Por Javier Urcelay
El trilema “Dios, Patria, Rey” -o “Dios, Patria, Fueros, Rey”, en su formulación más completa- representa la sinopsis de la jerarquía axiológica del tradicionalismo español. En él se resumen los principios que constituyen la quintaesencia de la España tradicional: el reconocimiento de la Soberanía Social de Cristo y de la ley natural; el amor a la Patria que nos da el ser lo que somos, con un patriotismo ascendente, integrador y abierto; la defensa del Rey legítimo, de origen y de ejercicio, como encarnación de la Monarquía Hispánica, fautora de las gestas de nuestro pasado y garante de la unidad y continuidad de la nación.
Hoy la Monarquía Hispánica es sólo el recuerdo de un pasado glorioso. Dos siglos de Revolución y de penetración en los espíritus de los deletéreos principios de la Modernidad, alejan a los españoles del régimen político secular que les hizo grandes y convierten la pretensión de restaurar la Monarquía Tradicional -católica, social y representativa- en lo que el historiador Fernando García de Cortázar considera una “ensoñación quimérica”. Salvo que ocurra un cataclismo social o una intervención de la Providencia, siempre posibles.
La Monarquía Constitucional que subsiste en la actualidad, vaciada de contenido y reducida a cáscara muerta por el liberalismo, no tiene más vínculo con la Monarquía tradicional hispánica que el principio hereditario en la más alta magistratura del Estado. Subsistencia, por cierto, que constituye una espina irritativa y es solo aceptada a regañadientes por buena parte de los adalides del régimen político vigente.
En la Monarquía Constitucional, el rey queda privado de toda prerrogativa real -en el doble sentido de la palabra-, y sus funciones se asemejan más, por ejemplo, a las propias de la primera dama de los Estados Unidos, que a las de un jefe de Estado de cualquier régimen republicano. Su papel se reduce así casi exclusivamente a lo protocolario. Por no tener, el rey constitucional no tiene ni siquiera la responsabilidad sobre sus actos que tienen el resto de los ciudadanos. La firma de Felipe VI de los recientes indultos a los golpistas separatistas catalanes es muestra elocuente de ello.
Incapaz de hacer valer las fuentes genuinas de su “legitimidad de origen” -rey “por la Gracia de Dios”-, y carente de la conferida por las urnas -única reconocida por el régimen democrático liberal-, el monarca constitucional está condenado a la perpetua sumisión al poder político, del que es cautivo y bajo cuyo chantaje moral vive. Su “legitimidad de ejercicio”, en lugar de deberse solo a su recta conciencia y al bien común de su pueblo, consistirá en aceptar estar bajo el permanente y agobiante escrutinio de quienes exigirán de él un nivel de pulcritud y “ejemplaridad”, meramente formal, que ningún otro ciudadano -y, desde luego, ningún político- estaría dispuesto a asumir.
De esta forma, el rey constitucional, acomplejado e inane ante el igualitarismo democrático, renuncia no sólo al ejercicio de cualquier autonomía y responsabilidad personal, sino también a la dignidad y carácter simbólico de su condición real. Desaparece con ello todo vestigio del ceremonial y pompa asociados a la realeza, parte de su profundo significado, y que aún se conserva admirablemente en la monarquía británica. Por el contrario, se enfatiza su condición de ciudadano cualquiera -por ejemplo, acudiendo a vacunarse por su turno y a su ambulatorio- lo que, lejos de lograr el objetivo de imagen pretendido, no hace sino poner de manifiesto las contradicciones insalvables de su imposible estatuto de “igual pero diferente”.
Por todo ello, no será el tradicionalismo quien derrame una lágrima el día en que, fruto de sus incongruencias, la actual “República coronada” -en acertadísima expresión de nuestros clásicos-, decida quitarse la corona y se proclame abiertamente la República Democrática. Antes o después sucederá, por pura lógica interna de las ideas, y los tradicionalistas lo presenciaremos con la pasividad de quien asiste una película ya vista.
Otras trincheras reclaman nuestra más urgente atención y resultan hoy más perentorias. Entre ellas, en lugar fundamental, la defensa de la familia natural, atacada por mil frentes y acosada hoy por todos sus flancos, prueba de que la batalla contra el orden natural y cristiano ha llegado ya a los últimos reductos de la ciudadela.
La familia es la célula básica de la sociedad, como entendieron ya los clásicos. La familia es, decía Platón, “el seminario de la república”: la unidad básica de convivencia, la semilla de la que procede la sociedad entera, la formadora de vocaciones a la vida social… Sin familia, el organismo social se desmembra inevitablemente.
La familia es también, recordaba San Juan Pablo II, la “Iglesia doméstica”, el eslabón indispensable en la transmisión de la Fe y de la tradición. Transmisora también de ese comprimido de civilización que llamamos sentido común. Sin familia, cada generación sería un reempezar de cero; cada nuevo ciudadano, una hoja al viento.
La socióloga americana Mary Eberstadt en un libro indispensable[i], ha, puesto además de manifiesto, por primera vez, el papel clave que está jugando la destrucción de la familia natural en el actual proceso de secularización y apartamiento de Dios de las sociedades occidentales. La destrucción de la familia natural no sólo es efecto, como cabía suponer, sino también causa de la pérdida de la religiosidad.
Alejandro Macarrón, por su parte, ha alertado sobre “el suicidio demográfico de España”, y sobre el papel clave de la familia en la natalidad: las familias tradicionales, constituidas por un hombre y una mujer unidos de forma estable, son las que proporcionan más hijos y las únicas que pueden asegurar el reemplazo generacional.
Tanto uno como otro aspecto, reafirman la importancia crucial de defender a la institución familiar frente a los actuales ataques representadas por las leyes divorcistas, la ideología de género, la denigración del papel de madre, las parejas de hecho, la banalización hedonista del sexo, las negaciones de la libertad de enseñanza, la precariedad en el empleo de los jóvenes y la falta de viviendas sociales.
Sin familia no hay sociedad; sin familia no hay religión; sin familia no hay tradición; sin familia no hay futuro demográfico; sin familia no hay orden social cristiano posible, ni esperanza alguna. Sin familia tampoco hay, por supuesto, Monarquía.
Junto al “Dios, Patria, Rey”, irrenunciable trilema del tradicionalismo y síntesis perenne de sus principios doctrinales, es preciso afirmar hoy el “Dios, Patria, Familia”.
Quizás apunte, más directamente que la invocación al Rey legítimo, a los fundamentos esenciales del orden social que es preciso defender en los momentos que vivimos.
[i] Eberstadt, Mary: Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios. Madrid: Ediciones Rialp, 2014.
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