Por su interés reproducimos el artículo firmado por Eulogio López y publicado en Hispanidad.com
Decíamos ayer, que Ignacio Hernando de Larramendi, el hombre de Mapfre, que catapultó aquella miniempresa a la categoría de primera aseguradora española, representaba el matrimonio perfecto de un binomio que algunos consideran imposible: era un empresario cristiano. Y es en este momento cuando conviene recordar a Karol Wojtyla, entonces obispo de Cracovia, cuando un joven le habló de un novelista católico que empezaba a despuntar en Polonia y al que, en su condición de cristiano en el mundo de las letras, convenía apoyar, torció el gesto.
No –respondió el futuro San Juan Pablo II-, no es un novelista católico, es un católico que escribe novelas.
Y no debía escribirlas nada mal.
Pues bien, Ignacio Hernando de Larramendi fue un empresario católico, no sólo un católico empresario. Coherencia de vida, que le dicen. Y tuvo que ser San Juan Pablo II, el hombre que dictaminara que el martirio del siglo XX es la coherencia.
Ese año celebramos el centenario del nacimiento de Larramendi (1921), con diferentes actos. Entre ellos, la edición, por parte de Fundación Mapfre, de un libro de autoría múltiple que lleva ese título: Larramendi y como subtítulo: el arquitecto del seguro moderno: Mapfre… y del humanismo en la empresa y en la vida. Como uno es un lector vicioso, que absorbe las cosas al vuelo y por eso se le van volando, me lo he leído y al mismo tiempo he repasado otro, de Editorial Actas, tituladoAsí se hizo Mapfre, una autobiografía del propio Larramendi, publicada el año 2000. Recomiendo ambos.
A mí, la verdad es que lo del humanismo me va poco. Me recuerda aquello que exhalaba un argentino afincado en España, partidario del general Videla, durante la dictadura militar en el país austral: “los argentinos no necesitamos derechos humanos porque somos muy derechos y muy humanos”. Pues eso, que lo de humanismo, así como lo del humanismo cristiano, me dice poco. Siempre he sufrido la impresión de que el sustantivo se había trocado en adjetivo y de que, encima, el adjetivo real, lo de humanista, no era más que una reiteración.
Todos los seres humanos solemos ser humanistas, por definición, como diría… con la diferencia de que algunos son humanistas decentes y otros son, como diría el gran Campmany… “un poquito cabrones”.
Volvamos a Larramendi quien, además, fue un empresario que triunfó en el mundo, pues elevó a la aseguradora Mapfre a empresa líder y modelo corporativo.
Porque Larramendi era, además, un carlista, lo que en el siglo XXI es considerado por muchos con una nota de color, un marginalismo interesante, una curiosidad histórica. Pues bien, digo y confirmo que me encantan los carlistas porque son los últimos románticos. Me encantan los navarros porque dicen lo que piensan incluso cuando no deben. Ignacio Hernando de Larramendi no era navarro sino nacido en Madrid, pero su procedencia era del antiguo Reino (Vasconia nunca fue reino sólo señorío, entre otras cosas porque los de Bilbao son todos señores, pero pueden apuntarse como pedanía de los forales), que abarca el norte vasco y el sur mesetario. Y hoy quiero centrarme en el Larramendi carlista. Señores: necesitamos tanto del optimismo e incluso aderezado con algo de ‘joie de vivre’ que deberíamos hacernos todos tradicionalistas y, si cupiera, carlistas, unos tipos nacidos de una opción monárquica que se quedan sin Rey pero no se quedan sin opción. O como me dijo una la expresidente de la Comunión Tradicionalista Carlista (CTC): “sí, Eulogio, nosotros creemos en Dios, Patria y Rey… pero por ese orden”.
Y así fue como Larramendi, un romántico, que en la Guerra Civil, a sus 16 años, ya estaba en un tercio requeté seguramente oyó de sus mayores aquellos de “disparad pero sin odio”.
Sí, soy consciente de que, en el siglo XXI, los carlistas mandan menos que un gitano en un juzgado. Les he conocido siempre en posición de minoría, una minoría entusiasta cargada de razones a los que poco importa el éxito -con criterios mundanos, son un auténtico fracaso- porque tienen argumentos para defender lo que piensan y porque no sólo exponen un credo político, una opción monárquica o una teoría bien documentada: lo que proponen los carlistas es una filosofía de vida. El carlismo constituye hoy el mejor ejemplo de la logoterapia, la doctrina de Víctor Frankl, que asegura que quien tiene un porqué para vivir acabará encontrando el cómo.
Los carlistas son los últimos miembros del Club de los Poetas Muertos, sólo que con más contenido que aquella ópera bufa del profesor Keating, en la Academia Welton.
Por otro lado, la vida de Ignacio Hernando de Larramendi recuerda aquella sentencia de Chesterton, a veces es fácil dar la vida por la patria… a veces es más difícil decirle la verdad. Era carlista pero no jingoísta. Como manifestó en una célebre conferencia en 1977, en el Club de Aseguradores Internacionales, “si respecto al desempleo puede hablarse de irresponsabilidad de los dirigentes sindicales, en la fiscalidad habría que hablar de la irresponsabilidad de los dirigentes empresariales”. Vamos, que los dirigentes sindicales eran unos aprovechados productores de desempleo y los empresarios que no pagaban impuestos eran culpables de la decadencia económica de los servicios públicos en España. Y ambas acusaciones son ciertas. Sólo que ambos a la vez no se la escucharán ni a un progresista ni a un conservador, sólo a un carlista, esos entusiastas que discuten los elementos del sistema y, por el mismo precio, el sistema mismo… sin dejar por ello de vivir a tope.
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