidad”, mientras que para Kant: “…entendió el espacio o extensión como forma subjetiva y condición a priori de la sensibilidad” [LFST, p. 260].
En el Santo Doctor no existe fisura alguna para colar el idealismo. Cuando hace referencia a las ideas (intelectuales) dice: “Las ideas intelectuales de que se sirve la inteligencia para ponerse en contacto con los objetos, no son lo que ésta percibe directa o inmediatamente…” [LFST, p. 261]. Si estas ideas fueran inmediatamente captadas, la realidad quedaría como secundaria y las ideas se erigirían en mediadoras imprescindibles para alcanzar una realidad de la que andamos los hombres desconectados. Pero son las ideas intelectuales las secundarias: “…ellas sólo son conocidas secundariamente y por reflexión, en cuanto el entendimiento, después de haber percibido un objeto cualquiera, tiene la facultad de volver sobre sí mismo y tomar como objeto el acto directo y las condiciones que lo acompañan” [íbidem].
¿Cuál es el objeto del entendimiento? La realidad y sólo la realidad. Si no hubiera acceso a la realidad salvo por vía de un acceso inmediato e imprescindible a las ideas, triunfaría el idealismo y la realidad misma quedaría rebajada a la condición de idea o sistema de ideas. Dice Santo Tomás (citado por Fray Zeferino en LFST p. 262, a partir del De Anim. Lib. 3º, Lec. 8ª):
“Pues es evidente, que las ciencias se refieren a las cosas mismas existentes fuera del alma, y no son acerca de las especies o ideas inteligibles. De donde se infiere evidentemente, que el objeto del entendimiento no es la idea de la cosa entendida, sino su naturaleza misma real”.
La ciencia se sirve de las ideas, pero su objeto no es la idea. El entendimiento percibe las ideas intelectuales (especies), pero no se engolfa en ellas. Las ideas nos llevan al objeto, están al servicio del entendimiento que las alberga para conducirnos a ellas. El rechazo kantiano de la intuición intelectual es otro punto importante de separación entre el filósofo alemán y el Santo Doctor. Para Tomás, hay un conocimiento perfectamente intuitivo-intelectual en el propio Dios: “El conocimiento que Dios tiene de sí mismo, es un conocimiento perfectamente intuitivo” [LFST, p. 265]. Pero es que, además de Dios, el ángel e incluso el hombre poseen la capacidad de la intuición intelectual. El hombre, como criatura racional, conoce por pasos, de manera mediata o discursiva muchas cosas que el ángel no necesita conocer así, trabajosamente, por decirlo de algún modo. Pero de esta comparación, de la cual salimos mal parados los humanos, no se debe extraer la conclusión de que ninguna intuición intelectual inmediata hay en nosotros. El hombre posee una intuición inmediata de los actos de su propio entendimiento, así como una intuición mediata de la esencia o sustancia del alma, en cuanto presente en nuestro entendimiento [LFST, p. 268]. Cuando la mente humana se dispone a conocer, y conoce las cosas de hecho, hay intuición de cada uno de los actos intelectuales y hay intuición del alma que realiza esos actos.
La idea o especie.
Estamos hablando de la idea o especie inteligible pero ¿qué es? ¿Qué entiende Santo Tomás por tal?:
“…la idea, species intelligibilis, no es la cosa conocida, sino aquello mediante lo cual la inteligencia conoce el objeto poniéndose en contacto con él; y por consiguiente que las ideas no se confunden ni se identifican con el objeto. La idea puede llegar a ser también objeto del entendimiento: id quod intelligitur; pero como objeto secundario y de reflexión, es decir, en cuanto el entendimiento después de haber conocido el objeto a que se refiere la idea, puede en virtud de un acto reflejo tomar como objeto el acto directo y la idea”. [LFST, p. 217].
Véase en Santo Tomás: Sum Theol 1ª p. Q. 85, art. 2. No es cierto que la mente humana quede encerrada en sus propios actos o producciones. Tal noción, conocida como solipsismo, es rechazada por el Aquinate de manera contundente. Si cuanto conocemos son las especies, y éstas son alteraciones de nuestra mente, y no mediadoras que nos llevan o abren a las cosas, no sería posible la ciencia de los objetos exteriores. Toda ciencia humana se reduciría a ser ciencia de las especies, esto es, ciencia de nuestras alteraciones en la mente. De otra parte, quedaría abonado el terreno para vivir sumidos los hombres en la más terrible contradicción, pues algo sería así, o de manera contraria, simultáneamente, según la especie que se le presente a la mente del sujeto y no según sea en la realidad. No todo juicio que hace el hombre es verdadero, pero un hombre que juzgue únicamente en base a la presencia de las especies que hay en su mente, tiene que dar por verdadero todo cuanto se le presente en su mente, sin poseer un criterio para distinguir la realidad de la apariencia. De aquí que escriba el Santo Doctor: “Por lo tanto hay que afirmar que la especie inteligible con respecto al entendimiento es como el medio por el que entiende” [Sum Theol, íbidem]. Es el medio para conocer la realidad y no la misma realidad. La especie inteligible “es la forma según la que el entendimiento conoce” [íbidem]. No puede ser el objeto mismo sino una forma que guarda semejanza con el objeto, y de la que se ha abstraído toda su materialidad. Es a esto a lo que llamamos representación. Nunca se debe confundir la representación con lo representado. Lo que el hombre entiende en acto (lo representado) no es la especie, sino el objeto mismo. El entendimiento posible, de manera análoga a la sensación, realiza una doble operación: 1) en primer lugar, recibir una impresión y, con ella, una alteración; y 2) “una vez informado, establece una definición, división o composición, que expresa por medio de la palabra” [íbidem]. Digamos, a efectos esclarecedores, que no hay completa analogía. Mientras que en el sentido, por ejemplo, sólo hay visión del objeto y no hay visión del propio ver, en el entendimiento hay conocimiento de la cosa y hay conocimiento del propio conocer.
