Al cumplirse 85 años del comienzo de la guerra civil española, que dio comienzo con el levantamiento civil y militar del 18 de julio de 1936 contra el gobierno del Frente Popular, no está de más recordar por qué llegó a ser inevitable aquel lamentable episodio de nuestra historia.
Durante el franquismo, se presentaba una versión maniquea de aquel conflicto donde los vencedores fueron los buenos, y los vencidos los malos. Pero hoy asistimos a otra versión igual de manipulada o más aún sólo que de signo contrario, en la que los “nacionales” eran todos unos malvados, y los pobres republicanos unos seres angelicales. Algunos autores han pretendido en los últimos años revisar algunas de estas manipulaciones, como por ejemplo, Pio Moa en sus libros sobre la guerra civil española, pero lo hacen desde un posicionamiento claramente derechista en el que se pretende exculpar a las derechas de toda responsabilidad en el estallido de la guerra en España en 1936-39. Para entender por qué la guerra civil española fue inevitable es necesario situarse en aquel contexto histórico y empezar por analizar cómo fueron los años anteriores en los que nadie, ni las izquierdas ni las derechas defendieron la democracia sino que cada partido tenía su propia idea del golpe que había que dar
Y si hablamos o si nos hablan de golpes, lo primero que habría que decir es que el primero de todos cronológicamente fue la sublevación de Jaca el 12 de diciembre de 1930, que fue un pronunciamiento militar contra la monarquía de Alfonso XIII a cargo de los Capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández. Pero éste fue un golpe bien visto porque lo dieron unos militares republicanos contra la monarquía. Y por eso suelen “olvidarse” de ello.
El 10 de febrero de 1931, apareció en el diario “El Sol” un artículo titulado “Delenda est Monarchia”, firmado por José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, en el que se enterraba intelectualmente a la decadente sociedad monárquica.
Es una opinión corrientemente aceptada en toda Europa, que la República se
instauró en España merced a una victoria electoral republicana. Y nada más falso. Esa es la primera mentira de una larga serie de mentiras que siguen a continuación. Veamos:
En abril de 1931 reinaba en España Don Alfonso XIII de Borbón. Se celebraron por entonces unas simples elecciones municipales a las que la prensa de izquierdas quiso dar una significación de «test» del régimen. El resultado de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, clasificando los elegidos en los dos grupos fundamentales de monárquicos y republicanos arrojó un total de 8.291 concejales para los primeros y 4.314 para los segundos. Uniéndoles los proclamados por el Artículo 29 de la Ley Electoral entonces vigente, los monárquicos habían obtenido un total de 22.150 concejales, y 5.875 los republicanos. Pero estos últimos ganaron en todas las grandes ciudades, con excepción de Madrid, donde se dio un empate a 143. (Eduardo Comín Colomer: “Historia secreta de la II República”). Es decir, una derrota aplastante para los sedicentes demócratas (aunque de tales bien poco tuvieran unos y otros). Pero, incluso en la capital, los perdedores salieron a la calle. Los consejeros reales, pusilánimes, parecían temer una repetición del asalto al Palacio de Invierno en San Petersburgo. Las maniobras oblicuas del «triangulo» Alcalá Zamora-Romanones-Marañón para convencer a Alfonso XIII de que abdicara, actúa de «comadrona» de la República, y aconseja al Rey que abandone el trono. El tendencioso telegrama circular de Portela Valladares a los gobernadores provinciales incitándoles a abandonar sus puestos al anunciarles unos resultados electorales falseados, las actividades del Gran Oriente y, en mucho menor medida, las actividades del Kremlin y sus agentes, contribuyeron a implantar en España un régimen que un viejo bolchevique de la talla y el prestigio de Trotsky consideraba puente ideal para el comunismo.
Se creó así un vació de poder. El poder estaba en la calle, y los republicanos lo tomaron. Lógico y natural. Se proclamó un Gobierno provisional. Y en el primer Gobierno provisional de la titulada “República de trabajadores”, encontramos a los masones Alejandro Lerroux, Ministro de Estado; Fernando de los Ríos, Ministro de Justicia; Santiago Casares, Ministro de Marina; Alvaro de Albornoz, Ministro de Fomento; y Francisco Largo Caballero, Ministro de Trabajo.
En la Segunda República destacaron también tres miembros del “pueblo elegido”: El Presidente Alcalá Zamora, el Ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, y el que más adelante sería Ministro de Hacienda, Juan Negrín.
A las tres semanas de la proclamación de la República, empezaba la quema de conventos en toda España. Visítese cualquier hemeroteca y consúltese cualquier periódico de la época: Huelgas, quema de iglesias y conventos, atentados, caos y miseria.
