La llegada de la Rerum Novarum
Se cumple este año el 130 aniversario de una de las Encíclicas más importantes en la historia de la Iglesia: la Rerum Novarum de León XIII. Con ella se iniciaba el llamado corpus leonino sobre el magisterio de la Iglesia católica en temas sociales. La llamada cuestión social, en España y el resto de Europa, no fue patrimonio de las izquierdas y desde amplios sectores católicos, conservadores y tradicionalistas, se propusieron e impulsaron múltiples iniciativas obreristas. Pero no todas obtuvieron el mismo resultado, más bien entre ellas surgieron encontronazos que muchas veces esterilizaron los esfuerzos para mantener un obrerismo católico. No obstante, la cuestión social en el mundo católico ocultaba una realidad mucho más profunda: la lucha entre los sectores católicos liberales que habían decidido aceptar los regímenes surgidos de las revoluciones decimonónicas (todos ellos en mayor o menor grado anticlericales) y los católico tradicionalistas que aún aspiraban a reconstruir la Cristiandad.
la cuestión social en el mundo católico ocultaba una realidad mucho más profunda: la lucha entre los sectores católicos liberales que habían decidido aceptar los regímenes surgidos de las revoluciones decimonónicas
Javier Tusell, en su Historia de la Democracia Cristiana en España, deja claro que tras la Rerum Novarum(1891) se escondía la problemática que el mismo Papa había intentado atajar con una Encíclica anterior y dedicada especialmente a los españoles: la Cum Multa(1882). Esta encíclica se escribió para contener la convulsión provocada por los enfrentamientos entre los católicos españoles, aunque no lo consiguió apagar el fuego. En España se había producido, con dolor de muchos católicos, la restauración de la dinastía de los tristes destinos. Tras un periodo convulso de la Revolución de 1868, el frustrado reinado de Amadeo de Saboya, la Guerra civil carlista, la convulsa I República, la Guerra de Cuba, España necesitaba paz y se acogió a la dinastía liberal que tanto había despreciado. La Constitución de 1876 fue una obra de ingeniería de Cánovas del Castillo para lograr un “consenso” nacional que a muy pocos contentó. Sólo las elites representadas por el Partido Conservador y el Liberal iban a estar a gusto en un régimen que controlaban manteniendo a republicanos y carlistas lejos del poder.
Una polémica perpetua
Ello no quita que las masas carlistas y de católicos intransigentes subsistieran en importancia tal que se les llegó a conocer como el “Partido católico”. El conservadurismo español, el llamado catolicismo liberal, transigentes, accidentalistas o “mestizos”, debían sufrir constantemente los ataques de los católicos tradicionalistas, “intransigentes” o “íntegros”. El Siglo Futuro sería el bastión de los católicos tradicionalistas y el periódico más leído entre el clero de España para gran disgusto de algunos obispos, cada vez más, que se acercaban al cobijo de la sombra de la Restauración borbónica y se convertían en “malmonoristas”. Todo ello a pesar de que esa constitución resquebrajaba la Unidad Católica, no garantizaba la libertad de la Iglesia e imponía el dogma liberal de la “soberanía nacional”. Ciertos obispos y Cánovas del Castillo aplaudieron la iniciativa de Alejandro Pidal y Mon y su “Unión Católica” (1881-1884). En un principio era una “movimiento social” católico, que llamaba a las masas católicas a movilizarse para realizar una acción social en el denostado régimen de la Restauración. Pidal y Mon prometió hasta el hartazgo que no se trataba de un partido político y que los tradicionalistas no debían desconfiar de su proyecto.
Pero los católicos intransigentes no cayeron en la trampa, pues rápidamente vieron que la “Unión Católica” se trataba de una ardid para arrastrar a las masas católicas a apoyar al Partido Liberal-Conservador de Cánovas. Finalmente, como no podía ser de otra forma, la “Unión Católica” se integró en el partido de Cánovas y, en agradecimiento, le regalaron el Ministerio de Fomento en 1884 (Pidal y Mon, había jurado y perjurado que nunca entraría en política). Desde entontes este arquetipo de estrategias conservadoras para disolver las masas integristas fue contante, como iremos viendo. Cuando años después vio la luz la Rerum Novarum (1891), levantó muchas suspicacias entre los sectores conservadores en concreto y liberales en general, pues vieron en ella un impedimento para aplicar las doctrinas liberales en lo económico.