El entendimiento.
El entendimiento puro, como facultad distinta y superior a cualquier otra facultad del orden sensible, lleva a cabo estas tres funciones [LFST, p. 222]:
- Simplex aprehensio, indivisibilum intelligentia.
- Juicio: compositio et divisio. Intellectus componens et dividens.
- Raciocinio: ratiocinari, discurrere.
Debe quedar claro que la inteligencia y la razón no son dos facultades distintas. La potencia que el hombre posee para raciocinar es parte de su potencia para entender, como se observa en la clasificación anterior, y como fray Zeferino explica en la siguiente cita:
“La inteligencia y la razón, son dos manifestaciones distintas de una misma facultad o potencia, y el entendimiento del hombre, que es esta facultad o potencia, puede y debe denominarse a la vez inteligencia y razón. Inteligencia, en cuanto posee la facultad de percibir ciertas ideas, objetos y verdades, instantáneamente y, como si dijéramos, por cierta especie de intuición súbito, sine inquisitione. Razón, en cuanto que el modo connatural y ordinario con que procede en la investigación de la verdad y llega a su posesión, es el discurso o raciocinio, en decir, un movimiento desde una cosa a otra, un procedimiento de comparación, de análisis y reflexión, gradual, paulatino sucesivo y como difícil y trabajoso, mediante el cual llega a la posesión más o menos perfecta de la verdad. Y como quiera que este segundo modo de procedimiento es más frecuente y ordinario en nuestro entendimiento que el primero, de ahí que al hombre le convenga la denominación de racional más propiamente que la de intelectual” [LFST, p. 68].
Un ser intelectual, en sentido propio, y no racional, es el ángel. Un ser racional, esencialmente, es el hombre. El hombre llega a conocer una cosa por medio de otras. Parte del principio y, siguiendo un proceso, llega a un término. La razón “denota cierto discurso por medio del cual el alma humana pasa y llega a conocer una cosa por medio de otras” [LFST, P. 67]. En cambio, la inteligencia, como ya expresa la propia etimología latina, es una suerte de lectura. Es algo así como leer la esencia de la cosa, ese tipo de contacto semejante al del lector que comprende el sentido de cuanto viene en un texto que se muestra frente a él: “La inteligencia, pues, puede denotar un modo de conocimiento simple y absoluto; pues se dice que uno entiende, en cuanto lee la verdad interiormente en la misma esencia de la cosa” [íbidem].
El ángel puede llegar al mismo término, en siendo éste verdad, al que llega el hombre, pero lo hace como leyendo, como posando su alma sin esfuerzo en aquel objeto que contempla, que conoce en su verdad, mientras el hombre pugna en llegar a esta misma meta haciendo esfuerzo y recurriendo a otras cosas en las que se apoya, de las que se sirve. Tiene la inteligencia en Santo Tomás un sentido de reposo o descanso, que va implícito en la idea de simplicidad que define este acto de nuestra alma. El raciocinio, por el contrario, supone un moverse: se trata de proceder de una intelección a otra. Que no hay raciocinio sin intelección, es prueba de que la intelección existe primero, es primitiva y simple. La razón no es más que el despliegue y enlace de actos de intelección que por sí solos, en su sencillez, no dan a conocer la plena verdad. Razonar es el esfuerzo ampliativo y enlazador del alma para conectar los dichos actos y llegar a un término:
“La razón es este mismo entendimiento haciendo esfuerzos para llegar a la verdad oculta cuyos vislumbres descubre en las cosas conocidas de antemano: es el movimiento progresivo de este mismo entendimiento que se agita y desenvuelve en el terreno científico, esforzándose en conquistar por partes la verdad que no puede alcanzar con un solo golpe de vista” [LFST, p. 65].