En las elecciones generales de noviembre de 1933, las primeras en las que las mujeres pudieron ejercer su derecho al voto, hubo un clamoroso triunfo de las derechas. Por ese motivo buena parte de las izquierdas y de las feministas de aquella época, paradójicamente se opusieron al derecho al voto de las mujeres porque temían que el resultado fuera el que fue. y, como no les gustó el resultado de aquellas elecciones, en octubre de 1934 hubo una huelga general en Asturias, y una rebelión armada de la Generalitat en Cataluña.:. Este golpe socialista en octubre de 1934 inició ya un clima de pre-guerra.
Continuaron los desórdenes, constatados por todos los republicanos decentes, empezando por D. José Ortega y Gasset, con su artículo «¡No es esto! ¡No es esto!» publicado en “El Sol” el 8-11-1931, sólo siete meses después de su llamamiento a favor de la República, en el que se pronunciaba desilusionado con la República demagógica y contra el partidismo. Recordemos que Ortega y Gasset había sido uno de los promotores de la República como alternativa frente a la monarquía decadente de Alfonso XIII, inspirando la “Asociación al servicio de la República”, a la que perteneció también y por la que fue diputado Alfonso Garcia Valdecasas, que fue más adelante uno de los fundadores de Falange Española y de los oradores en el mitin del Teatro de la Comedia en Madrid.
La enumeración de las algaradas y los tiroteos entre revolucionarios de todas las tendencias y los guardias civiles, de las huelgas, escenas de pillaje y desórdenes de todas clases precisaría de un grueso volumen. El anarquismo se impuso entre el peonaje de Cataluña, y entre el campesinado de Aragón y Andalucía. Los comunistas, aunque numéricamente escasos, se infiltraron hábilmente en las filas de los otros partidos marxistas, especialmente en el PSOE. La llamada “República de trabajadores” debió enfrentarse en cinco años a más rebeliones, desórdenes y algaradas que la tan criticada monarquía en cinco siglos, a pesar de lo cual la gran prensa hizo creer (y sigue haciendo creer) a los mal informados ciudadanos occidentales – y no digamos ya de la U.R.S.S.- que la revuelta del 18 de julio de 1936 había interrumpido un idílico sueño de paz en que se hallaba sumido el viejo pueblo español.
Objetivamente hablando, la sustitución de una guerra civil intermitente y mitigada por una guerra civil continua y virulenta, el redoblamiento súbito del incendio español iba a servir a los designios de Stalin. Sin duda se veía éste amenazado con perder un foco de bolchevización local, pero durante todo el tiempo de la guerra civil española podría atizar el antagonismo de las llamadas naciones democráticas contra las fascistas y, singularmente, el antagonismo franco-alemán. No hay que olvidar, en efecto, que si una nueva guerra europea generalizada era el gran objetivo del Kremlin, toda vez que la U.R.S.S. guardaría sus fuerzas intactas en la neutralidad, para explotar a su favor la situación revolucionaria creada al término de las hostilidades, también existía otro objetivo inmediato en los planes de la Komintern; objetivo que se entrecruzaba, por otra parte, con aquel anterior. Este objetivo fue definido por Dimitroff ante el VII Congreso Mundial comunista: desviar hacia Francia la amenaza alemana que se cierne sobre la U.R.S.S.
En febrero de 1936 hubo nuevas elecciones en España. En dichas elecciones, las derechas totalizaban casi un millón de votos más que las izquierdas, pero unas semanas antes de los comicios, se formó un hipotético «Centro» que escindió a las derechas y, con el sistema de representación territorial, no proporcional, el «Frente Popular» alcanzó el poder en las urnas. Paralelamente, el 4 de junio de 1936, el millonario socialista “francés” Léon Blum formaba gobierno de Frente Popular en Francia. El advenimiento del Frente Popular en Francia crearía un clima excepcionalmente favorable a la realización de los designios soviéticos.
A partir de ahí se creó en España un clima de guerra civil con tiroteos diarios entre pistoleros de los sindicatos y de los diferentes partidos que no es lo propio de un gobierno legítimo. Y el 13 de julio de 1936 sucedió un caso insólito en la historia de las tan alabadas democracias occidentales: agentes del Gobierno legal, uniformados, sacaron de madrugada de su casa en la calle Velázquez de Madrid al que entonces era el jefe de la oposición parlamentaria, José Calvo Sotelo, le pegaron un tiro en la nuca y arrojaron su cadáver en la entrada del cementerio de la Almudena, en Madrid. Hoy se sabe que no sólo fueron a por Calvo Sotelo sino que también fueron a por José María Gil Robles y Antonio Goicoechea, pero a estos no los encontraron. Tales hechos de extrema gravedad hicieron inevitable la guerra, y días después estalló la guerra civil. No fue como se viene a decir ahora que cuatro generales estaban aburridos en Melilla y decidieron dar un golpe de Estado sino que media España se negó a ser exterminada por el gobierno del Frente Popular y el terror rojo que había desatado. Para hacerse una idea de cual era el ambiente que se vivió durante los cinco años de la II República, ANTES del levantamiento del 18 de julio, y por tanto, de la guerra, fueron asesinados un centenar de militantes falangistas normalmente tiroteados por la espalda cuando salían a vocear sus periódicos a la calle. De este dato se da extensa información en el magnífico libro de Cristóbal Córdoba, “De cada cuatro cayeron tres”.