Pero los católicos intransigentes no cayeron en la trampa, pues rápidamente vieron que la “Unión Católica” se trataba de una ardid para arrastrar a las masas católicas a apoyar al Partido Liberal-Conservador de Cánovas
Recordemos que, contra lo que se suele interpretar, la Rerum Novarum acusaba al liberalismo económico de ser el causante con sus desmanes de provocar las reacciones revolucionarias en el obrerismo incipiente. Por ello, incluso algunos radicales socialistas la aplaudieron. No es de extrañar que cuarenta años después, una Encíclica de Pío XI que celebraba el aniversario del escrito de León XIII, la Quadragesimo Anno, sentenciara: “No faltaron quienes mostraron cierta inquietud [por la aparición de la Rerum Novarum] … y fuera considerada sospechosa para algunos, incluso católicos, y otros la vieran hasta peligrosa. …[pues] Audazmente atacados por ella, en efecto los errores del liberalismo se vinieron abajo”. Tampoco podemos olvidar que Pablo VI, en el 80 aniversario de la Rerum Novarum-en su Encíclica Octogesimo adveniens-, afirmara que en cuestiones sociales un católico no puede ser ”ni liberal … ni marxista”. Hoy en día parece que esta doctrina ha quedado relativizada por el tiempo, pero es precisamente su olvido, la que con el tiempo impediría una verdadera acción católica en las cuestiones sociales y el desarrollo de un obrerismo o sindicalismo verdaderamente católico. Así, el campo sindical acabaría quedando bajo el monopolio de la izquierda hasta nuestros días.
El paradigma francés
Mucho antes de la aparición de la Rerum Novarum, habían aparecido muchas iniciativas apostólicas en favor de los más desfavorecidos en la Europa fruto de la Revolución Francesa. Recordemos que, en Francia, la Ley Chapelier de 1791 había suprimido los gremios. Este tipo de legislaciones se fueron sucediendo por muchos países donde triunfaba el espíritu revolucionario. Los obreros, desposeídos de los gremios que les daban cobertura y protección, se acabaron convirtiendo en un proletariado desolado por múltiples injusticias de una voraz burguesía que se iba entronizando a lo largo del siglo XIX. En esas épocas de desamparo aparecieron figuras como el Marqués René de la Tour du Pin que, dolorido por la situación del nuevo proletariado, fundó los Círculos Católicos Obreros. Se fueron rápidamente extendiendo por Francia, llegando a tener 40.000 afiliados. Estos círculos, no tenían un carácter sindicalista, pues el concepto ni siquiera existía, sino más bien querían ser un lugar de encuentro y protección de los trabajadores más débiles que sustituyera a los desaparecidos gremios. De hecho, De la Tour du Pin, siempre creyó posible volver a restaurar el sistema gremial y la monarquía tradicional católica en Francia. Para él, la cuestión social y obrera era una parte más de una gran restauración que necesitaba Francia para enterrar definitivamente los males de la Revolución Francesa. Por desgracia, este tipo de personajes, han quedado olvidados y relegados por otras figuras.
Entre ellas cabe destacar, Frédéric Ozanam (1813-1853, actualmente beatificado) que fundó las famosas Conferencias de San Vicente Paúl. Realizó algún conato de organización política para luchar por la “justicia social” pero se frustró por el golpe de estado de Luis Napoleón en 1851. Fue el llamado Partido de la Confianza, en el que estaban implicados católicos menos piadosos y liberales que ya aceptaban los principios de la Revolución francesa (siempre que no se llegara nuevamente a los excesos de El Terror). Entre ellos estaban Lacordaire, Montalembert y Tocqueville que ya habían aceptado la II República Francesa (1848-1852). Se puede decir que Ozanam es el primero que utilizó el concepto de “democracia cristiana”, aunque en un sentido muy diferente del actual. En esa época “democracia” era sinónimo de “revolucionario y anticlerical” y él quería expresar la posibilidad de evangelizar a esas incipientes masas de obreros que se estaban macerando en el caldo de cultivo del odio a la Iglesia.