Va quedando claro que el término más general, que abarca tanto la inteligencia como la razón, es el término entendimiento. La inteligencia, como simple percepción de los objetos y como conocimiento de las verdades per se notae (primeros principios de la ciencia) no es una facultad separada de la razón, ni ésta lo es de aquella. Dicho de otra manera: el entendimiento puede ser concebido de una dúplice manera, como facultad en reposo, inteligencia simple, que lee o contempla la realidad que se le ofrece, o como potencia en movimiento, razón que compone y conquista los actos intelectivos, llevando al hombre de unos a otros. Como lo expresa fray Zeferino, la inteligencia no lucha por la verdad, se somete a ella:
“La inteligencia significa y denota al entendimiento como en reposo, según que alcanza y conoce la verdad por medio de una intuición simple, pacífica y tranquila de la misma” [ibíd.]
El entendimiento, en cuanto término general que abarca la inteligencia y la razón es, por tanto, pasivo y activo a la vez: “…porque este entendimiento recibe las ideas intelectuales, se llama potencia pasiva, que equivale aquí a facultad receptiva: porque es capaz de recibir, conocer o pensar sobre todo objeto inteligible, se le llama entendimiento posible. Empero este mismo entendimiento considerado en sí mismo y subjetivamente, por decirlo así, es una potencia más bien activa que pasiva, como principio que es de la acción intelectual, la cual es una acción real procedente de esa facultad o fuerza vital que llamamos entendimiento” [LFST, p. 54].
De la lectura descontextualizada de ciertos párrafos de Santo Tomás y de los tomistas, suele desprenderse la noción errónea de que esta gnoseología es pasiva, que humilla al ser humano a la condición de mero respondiente ante los objetos. Pero el entendimiento, en sí mismo considerado, es activo. Su receptividad lo es con respecto al objeto, pero la actividad subjetiva del entendimiento no es sino fuerza activa. Zeferino González nos enseña a manejar con rigor las distinciones del Aquinate. Por un lado, no debemos confundir:
- El entendimiento en cuanto acto, que no es sino el conocimiento mismo, y
- El entendimiento agente, concebido como fuerza que lleva al conocimiento.
Simétricamente, no se puede mezclar:
- El entendimiento posible, que es el principio intelectual que es potencia o facultad para todos los objetos inteligibles [LFST, p.51], y
- El entendimiento pasivo, que es una facultad más bien sensible, llamada también “razón particular” o “cogitativa”.
Hechas estas distinciones aclaratorias, labor a la que fray Zeferino se entrega extensamente en su obra dados los errores en que han caído grandes expositores y críticos con el tomismo a lo largo de la historia, conviene tener en mente la distancia enorme que media entre el hombre y el ángel, y éstos a su vez, con respecto a Dios (una distancia infinita, en este caso). El entendimiento humano ha de ser potencia en la medida en que necesita de lo sensible. Para que el entendimiento humano, que es potencial en sí mismo, pueda actuar, precisa de una excitación. Dios y el ángel no comienzan a conocer con ocasión de lo sensible: directamente acceden a la esencia de los objetos.
“El entendimiento humano es una pura potencia en el orden inteligible: y es por eso que nuestro espíritu no tiene intuición inmediata de su sustancia y esencia como los ángeles: y es por eso que aun de sus propios actos no posee intuición sino a condición de haber dirigido previamente su actividad sobre algún otro objeto; y es por eso que encuentra tantas dificultades y se ve como rodeado de tinieblas y oscuridad cuando trata de conocerse a sí mismo y las condiciones de su actividad intelectual; y es por eso también, que careciendo al principio de actos y de objetos, necesita ser excitado por la acción de las facultades sensitivas y adquirir sucesivamente sus ideas (…)” [LFST, p. 48]
Lo sensible excita nuestro entendimiento, y sólo a través de lo sensible conocemos los objetos y sabe el entendimiento acerca de sí mismo.
De la concurrencia de los objetos y el entendimiento agente, se forma la especie impresa. El entendimiento es posible, en el sentido de que él “puede” conocer el objeto que se nos ofrece a través de la sensibilidad, pero este entendimiento nuestro no es pura pasividad, que quedara marcado como la cera directamente por los excitantes. Reiteramos que debe concurrir también el entendimiento agente, quien posee la verdadera fuerza productora para hacer la especie impresa. Este entendimiento agente es el productor, el agente que determina la especie impresa, la cual es una “representación implícita y virtual del objeto en cuanto determina la acción del entendimiento hacia un objeto dado” [LFST, p. 25]. Por lo tanto la especie impresa es un mediador, una instancia intermedia que pone en contacto el objeto con el entendimiento cuando éste objeto todavía no es conocido (actualmente). El entendimiento ya está “encarrilado” por así decir, hacia un objeto a cuyo conocimiento se orienta y se apresta. Será la especie expresa el “término y efecto” del proceso cognoscitivo, algo así como la culminación y puesta en acto del conocimiento del objeto:
“…la especie impresa es la que es producida o determinada en el entendimiento posible por el entendimiento agente y los objetos, al paso que la expresa es por el contrario posterior naturalmente a la impresa, posterior también al acto del entendimiento, y como término y efecto del mismo” [LFST, p. 31].
