Por Jose Papparelli
¿Alguien recuerda cuando Donald Trump llegó -para sorpresa de más que muchos- a la presidencia de los Estados Unidos? ¿Recordáis cuando Marine Le Pen disputó en segunda vuelta la presidencia de Francia a Emmanuel Macron? ¿Y a Matteo Salvini como vicepresidente de Italia y ministro del Interior? Por entonces el orgullo por la patria, la prioridad por los nuestros, la recuperación de los valores fundamentales y la esperanza en la construcción de un destino común parecían avanzar sin obstáculos. No fue hace tanto tiempo, a penas solo hace un par de años. Hoy todo aquello parece ser un episodio histórico de un pasado lejano y remoto con la llegada del virus pandémico y la Nueva Era del Régimen del Pensamiento Único Global.
La era pre-covid -aunque a veces no lo parezca- existió. No era ideal ni maravillosa, pero al menos hemos podido ver a líderes políticos que osaron recorrer un camino diverso al progresismo homologado. Como todos, han tenido su virtudes y defectos, sus políticas has sido acertadas en muchas cuestiones y erróneas en otras, como es lógico y normal. Pero lo importante de este breve período ha sido que, por primera vez, hasta entonces la potencia más poderosa del mundo y varias naciones históricas de Europa, ofrecieron una visión, un discurso y políticas alternativas a la hegemonía globalista y funcional a los enemigos seculares de Occidente. Hoy ese escenario, con ese contrapeso político real, ha dejado de existir.
Nos encontramos en un mundo vertiginoso y cambiante donde la vida cotidiana parece que solo pasa por el virus, las vacunas, la distancia social y la obediencia sanitaria por encima de todo lo demás. Y todo ello dentro de un único modelo de pensamiento pautado desde los organismos supranacionales estatales y privados que confluyen en un entramado de poder hegemónico de control y vigilancia como nunca se ha visto antes.
Con el desarrollo de los acontecimientos, fruto de la crisis sanitaria mundial, el principio de libertad y el concepto de democracia han perdido su sentido y significado en un escenario donde China actúa en sintonía con la Agenda globalista y se crece ante la decadencia y el patetismo de la política de los Estados Unidos con la llegada del califato talibán en Afganistán. El actor norteamericano, repitiendo en el siglo XXI su tragedia de Saigón, junto a los actores secundarios y figurantes de la Unión Europea, parece despedirse definitivamente de las tablas como protagonista principal. Otra obra está a punto de comenzar.
Surgen así preguntas para los espectadores de esta tragicomedia mundial ¿Hay espacio para una alternativa nacional e identitaria? ¿Se está a tiempo de recuperar la senda de soberanía, libertad y dignidad de los pueblos y culturas de Occidente que haga frente a la Internacional Globalista? Tal vez la respuesta no sea taxativa más allá de las intenciones y deseos que se tengan. La discrepancia y el disenso actual tienen un precio caro, que es asumir el oprobio y el rechazo de lo políticamente correcto. La defensa de la vida, la familia, las tradiciones religiosas y culturales, el orden natural, en definitiva, la identidad y soberanía de los pueblos, están catalogados de extremismo ultraderechista por los dueños del discurso único. Y esa es la etiqueta que deja fuera de juego a quien la lleve.
Quienes no soporten el estigma de la descalificación y el rechazo, no tendrán siquiera posibilidad alguna frente a la apisonadora del Régimen del Pensamiento Único Global. Si se pierde el temor, se alza la voz y se comienza a caminar por la senda del sentido común, seguramente haya alternativa. Hoy solo contamos con muy pocos ejemplos que nos permiten afirmar lo dicho. Entre ellos podemos contar en Europa a Hungría, Polonia y el grupo de Visegrado, como muestra de coraje, dignidad y valentía a pesar del cordón sanitario políticamente correcto de la UE. La barrera contra el remplazo poblacional y la inmigración ilegal, incompatibles con su cultura, costumbres y credo, y el freno a la ideología LGBT en las escuelas, son un ejemplo a seguir por el resto de naciones europeas que aún se dignen de serlo.
Lamentablemente, aún la disidencia está disgregada, no tiene cauces que la integren y fortalezca, pero existe. Ahí está, silenciada por los medios masivos de comunicación, pero desafiando a la censura de lo políticamente correcto, a la dictadura sanitaria y a la ingeniería social. La discrepancia masiva, de momento, carece del vigor necesario para construir un auténtico contrapoder, pero ello no tiene porqué ser definitivo.
El cambio de paradigma, la recuperación de lo perdido y la construcción de un modelo alternativo al globalista será posible cuando se cuente con líderes y dirigentes políticos capaces de interpretar los deseos de esa mayoría que rechaza la tiranía progresista. Es necesario forjar también la voluntad, el patriotismo, el valor y la fe de una comunidad formada en los principios perennes de la tradición que no dejan de ser los pilares de la sociedad.
Vivimos en una realidad evidente en la que no que no todo es la pandemia, el pasaporte sanitario, las vacunas o el cumplimiento de las restricciones para salvaguardar la vida. También, y tal vez lo más importante, es que hoy está en juego la supervivencia de una civilización milenaria como la Occidental que intenta suicidarse facilitándole el trabajo a sus enemigos seculares. Aunque la mayoría de las veces no lo notemos a simple vista, esa civilización y su cultura nos ha permitido ser libres y pelear por nuestros hijos y su futuro. Si no lo olvidamos podremos volver a sentirnos orgullosos de nuestro legado para las generaciones venideras. Solamente por ese motivo merece la pena el desafío del disenso.
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