En Francia, la Ley Chapelier de 1791 había suprimido los gremios. Los obreros, desposeídos de los gremios que les daban cobertura y protección, se acabaron convirtiendo en un proletariado desolado por múltiples injusticias de una voraz burguesía que se iba entronizando a lo largo del siglo XIX
Décadas después surgiría en Francia otro noble, el Conde Albert du Mun (1841-1914). Fue uno de los adalides de los Círculos Obreros Católicos. En principio se le podía considerar el continuador natural de Tour du Pin. Luchó contra la III República francesa iniciada en 1870 y salpicada por la revuelta de la Comuna de París en 1871. Se convirtió en el líder católico de los anti-republicanos y le repugnaba la idea del sufragio universal. Su aversión a la democracia (en su concepción moderna) no implicó que fuera un entusiasta de la acción social y obrera. Sin embargo, ante las tensiones entre la Iglesia Católica y la III República, León XIII tomaría una decisión de la que al final de sus días se arrepentiría. En 1884 publicó la Encíclica Nobilissima gallorum gens, por la que recomendaba la táctica del “ralliement” o aceptación de la República como régimen o poder constituido. Por ello legitimaba, con algunas condiciones, la lucha política de los católicos aceptando la República como un régimen “accidental” pero constituido y por lo tanto que debía ser obedecido.
León XIII creía que así se aparcarían los ánimos anticlericales de la III República, pero se engañaba. Entre 1903 y 1904, los republicanos enseñaron su verdadero rostro y desposeyeron a la iglesia de sus posesiones. En 1905 se decretaba la separación total de la Iglesia y del Estado y se dejaba de sustentar al clero. Aunque muchos católicos se rebelaron en contra y hubo muchos casos desobediencia civil, ya era tarde. Hombres como Albert du Mun ya habían asumido el “ralliement”. Ello causó una tragedia -inimaginable hoy en día- en el catolicismo francés. Había sido gracias a décadas y décadas de esfuerzos y sacrificios de los monárquicos franceses, por lo que se había conseguido detener muchas veces el avance de las revoluciones anticlericales decimonónicas y salvada la integridad de la Iglesia. Su postura radical, en la que se les hacía inimaginable deslindar su monarquismo de su catolicidad, los condenaba ahora, con la política vaticana de aceptación de la III República, al ostracismo o a comulgar con ruedas de molino.
El paradigma español
En la citada Encíclica Cum Multa(1882) ya se encuentran argumentos que preceden la política del “ralliement”. A los católicos españoles más intransigentes, carlistas e integristas que aún entonces iban a la una, se les recordaba la teoría de aceptar el poder constituido. Y se les alentaba, si no a participar en el Régimen que aborrecían, por lo menos a no atacar a los católicos que sí lo aceptaban (los católico liberales). Cuando llegó la Rerum Novarum (1891), el catolicismo tradicionalista ya había sufrido la escisión integrista (1888), pero mantenía aún su firme oposición especialmente contra los conservadores de Cánovas del Castillo. Este, al publicarse la Encíclica, primero dudó si apoyarla o ignorarla. Pero daba la casualidad que en el Senado se estaban debatiendo ciertas leyes sociales, especialmente sobre la regulación del trabajo de la mujer. Entonces vio la ocasión de atraerse a las masas católicas que aún le repudiaban si se convertía en el abanderado de la Rerum Novarum. Soñaba que lo que no había conseguido la “Unión Católica”, a lo mejor lo conseguiría enarbolando el pendón de la justicia social que reclamaba la Iglesia.