No cabe duda: la teoría de las ideas de Santo Tomás es una teoría dinámica, procesual. Hay ideas que sirven de principio, y hay ideas que hacen de término. Éstas son, correspondientemente, las especies impresas y las especies expresas. La idea actual y realmente conocida es la especie expresa o verbum mentis. Poseer una idea conocida, como término de un proceso, viene a ser una suerte de palabra dicha, un acto de auto-decirse. Pero ese auto-decirse, propio de la mente que ya sabe (como resultado) no sería posible sin la forma o principio de conocimiento que es la especie impresa “…porque por medio de ella el entendimiento sale del estado de pasividad pura respecto del objeto al cual se refiere dicha idea, y adquiere o posee de esta manera una de las condiciones más esenciales para su operación” [LFST, p. 24].
La especie impresa cumple con la función de informar al entendimiento de la existencia de una cosa y del ofrecimiento de ésta a través de los sentidos. Esa idea o especie impresa es el principio del acto de entender (principium intelligendi).
“Ese algo que hace pasar al entendimiento del estado de actualidad, constituyéndole en razón de principio próximo de la acción de conocer; ese algo que le obliga a dirigir su actividad sobre tal o tal objeto, removiendo de él la indiferencia o indeterminación objetiva en que se halla por sí mismo; ese algo que sirve de lazo misterioso entre el acto de conocer y el objeto conocido según existe fuera de nuestra alma, es lo que Santo Tomás apellida especie o idea impresa, y también especie o idea inteligible, semejanza, forma del objeto conocido: species impressa, similitudo rei, forma cogniti, species intelligibilis”. [LFST, p. 23].
El entendimiento, por tanto, es concebido en tres sentidos.
- En un sentido primario y general. La función del alma que posee en sí ideas virtuales. Más adelante explicaremos que las ideas virtuales no son ideas innatas.
- Como inteligencia. El entendimiento como inteligencia, como ojo fijo dotado de lor primeros principios. La visio que capta el objeto inteligible: “…los primeros principios preexisten implícitamente en nuestro entendimiento como derivación que es y participación de la inteligencia divina e impresión de sus ideas” [LFST, p. 312].
- Como raciocinio. El entendimiento en el sentido de razón. Una vez conocidos los primeros principios, ese ojo inicialmente fijo se mueve por entre varios objetos, hasta arribar a la conclusión.
Contra el innatismo
Debemos ir registrando una idea importante: no hay aquí un empirismo puro. Sin necesidad de apuntarse a una teoría innatista (“conocer es recordar”, en Platón; o Descartes), para la existencia del conocimiento debe haber una posibilidad mental del mismo, y unas ideas virtuales ante las cuales debe incidir la excitación de origen sensible. Los primeros principios son conocidos de manera inmediata, ellos son independientes de toda experiencia. Llámense “axiomas”, “dignidades de la ciencia”, etc. , constituyen la base de los raciocinios, el suelo sobre el que podemos construir edificios ampliables, y ello siempre por medio de razonamientos. El hombre es un ser racional, no un entendimiento puro, pero cuanto construye discursiva o racionalmente va anclándose sobre esos puntos sólidos de pureza intelectual que son los primeros principios. Éstos “…producen en nuestro entendimiento una certeza natural, racional, intuitiva, independiente y absoluta” [LFST, 310].
Expliquemos, de la mano de Zeferino González, estos últimos términos. El objeto causa inmediatamente una verdad en el sujeto, como regla y causa que es de la misma (natural); lo vemos claramente y produce en nosotros un asentimiento obligado, punto de apoyo y arranque para los raciocinios (racional); llegamos a ellos no por discurso o demostración, sino que son verdades intuitivas (intuitiva) pues, en contra de Kant, sí existe una intuición intelectual; y la verdad de los mismos es independiente de cualquier otro criterio (absoluta).
Llega ahora la ocasión de examinar cómo es que el entendimiento posee ideas virtuales, que no innatas. ¿Qué se ha de concebir como ideas virtuales? Son éstas unas ideas universalísimas, sitas en nuestra mente in fieri. Ellas son las ideas de ser, uno, bueno, etc. Antes de toda experiencia, y con independencia de ella, en unión de los Primeros Principios (pertenecientes al entendimiento como inteligencia) posibilitarán el conocimiento. Las ideas virtuales son como la luz por medio de la cual se establecerán las relaciones entre ideas, necesarias y a priori, para que el entendimiento acceda al objeto en el momento de ponerse en acción:
“En ese estado [antes de ponerse en acción y desarrollar sus funciones por medio de actos], en entendimiento sólo contiene virtualmente y quasi implicite las ideas universalísimas, principalmente la de ser, uno bueno y otras análogas, que sirven de luz al mismo entendimiento para su desarrollo ulterior y de base para los conocimientos humanos. Desde el instante que este entendimiento se pone en acción y comienza a obrar, bien sea excitado por el ejercicio de las facultades sensibles, o por cualquiera otra causa, esas ideas preexistentes a él virtualmente y como in fieri, pasan a ser explícitas, formadas y actuales, y nuestro entendimiento forma y percibe instantánea y naturalmente las relaciones necesarias entre las mismas, relaciones que constituyen lo que se llama primeros principios” [LFST, p. 314].
