Por Javier Urcelay
Nací en 1954. He vivido, por tanto, veinte años en el franquismo. Como muchos otros millones de españoles, mayores de sesenta años.
No conocí la posguerra, que debió ser muy dura, como todas las posguerras. Hubo fusilamientos y represaliados – todas las víctimas de todas las guerras merecen respeto-, como después de todas las contiendas bélicas en las que bandos enemigos lucharon a muerte. Que se lo pregunten a los franceses, los alemanes o los italianos después de la Segunda Guerra Mundial. Cientos de miles de represaliados entre los derrotados, aunque sea un tema tabú sobre el que hay un interés general en no hablar. Tampoco el PNV tiene interés en hablar de los casi 200.000 vascos que tuvieron que abandonar su tierra en los años de plomo de ETA. Eso no quita un ápice de veracidad a los hechos. Sabemos cómo son esas cosas. Hay temas en la historia sobre los que simplemente se pone el cartel de “No trespassing” si no quieres buscarte la ruina como investigador o periodista.
Los años de la inmediata posguerra fueron años -al menos hasta la derrota del Eje- de mimetismo fascista, curiosamente protagonizados por arribistas y advenedizos que nada habían tenido que ver con el Alzamiento de julio del 36 ni con la lucha en los frentes. Eran tiempos en que se llevaba el Partido Único y el Estado Totalitario, que fascinaban a derecha e izquierda y a los que parecían representar el futuro. Franco desde luego se apuntó, como otros de izquierdas lo hubieran hecho al estalinismo si el bando republicano hubiera obtenido la victoria
Como yo no había nacido, es territorio sobre el que me someto al juicio de historiadores y testigos de la época, los pocos que van quedando.
Hablo de lo que sé, de los años 60 y 70. Los años de franquismo que conocí -sus dos últimas décadas de desarrollismo y tecnocracia- no se parecen en cualquier caso en nada al cuadro de dictadura, represión y sangre con la que hoy pretenden describirlo. Como si el clima de 1940, si es que alguna vez fue así, se hubiera prolongado hasta el triunfo de Massiel en Eurovisión.
En España se vivía en paz, una paz que hoy parece, cuando la recordamos más allá de lo creíble: no se cerraban las puertas de las casas, se dejaban los coches abiertos, el número de delitos y reclusos en las cárceles era mínimo y había mucha menos violencia machista que la que nos sobrecoge en la actualidad.
El país estaba despolitizado, la política no era causa de división entre las familias o los amigos, que a veces no sabían incluso “cómo pensaban” en cuestiones políticas. De eso se ocupaba Franco y los que gobernaban, hombres tenidos por capaces -y los eran- y honrados -los casos de corrupción en cuarenta años fueron anecdóticos comparados con los vistos después.
Los españoles se dedicaban mayoritariamente a su vida privada, a trabajar -se rozaba el pleno empleo-, sacar adelante a la familia, y acceder a las crecientes comodidades de la vida: los primeros electrodomésticos, el utilitario, el veraneo, la parcelita…
El país prosperaba gracias a su industrialización y el crecimiento de las grandes urbes. Cataluña y las provincias vascongadas eran la locomotora de España, y a ellas se dirigía la migración rural en busca de oportunidades. Los catalanes eran el ejemplo de laboriosidad y los vascos, considerados el exponente de la raza. El acceso a las universidades empezaba a ser masivo, y se creaba una sólida clase media que daba extraordinaria estabilidad al país. Se construían hospitales, institutos de enseñanza media, carreteras, viviendas sociales, se inauguraban pantanos… y España iba adquiriendo el tono de un país moderno, con unos índices de crecimiento económico como los de ahora los chinos, encabezando el grupo que entonces se llamaba de países “en vías de desarrollo”. Una avanzada legislación social y una red de industrias nacionalizadas en los sectores clave protegían a los trabajadores, y las clases populares veían aumentar día a día sus oportunidades de prosperar.
Viví los años de la conflictividad universitaria -no la de las fábricas, porque yo era estudiante- , con los grises cargando en los campus y las protestas estudiantiles. Eran los años del Mayo francés -mayo del 68- y de la guerra de Vietnam. Había conflictos y desordenes universitarios en todos los países de Occidente. Pero que no me cuenten milongas: los “estudiantes subversivos” no pasaban de un muy modesto 5%, como mucho, en cada aula universitaria. Tanto, que para poder hacer una asamblea tenían que venir de otras facultades. El resto les soportaba con estoicismo y resignación, con la esperanza de que no les hicieran perder demasiadas clases a base de asambleas y desalojos. Y, por supuesto, no se trataba de estudiantes demócratas, sino de grupos revolucionarios, admiradores del Che o de Mao Tse Tung. No me encontré a nadie socialdemócrata ni reformista de centro en aquellos años, y dispongo de una notable colección de panfletos de la época. Resulta completamente inverosímil esa supuesta marea de opositores al régimen de la que hoy todos proclaman haber formado parte. Simplemente no salen las cifras, ni en aquellos tiempos se vio rastro de su presencia.
España vivía bajo un régimen autocrático, en el que la voluntad de Franco era soberana e indiscutible, pero los españoles mayoritariamente se sentían bien gobernados, y el progreso que notaban en sus vidas y las de sus vecinos confirmaba cada año esa sensación.