Encontramos aquí una sustanciosa paradoja. Castelar, dirigente del Partido Liberal-Fusionista, rechazó la Encíclica porque (aparte de ser anticlerical) esta defendía la intervención del Estado para regular cuestiones de justicia social. No olvidemos que los liberales progresistas, eran en su mayoría librecambistas y no estaban dispuestos a que nadie pisoteara sus principios liberales. De hecho, León XIII fue acusado por muchos liberales europeos de ser “socialista” por reivindicar la intervención del Estado. Por el contrario, Cánovas deseaba (paradójicamente) que su gobierno conservador fuera intervencionista. Y quiso justificarlo afirmando que seguía las enseñanzas del Papa. Este hecho provocó la ira de los católicos tradicionalistas que enseguida apercibieron lo farisaico de la postura de Cánovas del Castillo. El portavoz del tradicionalismo para esta cuestión fue el intelectual y periodista Ortí y Lara. Acusó a Cánovas de querer construir un “Estado-caridad” o un “Estado-Patrón” (léase en términos modernos, un Estado de Bienestar).
El portavoz del tradicionalismo para esta cuestión fue el intelectual y periodista Ortí y Lara. Acusó a Cánovas de querer construir un “Estado-caridad” o un “Estado-Patrón” (léase en términos modernos, un Estado de Bienestar).
Al igual que en Francia hizo De la Tour du Pin, Ortí y Lara defendió que la cuestión social y obrera debía integrarse en la restauración del reinado social del cristianismo y no en una mera política de un gobierno paternalista. De hecho, en una época en la que las palabras y los matices importaban y mucho, los católicos intransigentes acusaban a Cánovas de usar la expresión “descanso semanal” y de que se avergonzara que en su proyecto de ley se evitara la expresión “descanso dominical”. El debate entre los dos sectores del catolicismo, se recrudecieron. Cánovas puso encima de la mesa como argumento propiamente conservador e intervencionista, que el Estado actuaba en materia social ya que la “Iglesia estaba debilitada” para ocuparse de ella. Evidentemente callaba que quien había debilitado hasta el extremo la iglesia era el propio liberalismo decimonónico. Nocedal, desde El Siglo Futuro,y Sardá y Salvany, desde la Revista Popular, no cejaron en lanzar sus andanadas tanto contra el liberalismo económico como contra el socialismo.
Ante estos embates, la jerarquía católica pro-alfonsina, iban a salir al rescate del Partido Conservador e iban a intentar frenar al díscolo catolicismo tradicionalista. El obispo Sancha (en aquel momento obispo de Madrid-Alcalá) y el Cardenal Rampolla (Secretario de Estado de León XIII, que a la postre resultó siempre sospechoso de masón) promovieron los Congresos Católicos Nacionales de España (de 1889 a 1902). Estos congresos pretendían, al igual que en su momento lo intentó la “Unión Católica”, aunar a los católicos en torno a la cuestión social. Pero a los católicos intransigentes no se les escapaba que era una nueva treta de desmovilización del tradicionalismo y de legitimación del Régimen de la Restauración borbónica. Estos Congresos y su “agenda” oculta fracasaron. No obstante, una semilla envenenada quedó. Un joven carlista, Severino Aznar, organizaría a partir de 1906, las Semanas Sociales para tratar de la cuestión social y obrera. También por ese tiempo, ya reinando San Pío X, con el documento Il firmo Proposito(1905) se fundaría la Acción Católica.
Ante estos embates, la jerarquía católica pro-alfonsina, iban a salir al rescate del Partido Conservador e iban a intentar frenar al díscolo catolicismo tradicionalista.