Si bien el entendimiento es activo, en cuanto fuerza productora, como ya consignamos arriba, hay un aspecto en que él se ve como coaccionado. El entendimiento no es absolutamente libre, se “atiene” a unas verdades –Primeros Principios- de carácter superior que son “…como condiciones primitivas de su existencia [de la existencia del entendimiento mismo]” [LFST, p. 311]. Ante ellas, nuestro entendimiento está “subordinado”.
La verdad que causa seguridad en nuestro interior, poseída subjetivamente, se llama certeza. La certeza que el hombre posee en su vida cotidiana y en el estudio de la ciencia es una certeza meramente lógica, subjetiva, no trascendental. Sólo en Dios el conocimiento de la cosa es, al tiempo, la causa eficiente y ejemplar de la cosa. Dios, haciendo las cosas las conoce: para Él, darles el ser es conocerlas perfectamente y para siempre. En cambio, en el hombre, la situación es inversa: porque ya existe la cosa, la conocemos. Es el objeto la causa de nuestra verdad lógica. Lo verdadero con verdad trascendental es una suerte de conformidad con la idea-tipo sita en la inteligencia divina. Hay, por decirlo de forma llana, dos géneros de conformidad entre la cosa conocida y el entendimiento:
- Con el entendimiento divino, en cuyo caso es la conformidad para con la idea-tipo que el Creador posee y de acuerda con la cual la creó. Esta es la verdad trascendental.
- Con el entendimiento humano, en el caso en que la cosa se ofreció a nuestra mente y ésta –con certeza lógica- se posesiona adecuadamente de ella.
En Santo Tomás no hay lugar para una teoría de las ideas innatas “…completas en su ser, explícitas y actuales”, de ahí que sólo nos hable de “ideas virtuales”. Estas son como semillas de las ideas (especies) que precisarán de los oportunos excitantes, de la fuente sensible, así como del entendimiento agente, para ser ideas completas. Fray Zeferino nos explica que
“…las que hemos admitido como preexistentes en el entendimiento, se hallan sólo in fieri próximo, y más bien preexisten en germen que en acto, necesitando, como se ha dicho, del ejercicio previo de la sensibilidad y de la acción del entendimiento agente, para que puedan existir como ideas explícitas, actuales y capaces de determinar el conocimiento intelectual de los objetos o razones objetivas a que se refieren” (LFST, p. 200].
Las ideas innatas cartesianas ya están “hechas” por así decirlo: son conocimientos perfectos y acabados. Las ideas virtuales tomistas, en cambio, son la base para formar especies o ideas, pero sólo una base. En sí no son conocimientos, carecen de actualidad. El sentido de tales ideas, en uno y otro autor, es muy diferente y no cabe dejarse llevar por la falsa similitud de tener esto en común: que son previas a la experiencia.
Las ideas guardan una relación, 1º) con los objetos materiales que las producen, y entonces son producto de la concurrencia del entendimiento agente con la sensibilidad; y 2º) con la idea de ser, y entonces son fruto de la relación y comparación entre el entendimiento agente y esta idea primerísima que es la idea de ser. Causal o genéticamente, debemos tener en cuenta que el alma humana se dirige hacia los objetos sensibles mientras está unida al cuerpo, y depende de la excitación sensible que las cosas materiales producen en nosotros. Antes que exista algún conocimiento verdadero (en acto) de la cosa, nuestra alma debe albergar imágenes de los seres materiales (per conversionem ad phantasmata). Otra cosa sucederá cuando el alma humana exista en forma separada del cuerpo: entonces el conocimiento se dará en acto de un modo análogo al de los ángeles (per conversionem ad superiora) [LFST, pps. 188-189]. En todo caso, el entendimiento ante una cosa, conoce de forma dúplice que ella es esta cosa (1º, por el ofrecimiento sensible del objeto a nuestra mente) y que es cosa (2º, por relación a la idea de ser, porque esa cosa, sea como sea su naturaleza, ella es).
Las imágenes que nos formamos, base para nuestro conocimiento, son denominadas por Santo Tomás especies o representaciones sensibles (phantasmata). Cuando de ellas se dice que son “materiales”, esto ha de entenderse de una manera meramente relativa. No son materiales en el sentido de poseer una corporeidad del mismo género que la corporeidad del objeto que las provoca. Así, por ejemplo, la manzana que hay encima de mi mesa es corpórea y yo me la puedo comer, yo la puedo oler, palpar, etc… Pero las imágenes sensibles de la manzana no pueden ser comidas, olidas, palpadas: son representaciones, esto es, fruto de operaciones mentales propias de ese sector de la mente humana que precisa de órganos materiales y que la facultan para conocer cosas materiales: la sensibilidad [LFST, pps. 183-184].