El Estado tenía, por otra parte, proporciones reducidas, con un número de funcionarios cuatro veces inferior al actual, lo que posibilitaba unos impuestos que hoy se considerarían de paraíso fiscal.
Franco era aclamado por las multitudes en cualquiera de sus apariciones en público, los aplausos en las aceras se sucedían al paso de los coches que constituían su séquito en los desplazamientos y disfrutaba de sus veraneos en San Sebastián, navegando a bordo del “Azor”, cuya tripulación estaba compuesta en gran medida por marineros vascos. A su muerte, la mayoría del pueblo español lloró su pérdida y formó largas colas espontáneas para darle su último adiós. Muchos de aquellos españoles aún viven, o viven sus hijos, que son conscientes de cómo lo vivieron sus padres.
La cultura también floreció durante aquellos años, con grandes nombres en la pintura, el arte dramático, la literatura, el cine… Algunas de esas cumbres no han sido superadas en los años posteriores. Es simplemente falso que durante cuarenta años España fuera un erial sin mérito ni valor cultural alguno. Y en honor a la verdad, fuera una cosa u otra, no le imputaría al régimen lo que en último término no es atribuible más que a la sociedad en su conjunto.
En el orden moral -de moral privada y de moral social-, en aquellos años se respiraba un ambiente sano en cuanto a decencia pública, moralidad de las costumbres, educación religiosa de la juventud, escasa difusión de las drogas, solidez de la institución familiar, protección de la vida y, por supuesto, disposición de medios por parte de la Iglesia Católica para llevar a cabo su labor. Todo ello no puede menospreciarse, pues al fin y al cabo es misión del gobernante el que los gobernados puedan desarrollarse plenamente como personas, creando también las condiciones que les permitan alcanzar su destino eterno. Si estoy equivocado en ello, estoy abierto a escuchar los argumentos en contra de cualquier obispo o clérigo que discrepe.
En definitiva, el régimen de Franco que conocí no fue ni mucho menos el período más negro de nuestra historia contemporánea, sino más bien si acaso lo contrario, una de las etapas que produjo mayor prosperidad a los españoles, por lo menos en varios órdenes de la vida. Como San Juan, puedo dar testimonio y mi testimonio es veraz, porque de todo ello fui testigo.
No pretendo pintar un nirvana, ni ocultar los muchos puntos oscuros que, sin duda, existieron también a lo largo de aquellos largos cuarenta años. ¿No los tienen acaso también los cuarenta de democracia que llevamos? ¿Hacemos recuento?
No soy un panegirista del franquismo, y si me lo propongo, soy perfectamente capaz de encontrarle muchos defectos, hasta el punto de que alguien podría tildarme de antifranquista. Conozco muy bien las carencias políticas que tuvo el régimen de Franco, y lo que tuvo de oportunidad perdida en varios sentidos, entre otras la de haber reinstaurado una monarquía tradicional, social y representativa poco después de conseguida la paz. Conozco también otras muchas lacras del régimen y la falta de cauces a las legítimas libertades políticas y sociales –entre las que incluyo la postergación del carlismo, a pesar de su contribución a la Cruzada. Se prolongó la existencia del Movimiento como sucedáneo de partido único, que debía haber acabado mucho antes, y Franco se perpetuó en el poder durante demasiado tiempo. La censura en la prensa y medios de comunicación fue una de esas lacras que contribuyó a un aire de privación de libertad (aunque lo fue de manera ingenua y cándida comparada con la sutil, pero implacable, que padecemos en la actual cultura de la cancelación).
Sin embargo, no me ciega el sectarismo como para no reconocer los méritos del régimen de Franco en el que viví y su balance final positivo en la historia de España. No se puede mirar al pasado desde el maniqueísmo. Ni todo lo de entonces fue malo, ni todo lo traído por la Constitución y el régimen del 78 bueno.
Reclamo libertad para poder hablar de todo ello, de las luces y de las sombras. Reclamo el derecho de muchos españoles, mayores de sesenta años, a que no nos hagan un trasplante de memoria, para convencernos que es verdad lo que nos cuentan, y no lo que vivimos. Reclamo que no se puede defender la libertad, imponiendo una dictadura de opinión única y obligatoria. Y defiendo el derecho de la Fundación Francisco Franco, de la que nunca he sido miembro, a desarrollar en paz y libertad su labor, al servicio de la investigación y el mejor conocimiento de una etapa de la historia de España, que simplemente no se puede borrar de un plumazo ni condenar en bloque.
Así lo proclamo por amor a la verdad, en defensa de la memoria de mi padre, que sirvió lealmente al régimen de Franco -como los padres de muchos millones de españoles, cada uno en su puesto-, y que tienen derecho a no ser tratados como si hubieran sido oficiales de la Gestapo. Tengo en mente especialmente a los votantes del PP, e incluso de Vox, que parecen haber comprado una mentira que deshonra la obra de sus propios progenitores.
Y lo escribo antes de que alguien tenga respaldo legal para imponerme una multa entre 200 y 150.000 euros aplicándome la nueva, sectaria y revanchista Ley de la Memoria Democrática.
Este artículo se publicó en ahorainformacion.es
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