La intención era mantener la cuestión social lejos de los intereses partidistas de los católico-liberales y conservadores. Pero con el tiempo, como veremos más adelante, Severino Aznar abandonó su militancia tradicionalista y acabó cayendo en el democristianismo, así como buena parte de la Acción Católica que acabaría pasando de estar controlada por católicos tradicionalistas a ser entregada a los católicos liberales. Estos, en vez de atender a la vocación social y obrerista, utilizaron la energía de las organizaciones católicas para intentar consolidar una alternativa política conservadora, pero laica (se acercaba el nacimiento de la Democracia cristiana). Poco a poco, la posibilidad de un campo de actuación de obrerismo católico se iría desvaneciendo por las veleidades políticas de este conservadurismo católico liberal que, como veremos, poco le importó el sindicalismo católico y mucho llegar al poder.
La cuestión social contra la cuestión obrera
La Democracia Cristiana o el fracaso del obrerismo católico en España (II): La cuestión social contra la cuestión obrera
La política de León XIII de aceptar los poderes constituidos fruto de las revoluciones liberales, como ya vimos, abocó a muchos católicos tradicionalistas a un “trágala” difícil de digerir. León XIII, ante el peligro constatado de que los católicos que habían aceptado el “ralliement” con estos regímenes acabaran intoxicándose de principios liberales, reaccionó.
Sentido de la condena de la “Democracia Cristiana”
En 1901, veía la luz la Encíclica Graves de Communi. En ella León XIII iba a advertir seriamente de la inconveniencia de usar el término “Democracia Cristiana” aplicado a la acción o participación política. Por el contrario, la expresión debía quedar usarse exclusivamente para referirse a la acción social o de beneficencia para con los más desfavorecidos. Si bien los socialistas solían utilizar el término “Democracia Social”, para distinguirse algunos católicos empezaron a usar el término de “Democracia Cristiana”. Ello provocó disgusto e inquietud entre muchos católicos que -con razón- veían en el término “democracia” un peligro semántico fácilmente confundible con las ideas revolucionarias. Y así lo constata León XIII en su encíclica: “De estas dos últimas denominaciones, si no la primera sociales cristianos, ciertamente la segunda democracia cristiana para muchos es ofensiva por suponer que encierra algo ambiguo y peligroso: temiendo, al efecto, que por este nombre bajo encubierto interés se fomente el régimen popular o se prefiera la democracia a las demás formas políticas, que se restrinja la religión cristiana reduciendo sus miras a la utilidad de la plebe, sin atender en nada el bien de las demás clases, y por último, que bajo ese especioso nombre, se encubra el propósito de sustraerse a todo gobierno legítimo ya civil, ya sagrado”. Por eso, el Papa manda que: “No sea empero lícito referir a la política el nombre de democracia cristiana; pues aunque democracia, según su significación y uso de los filósofos, denota régimen popular, sin embargo en la presente materia debe entenderse de modo que, dejado de todo concepto político, únicamente signifique la misma acción benéfica cristiana en favor del pueblo”.
En 1901, veía la luz la Encíclica Graves de Communi. En ella León XIII iba a advertir seriamente de la inconveniencia de usar el término “Democracia Cristiana” aplicado a la acción o participación política.
El mismo problema se encontraría San Pío X, cuando intentó encauzar la acción social para que no se confundiera con la acción política. De ahí que, como ya dijimos, en 1905 pusiera las bases para fundar la Acción Católica que quedaría bajo la autoridad de la jerarquía episcopal. Cuando Severino Aznar iniciaba las Semanas Sociales, en 1909, el jesuita P. Ayala fundaba la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas. Las directrices de San Pío X parecían encauzarse, pero en 1910, el Papa tuvo que afrontar las desviaciones de la acción social católica en proyectos políticos que defendían la forma democrática por encima de cualquier otro régimen político. Peor aún, muchos empezaban a defender que sólo en un régimen democrático podía florecer el cristianismo. Este el es motivo de que en ese año se publicara la Encíclica Notre Charge Apostolique en la que se condenaba el movimiento francés de Le Sillon. Un movimiento que empezó como un ejemplar actor social, pero que derivó en peligrosas tesis democrático-revolucionarias.