El entendimiento puede conocer todo lo que conocen los sentidos, pero para ello debe “desmaterializar” lo que le llega de los sentidos. Y un paso previo es la conversión a las imágenes, pues la cosa material, por sí propia, no va a “entrar” en el entendimiento, que es inmaterial. Al “desmaterializar” las excitaciones sensibles, el entendimiento puede llegar a un verdadero conocimiento. Este verdadero conocimiento es una penetración en la intimidad de la cosa.
“…el entendimiento puede conocer todo lo que conocen los sentidos, pero de un modo más perfecto que estos; pues los sentidos solo conocen los objetos en cuanto a las modificaciones materiales y accidentes exteriores, al paso que el entendimiento puede penetrar hasta lo interior y la esencia de la cosa” [LFST, p. 93].
Hay momentos en que el ser humano roza levemente el plano angélico y divino, como sucede cuando puede desprenderse de lo sensorial y alcanzar una verdad puramente inmaterial. También hay momentos en los que el entendimiento humano puede desprenderse de las “muletas” discursivas, incluso en esta vida, pues el hombre no es criatura desprovista de inteligencia, si bien debe apoyarse en facultades inferiores. La inteligencia y la razón son en nosotros una la misma potencia, como ya llevamos dicho: “…la inteligencia es la cúspide, el término y la perfección última de la razón, así como es su base necesaria, su raíz y su principio” [LFST, p. 69]. Si somos capaces de ello, aun con los apoyos de la sensibilidad y la razón, no puede ser por otra causa que por participación de lo divino. Es un hecho que participamos de la sustancia de Dios especialmente cuando nos referimos al entendimiento agente. El entendimiento agente es una fuerza activa intelectual y una virtud participada. Escribió Santo Tomás:
“Encuéntrase también en el alma cierta fuerza activa inmaterial […], que obrando sobre las representaciones sensibles, abstrae de las condiciones materiales; y esto pertenece al entendimiento agente; de manera que el entendimiento agente es como una virtud participada de una sustancia superior, a saber, Dios” [citado por Fray Zeferino, LFST, p. 94].
Las ideas universales, y la fuerza iluminadora de las mismas, el entendimiento agente, se vuelcan sobre las representaciones sensibles (siempre referidas a lo singular y lo contingente) y así, los inteligibles en potencia pasan al acto. Es el entendimiento agente la parte más divina de nuestra mente, la que ilumina nuestro interior y hace que las especies sean, verdaderamente, conocimiento. No bastaría para conocer en acto, evidentemente, un entendimiento posible:
“Además de la facultad de recibir todas las ideas y de conocer todos los objetos, el entendimiento humano contiene esencialmente una fuerza activa, una actividad poderosa y enérgica, mediante la cual como participación inmediata que es de la Inteligencia divina, posee la facultad de abstraer, formar o determinar en el alma ideas universales; y como impresión de la Verdad increada y de las ideas divinas, contiene virtualmente y en germen estas ideas, y con especialidad las más universales, más independientes de la materia y más necesarias. Esta actividad esencial, poderosa y primitiva del entendimiento humano, es lo que se llama entendimiento agente […]” [LFST, p. 203].
Que podamos conocer lo universal, pese a todas nuestras deficiencias constitutivas, nos aproxima a Dios. De todas las criaturas con cuerpo, somos las más excelsas. Al conocer lo inmaterial por medio de esa fuerza iluminadora, también inmaterial, somos partícipes de la sustancia divina. Conocemos inmaterialmente lo creado, y, es evidente, al hacerlo no lo creamos (esta es la diferencia fundamental con el ser divino y con el “endiosamiento” del hombre que representa el idealismo moderno en la historia de la filosofía). Pero, con todo, nos asemejamos al Creador haciendo lo que con más nobleza o dignidad ontológica nos compete hacer: conocer.
De manera análoga a como Dios posee en su seno ideas-tipo de las cosas, nosotros, muy imperfectamente, albergamos ideas virtuales (como en germen de lo que podemos conocer acabadamente). Estas fructificarán gracias a la sensibilidad, que las excita, y al entendimiento agente, que las ilumina. La meta es formar ideas explícitas, actuales, esto es ideas capaces de determinar el conocimiento intelectual de los objetos a los que ellas se refieren.
Lo previo a toda sensación de los objetos es, pues, el entendimiento agente, “…una actividad primordial a nuestro espíritu, no comunicada por las sensaciones, sino anterior a todas ellas” [LFST, p. 176]. Esta luz de la razón o fuerza intelectual se sirve de los primeros principios y “ponen en acción al entendimiento posible”, a decir de Alberto Magno [citado por Fray Zeferino en LFST, p. 173].