En la guerra, salvo contadas excepciones, el Ejército profesional se enfrentó al Gobierno. Este contaba con las unidades paramilitares socialistas, con los anarquistas y con el control de las grandes ciudades. La Junta de Generales eligió como Caudillo al más joven de entre ellos, Francisco Franco. Treinta y dos meses de tremenda guerra, prólogo de la Segunda Guerra Mundial, que seguirá cinco meses después de acabada la guerra de España. La URSS, toda la llamada «intelligentsia» mundial, que es la turbina que agita la cloaca izquierdosa desde los comunistas hasta los anarquistas pasando por todos los lunáticos de Europa y América, y la Francia del «Front Populaire», se volcaron en ayuda – religiosamente cobrada – al Gobierno de Madrid. Alemania e Italia, convencidas de que en caso de derrota de los «nacionales» aquel gobierno será fatalmente desbordado por los marxistas, con los comunistas a la cabeza, ayudaron a Franco. Pero, más que la «Legión Condor» y los voluntarios del CTV italianos, lo que cuenta para Franco, es el hecho del respaldo italo-alemán. Sin él, la intervención franco-soviética en España hubiera sido aún más declarada de lo que fue. Inglaterra, tibiamente pro-gubernamental, siguió su vieja táctica del “wait and see” (esperar y ver). Al final, los republicanos, los rojos, los gubernamentales o como quiera llamárseles, fueron derrotados. Pero un hecho es innegable si se quiere tener un mínimo de decencia intelectual. Si el gobierno alemán no actúa, forzando prácticamente la creación del «Comité de No Intervención», los «nacionales» no ganan la guerra. Sin la presión diplomática de Hitler y Mussolini, sobre todo de aquel, Francia y Rusia hubieran intervenido directamente. Es inútil negarlo. Y si intervienen, Franco no gana la guerra. Pretender lo contrario es una pura idiotez. Sin embargo, muchos franquistas “olvidan” este hecho, ahora que no está bien visto recordarlo.
Stalin no tuvo grandes inconvenientes en persuadir no solamente a la extrema izquierda francesa, sino incluso a los xenófobos girondinos del centro y centro-derecha de que la guerra de España podía ser una revancha del fracaso de las sanciones tomadas contra la Italia fascista, ya que la derrota del “fascista” Franco sería la derrota del “nazifascismo”. Una victoria de los gubernamentales en España, conseguida gracias a la ayuda francesa, intimidaría a Hitler y le disuadiría de su proyectado ataque contra Francia. Por otra parte, la anarquía que los comunistas y sus compañeros de viaje iban a crear, con sus huelgas y su demagogia, debilitará terriblemente a Francia. Ese debilitamiento iría acompañado de un rosario de incontinencias verbales antialemanas. El diabólico plan estaliniano se dibujaba así claramente: excitar a Francia contra Alemania; tentar a ésta con la disminución sistemática del potencial bélico francés; provocar a Hitler y a Mussolini, tarea que realizaron, conscientemente o no, pero con perfección absoluta, comunistas y socialdemócratas desde Francia y, en menor grado, desde Inglaterra y Checoslovaquia. El resultado lógico de todas estas maniobras debía ser la ansiada guerra entre democracias y fascismos. Una guerra que, si por una parte liberaría a Stalin del mayor de sus temores, la Wehrmacht, por otra parte abriría el camino a la revolución en Europa. Y aunque la victoria final de fuerzas de tan dispares procedencias como las que forman el bando nacional (falangistas y tradicionalistas principalmente) representará, evidentemente un paso atrás para el comunismo internacional, éste habrá conseguido su mayor y primordial objetivo: hacer imposible todo entendimiento pacifico entre los dos grandes bloques europeos.
De otra parte, España deberá pagar un terrible precio por su guerra civil. Alrededor de un millón de muertos; un cuarto de millón de emigrados; la economía nacional deshecha y, como remate de los crímenes del marxismo, el pillaje organizado del Tesoro del Banco de España. enviado a Odessa el 25 de octubre de 1936. Según el embajador Marcelino Pascua, del PSOE, embajador de España en la Unión Soviética desde 1936, fueron enviadas a Rusia 7.800 cajas llenas de oro amonedado y en lingotes, con un peso neto de 510.079 kilos. En este robo – el mayor robo del siglo XX – participaron exclusivamente personajes de “los innombrables”, desde Juan Negrín, también del PSOE, entonces Ministro de Hacienda de la República española, hasta los funcionarios soviéticos que intervinieron en el asunto: Grinko, Ministro de Hacienda de la U.R.S.S.; Margulies y Kagan, director y subdirector del Grossbank. y Martinsohn, viceministro de Finanzas.