En la Encíclica se recuerda y reafirma la doctrina de León XIII sobre el sentido de la expresión “Democracia Cristiana” y acusa a Le Sillon con palabras contundentes: “Ahora bien, ¿qué han hecho los jefes de “Le Sillon”? No solo han adoptado un programa y una enseñanza diferentes de las de León XIII (y ya seria singular audacia de parte de unos legos erigirse en directores de la actividad social de la Iglesia en competencia con el Soberano Pontífice), sino que abiertamente han rechazado el programa trazado por León XIII, adoptando otro diametralmente opuesto. Además de esto, desechando la doctrina recordada por León XIII acerca de los principios esenciales de la sociedad, colocan la autoridad en el pueblo o casi la suprimen, y tienen por ideal realizable la nivelación de clases. Van, pues, al revés de la doctrina católica, hacia un ideal condenado”.
Y sigue el Papa denunciando: “Le Sillon, que enseña estas doctrinas y las practica en su vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. […] Le Sillon se esfuerza, así lo dice, por realizar una era de igualdad, que sería, por esto mismo, una era de justicia mejor. ¡Por esto, para él, toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productor de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurara el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores?”. La cuestión quedaba muy clara, aunque no todos los católicos iban hacer caso al Pontífice.
De la cuestión social a la participación política (y la pérdida de la identidad)
Igualmente, el Papa hubo de intervenir en la supresión de la Obra de los Congresos. Era un movimiento que apareció para organizar a los católicos tras la unificación de Italia. El nuevo Estado era claramente anticlerical y mantenía en la alegalidad a León XIII. Los católicos se sometieron al Non Expedit (No conviene) del Papa que prohibía a los católicos organizar partidos políticos para intervenir en el parlamento de Italia. Pero en 1900, el nuevo presidente, Giovanni Battista Paganuzzi, se inclinó a favor de la acción política, que causó la aparición, un año después, de la mencionada Graves de Communi. La Obra de los Congresos que había aglutinado durante décadas la acción social de los católicos, se dividió entre los partidarios de la acción política y los que querían seguir las directrices papales. Por ello, Pío X decidió disolver la Obra de los Congresos en 1904. Sólo en 1909, el Papa sancionó, con un motu proprio, la entrada de los católicos en la política través de la Unión Electoral Católica Italiana.
junto a Sturzo, otro de los inspiradores del Partido Popular Italiano, fue el sacerdote modernista Rómulo Morri, quien estaba fuertemente influenciado por el profesor marxista Antonio Labriola. Morri actuó conscientemente en contra de las enseñanzas de León XIII y San Pío X
A este partido le sustituiría el Partido Popular Italiano. En su fundación fue imprescindible la figura del P. Luigi Sturzo, que había sido secretario de la Acción Católica, la organización más poderosa de la Iglesia italiana en esos momentos. El nuevo partido veía la luz en 1919, con el beneplácito de Benedicto XV. Pero, ya desde el principio, Sturzo dejó claro que el naciente partido: “ha sido impulsado por aquellos que vivieron la Acción Católica, pero ha nacido como partido no católico aconfesional, como un partido con un fuerte contenido democrático, y que se inspira en la idealidad cristiana, pero que no toma la religión como elemento de diferenciación política”. Más abajo veremos que en España la Acción Popular y la CEDA tendría un origen y espíritu análogos. También es conveniente tener en cuenta que junto a Sturzo, otro de los inspiradores del Partido Popular Italiano, fue el sacerdote modernista Rómulo Morri, quien estaba fuertemente influenciado por el profesor marxista Antonio Labriola. Morri actuó conscientemente en contra de las enseñanzas de León XIII y San Pío X, influyendo en Sturzo (aunque luego se distanciaron) en la conveniencia de usar el nombre “Democracia Cristiana” para designar la acción política de su partido.