La teoría cartesiana de las ideas innatas podría valer para los ángeles, mas no para los hombres. Ellos no precisan de la excitación sensible que concurra con el entendimiento agente y sus instrumentos, los primeros principios. Los ángeles, espíritus puros sin materia, entendimientos puros, conocen enteramente por participación:
“Los ángeles conocen las cosas naturales así materiales como inmateriales, por participaciones explícitas, formadas y actuales de las razones eternas, o lo que es lo mismo, por ideas innatas recibidas inmediatamente de Dios en su misma creación” [LFST, p. 173].
Bien mirado, donde hay entendimiento hay participación. En el hombre, sin el entendimiento agente, que es una fuerza participada del entendimiento divino, no habría conocimiento en su sentido más propio, sólo sensibilidad e imaginación, vale decir, vida animal. En el ángel, sin existir sensibilidad hay no obstante conocimiento de las cosas materiales, pues el espíritu puro ya ha recibido de Dios las ideas virtuales de las cosas. Las razones eternas causan una impresión en la inteligencia y son como los gérmenes de los cuales brotan las demás ideas: “Las concepciones universales cuyo conocimiento poseemos naturalmente, son como ciertas semillas de todos los demás conocimientos”, escribe Santo Tomás [citado por fray Zeferino, LFST, p. 170].
En nosotros los hombres, las razones eternas se albergan como dormidas en el entendimiento agente, siendo éste una especie de fuerza vivificante, que las activa con ocasión de la excitación sensible. Advierte nuestro fraile asturiano que ésta excitación sensible no puede ser considerada como la causa verdadera de un conocimiento de las ideas, pues la causa de la mismas es Dios, la fuente original de las mismas y el poder de su impresión sobre nuestra mente. En esto, recibimos la impresión como la reciben también los ángeles, si bien ellos no requieren de la excitación sensible y nada saben de ella, pues son espíritus puros:
“Estas ideas preexistentes virtualmente en el entendimiento agente solo necesitan que la fuerza activa de este sea puesta en acción y en ejercicio actual, para pasar al estado de ideas explícitas y actuales: y si bien es cierto que dependen de las representaciones sensibles, ésta dependencia es como indirecta y remota; pues su origen inmediato es por una parte el mismo entendimiento agente como impresión de las ideas divinas, y por otra la comparación de las ideas que se refieren a los objetos sensibles, el análisis y reflexión sobre las mismas, sobre los hechos singulares y sobre los fenómenos de conciencia” [LFST, p. 171].
El recorrido, referido al hombre, por tanto es:
Dios ➨ Razones Eternas ➨[impresiona] ➨Entendimiento humano 🢘Excitantes sensoriales.
Somos seres intelectivos sólo en parte, pues también somos sensibles, a diferencia de los ángeles. No obstante esto no tiene nada que ver con la idea –errónea- de que poseamos entendimiento únicamente con el fin de conocer las cosas materiales a través de la sensibilidad. Poseemos entendimiento también para ser conocedores de la propia actividad del entendimiento. Se trata de una intuición intelectual en toda regla. Es intuición porque es inmediata, no discursiva. Y es intelectual porque allí no concurren los sentidos [LFST, pps. 166-167]. Para Santo Tomás:
“…el entendimiento no es una facultad destinada a obrar exclusivamente sobre las representaciones y materiales suministrados por los sentidos; es más bien una facultad productriz y creadora; es una fuerza que encierra como en estado latente y virtual, las ideas más universales y elevadas del orden inteligible; contiene como las semillas de las razones eternas y el germen fecundo de las ideas necesarias; porque esta inteligencia es una participación de la Razón suprema y de la Luz increada, es una impresión en nosotros de la Primera Verdad” [LFST, p.161].
Participamos.
Participa más de Dios la criatura inteligente que el bruto sensible, y en los actos que lleva a cabo el hombre, participa más de lo divino lo que es intelectivo, pues Dios es Inteligencia. De Ella, la Inteligencia Divina, brota toda actividad intelectiva de las criaturas. Si Dios creando conoce, no puede ocurrir que las criaturas dotadas de capacidad cognoscitiva intelectual, en cuanto conocen en acto, en cierto modo también puedan crear, en el sentido literal y propio, que sólo le corresponde a Dios. Pero en un sentido analógico y participado, hay algo de creador en todo acto de conocer en las creaturas.
