La sociedad chilena es políticamente infantil y víctima de su pensamiento dicotómico. A partir de los años ’60 del siglo pasado y hasta la fecha, esto ha sido utilizado por capitalistas y marxistas, en sus distintas variantes, para dividir a la ciudadanía y avanzar hacia sus fines comunes. El Foro Económico Mundial, proclamó el “Gran Reinicio” en la Cumbre de Davos de mayo de 2020; ¿acaso a nadie le sorprende que un club de magnates impulse la reestructuración de las reglas de funcionamiento del planeta sobre bases comunistas?
En el ámbito local, el proceso constituyente y los sucesivos escándalos que lo han rodeado, han sido el distractor perfecto frente a los abusos del estado bajo la excusa de la pandemia de Covid-19, que son promovidos –prácticamente sin disonancia y al igual que en todo el orbe- por una férrea asociación entre políticos, medios de comunicación y supuestos expertos científicos, financiados todos por el gran capital.
Con todo, según datos proporcionados por la Universidad de Oxford (https://ourworldindata.org/covid-stringency-index), Chile está entre los países más represores del mundo a este respecto, incluso por sobre varias dictaduras marxistas y teocracias. En esta línea, por estos días se aprobó la inoculación de niños de 6 años en adelante con el suero de la empresa Sinovac, a la vez que la Pontificia Universidad Católica busca “voluntarios” a partir de los 3 años de edad para experimentar en ellos para esa misma compañía del Partido Comunista Chino.
Consideremos, además, que gran parte de los políticos chilenos –entre ellos los convencionales constituyentes y algunos candidatos presidenciales- han sido elegidos en procesos fraudulentos, en que el Servicio Electoral ha permitido la intervención de los resultados de la misma forma que ocurrió por años en Venezuela y ahora incluso en los EE. UU.; negándose a investigarlos o siquiera a transparentar la información relevante. Así las cosas, no llama la atención que “prohombres” de todas las tendencias omitan criticar el sistema eleccionario nacional, que les ha permitido acceder a una inmerecida cuota de poder y dinero de todos nosotros. Algunos, con una ingenuidad incomprensible, llaman a redoblar esfuerzos en vigilar las mesas de sufragio, cuando el problema no está y nunca ha estado allí, sino en el traspaso de la información consolidada de cada local de votación, vía telemática y mediante una empresa multinacional del Big Data, al órgano central.
La verdad es que –para ser justos, no sólo en Chile- la democracia occidental, cooptada por las megacorporaciones internacionales, se cae a pedazos y está dejando ver la realidad, como un gigantesco holograma al que le comienza a fallar la fuente de poder. Corresponde, entonces, a nosotros decidir si contribuiremos a sostener a este edificio en ruinas o levantar uno nuevo, que se proyecte hacia el futuro y resguarde nuestros valores inmanentes por el bien de las futuras generaciones.
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