Como ya he mencionado antes, dos factores influyeron, con signo distinto, en el desarrollo y resultado final de la guerra de España: el apoyo franco-soviético a través de las Brigadas Internacionales, que encaminaron hacia la península Ibérica a toda la cloaca social de Europa y América, y la resuelta actitud de Alemania e Italia, que impidieron una ayuda demasiado descarada por parte de Francia y la URSS, mientras ayudaron con la Legión Cóndor (voluntarios alemanes) y el CTV (voluntarios italianos), pero sobre todo con la presión diplomática que forzó la creación de un “Comité de No Intervención”, a la victoria de Franco.
La República española había reconocido diplomáticamente a la Unión Soviética, enviando como embajador en Moscú a Marcelino Pascua, del PSOE, mientras el Kremlin envió a España a dos embajadores de primerísimo rango: Rosenberg, en Madrid y Antonow Owssenko, a la Generalitat de Cataluña. Ilya Ehrenburg y Bela Kuhn dirigían la propaganda radiada en la zona roja.
En las célebres Brigadas Internacionales abundaban los pertenecientes al “pueblo elegido por sí mismo”. Según Joaquín Palacios Armiñán (Revista “En Pie”, Madrid, abril 1963.) vinieron a España no menos de 35.000 hebreos, de los que 7.000 perdieron la vida y otros 15.000 resultaron heridos. El porcentaje de judíos entre los dirigentes de las Brigadas Internacionales era elevadísimo. Mencionemos, entre otros, a Lazar Fekete, alias “General Kléber”, que inició su carrera bolchevique participando en el asesinato de la familia imperial rusa; Zálka Matéi, alias “General Lukasz”, Wolff, Hans Beimler, Karol Swyerczewsky, alias “General Walter”, y posteriormente Ministro del Interior en la Polonia comunistizada; George Montague Nathan, un millonario procomunista de Inglaterra; Goldstein, Rosenstein, Joe Loew; André Marty, el llamado “carnicero de Albacete”; Ernst y Otto Fischer, Kurt y Hans Freud, Paul Vaillant Couturier, Grigorievitch, alias “General Stern”, etc.
La derrota del marxismo en tierras ibéricas impidió la total realización de los planes stalinianos, si bien su objetivo primordial, abrir un abismo insalvable entre democracias y fascismos, se había logrado con creces.
Al principio del artículo mencionamos a Gregorio Marañón y a Ortega y Gasset. Es preciso recordar que ambos junto a Ramón Pérez de Ayala habían firmado un artículo publicado en el diario “El Sol” el 10-02-1931 titulado “Delenda est Monarchia”. Pues bien, los tres firmantes de esa declaración contra la monarquía y a favor de la República, se desdijeron después. Ortega y Gasset había sido en los inicios de la República diputado por la “Asociación al servicio de la República”, para retirarse totalmente desilusionado de ella después. Logró irse a París, y una vez allí, escribió en 1937, cuando todas las predicciones eran favorables aún a la República, un libro titulado “En cuanto al pacifismo” en el que decía lo siguiente: “Mientras en Madrid, los comunistas y sus afines obligaban bajo las más graves amenazas a escritores y profesores a firmar manifiestos, hablar por la radio, etc, cómodamente sentados en sus despachos y sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad”. De igual modo, Ortega arremetió contra Einstein porque éste había tomado partido por la República, con estas palabras: “ignorante de todo lo que pasa aquí o mal intencionado”.
Gregorio Marañón, al igual que Ortega y Gasset, logró irse a París, y allí escribió en 1937 en la “Revue de Paris”: “Aunque en el lado rojo no hubiera un solo soldado ni fusil soviético, sería igual. La España roja es espiritualmente comunista. En el lado nacional, aunque hubiera millones de italianos o alemanes, el espíritu sería infinitamente español, más español que nunca”. Y como Ortega, volvió a España tras la guerra.
El tercer firmante de la declaración mencionada, Pérez de Ayala, desde Londres apoyó al Movimiento Nacional. escribiendo en el “Times”: “Desde el principio del Movimiento Nacional lo he aprobado explícitamente y le he enviado mi adhesión, tan invariable como indefectible al General Franco. Estoy orgulloso de tener a mis dos hijos en el frente como simples soldados”.
Por tanto, los tres hombres que habían firmado aquella declaración a favor de la República, los tres intelectuales que la animaron, que la dieron su voto de confianza, los tres se desilusionaron pronto de la misma, y se pasaron al desengaño absoluto.
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