Al participar de la inteligencia divina, poseemos en cierto modo los conocimientos de antemano, pues las cosas sensibles (punto de arranque de nuestra actividad intelectual) se nos ofrecen como potencialidades para conocer. Nuestra propia mente nace dotada de la potencialidad de conocer intelectualmente aquello real que se nos ofrece sensiblemente. Esto es, contamos con un entendimiento posible “…o sea la fuerza innata para entender, la cual es una facultad vital, una verdadera potencia activa, una actividad real” [LFST, p. 119]. Hay cosas sensibles que son inteligibles en potencia, y hay entendimiento que posee la fuerza o capacidad de conocer; así pues, todo está dispuesto para que el entendimiento agente ilumine los principios y las ideas virtuales referidas a las cosas sensibles ofrecidas. El propio entendimiento posible, nótese bien, es activo, pero no hay conocimiento en acto hasta que la iluminación del entendimiento agente no ha tenido efecto. Este entendimiento agente, tal como nos lo explica Santo Tomás, es algo así como la llave que nos permite abrir la puerta y franquear el paso de la Gnoseología a la Ontología y viceversa. Si tan sólo nos quedáramos con una doctrina psicológica o, como se decía en tiempos de fray Zeferino, “ideológica” del traspaso de la sensibilidad hasta un entendimiento posible, sin entrar a colación el entendimiento agente, las ideas aristotélicas apenas podrían distinguirse de los sensualismos y materialismos más vulgares, y la teoría de la abstracción contaría con grandes dificultades para defenderse. Pero en Santo Tomás la referencia a Dios es inexcusable, pues si bien el entendimiento posible es activo como tal entendimiento, lo inmaterial de la cosa que en potencia pueda albergarse allí quedaría sin llevarse a término, no habría conocimiento intelectual en acto sin una causalidad ejemplar. La doctrina del entendimiento agente inserta la causalidad ejemplar pues con una causalidad puramente natural, aun completada con la doctrina de la abstracción, no daríamos cuenta de por qué el hombre se abre trascendentalmente al objeto. No hay, como en otras gnoseologías antiguas y modernas, una mera constatación o aprehensión lógica del objeto, compatibles por tanto, con los más varios escepticismos e inmanentismos. Hay, en el conocimiento de la verdad, un auténtico “lazo” (puede decirse “armonía” o “conformidad”) entre el orden subjetivo y el orden objetivo. Como estamos dotados (por participación) de una suerte de “instinto intelectual” que nos abre al objeto, nuestra propia constitución ontológica (que es intelectual) nos pone en comunicación con el ser. Se puede leer en La Filosofía de Santo Tomás:
“…el entendimiento agente enseñado por Santo Tomás, envuelve el fundamento racional de la armonía y conformidad fundamental y primitiva, entre el orden subjetivo y el objetivo; explica la legitimidad del criterio de la evidencia; contiene el fundamento filosófico de lo que se apellida instinto intelectual, y es como el lazo científico que une y explica las relaciones entre el orden real y el ideal, entre la verdad de conocimiento y la verdad trascendental del objeto, entre la inmutabilidad de la verdad y la mutabilidad de las existencias finitas” [LFST, p. 131].
Gracias al entendimiento agente, la verdad lógica y la verdad trascendental se ajustan y comunican, a pesar de que en esta vida somos seres limitados, somos carne y no podemos acceder en tal manera a las razones eternas –que es como decir a los designios de Dios- en cuanto tales. Ahora bien, lo que a los bienaventurados les es dado ver, a los hombres de este mundo y con esta carne nos es dada “…cierta participación de la luz increada, en la cual están contenidas las razones eternas” [LFST, p. 252]. Por participación, “vemos unas cosas en otras”, y no sólo por el impacto causal-eficiente o la excitación sensible de los objetos, sino por la causalidad ejemplar de esas ideas divinas o razones eternas. Estas preexisten en nuestro entendimiento, y la ejemplaridad causal sirve como de “impresión”, una impresión bien distinta de la que nos ofrece el objeto sensible. Al quedar impreso “desde arriba” nuestro entendimiento, desde lo más Alto, puede juzgar de todas las cosas. Los puntos de partida de esos juicios son los Primeros Principios, verdades que son base de todas las verdades ulteriores. Esos Primeros Principios son el sólido cimiento de la verdad.
El entendimiento agente, una vez excitada la mente por el objeto que se le ofrece sensiblemente, “imprime” en el entendimiento posible, potencia que capacita el conocer, y se forma la especie impresa, como mediadora entre el objeto y el acto intelectivo. Ésta, como ya queda dicho, es un producto o determinación en el entendimiento posible para cuyo hacerse deben concurrir los sentidos y el entendimiento, pero no es aún conocimiento. Conocer, en Santo Tomás es concebir en nuestra mente una palabra: verbum mentis, o sea, la especie expresa, la cual es “…la expresión inteligible del conocimiento que corresponde al entendimiento puro, y como una palabra inteligible con que el entendimiento se habla a sí mismo, condensando en ella su pensamiento: verbum mentis” [LFST, pps. 23-24].
Y aquí me detengo. Díganos el lector si no hay mucha verdad y mucha belleza en la filosofía tomista, y mucha claridad en sus expositores, como claro y preclaro fue Zeferino González. Lo que no haya de bello y verdadero en estas líneas, que corra a mi cargo y yo pagaré la cuenta.
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