El Partido Popular Italiano (PPI), que debía representar a todos los católicos del País, se dio a conocer con el “Manifiesto a los hombres libres y fuertes de Italia”. En este documento Sturzo evita hacer cualquier referencia a las enseñanzas de la Iglesia, pero en cambio habla de la defensa de la justicia y de la libertad. Aunque algunos historiadores quieren hacer creer que Sturzo contaba con el beneplácito de Benedicto XV, en realidad la cosa fue muy diferente. El PPI fue denunciado en una carta pastoral del cardenal Tommaso Pio Boggiani, arzobispo de Génova, el 25 de julio de 1920. La carta pastoral, que contó con el apoyo de Benedicto XV, denunciaba la infiltración del liberalismo entre los católicos lo cual se manifestaba en el programa del Partido. Igualmente, de forma profética, avisaba que el partido abriría las puertas a la legalización del divorcio.
Con la llegada del fascismo, el PPI entró en declive y Sturzo marcharía de Italia. Sólo tras el final de la Segunda Guerra Mundial volvería para inspirar la fundación del partido de la Democracia Cristiana. En 1926, estando en Francia, se posicionó junto a Mounier y Maritain, para condenar el Alzamiento Nacional en España. Se declaraba a menudo más preocupado por el anticomunismo que no por el propio comunismo. Uno de sus colaboradores, De Gasperi, el que sería líder indiscutible de la Democracia Cristiana tras la Guerra Mundial, en sus escritos afirmó que la Democracia Cristiana considera que la Revolución francesa fue obra de la Providencia divina. Incluso habla de un “acontecimiento profético” que permitió unir la idea republicana con la Iglesia. En su discurso del 1 de agosto de 1949 ante el Consejo Nacional de la Democracia Cristiana, De Gasperi afirmó: “En la Revolución francesa podemos descubrir el fermento evangélico de justicia y de verdad: libertad personal, auto-gobierno de la nación, elecciones libres, división e independencia de los poderes, paz operativa y ausencia de guerras”. De Gasperi, de paso, llegó a calificar la Constitución estalinista de 1936 como democrática. O en 1944, en un discurso en el teatro Brancaccio de Roma comparaba a Cristo con Marx. En 1950, De Gasperi definió a la Democracia Cristiana como un partido centrista que se estaba desplazando hacia la izquierda. Las peores pesadillas que le podrían haber tenido San Pío X sobre las futuras consecuencias del modernismo y de los católico liberales, se hacían realidad décadas después.
De Gasperi, el que sería líder indiscutible de la Democracia Cristiana tras la Guerra Mundial, en sus escritos afirmó que la Democracia Cristiana considera que la Revolución francesa fue obra de la Providencia divina
La cuestión social y obrera en España
En el primer tercio del siglo XX y hasta la llegada de la II República se intentó establecer un obrerismo católico fruto de iniciativas dispersas, a veces contradictorias. Ello produjo un limitado arraigo del sindicalismo en algunas partes de España y con tesis y estrategias muchas veces contrapuestas. Se pueden establecer dos grandes categorías de sindicalismo u obrerismo en esa época.
Por un lado, estarían los sindicatos confesionalmente católicos. Dependían directa o indirectamente de la jerarquía eclesiástica. A nivel agrario el jesuita P. Nevares, en 1912, fundó los sindicatos agrícolas que arraigaron en el norte de Castilla. En 1920 fundaba la Confederación Nacional Católico Agraria. Los miembros de la Asociación de Propagandistas tuvieron un papel fundamental en la articulación de estas asociaciones. Por su parte, otro jesuita, el P. Gabriel Palau, creaba en 1908 la Acción Social Popular (ASP). De ella surgieron las Uniones Profesionales. Entre los sectores católicos obreristas más intransigentes recibieron críticas pues su labor sindicalista quedaba muy limitada. El problema de la Acción Social Popular es que estaba financiada y controlada por el segundo Marqués de Comillas, Claudio López Bru. Este dominaba también el Consejo Nacional de Corporaciones Obreras Católicas. Los dirigentes católicos de estas asociaciones, encabezados por Claudio López, desarrollaron una labor de ayuda espiritual y material sobre los obreros, pero evitaron que su labor desembocaran en formas de sindicalismo. Por ello fueron acusados, y con razón, de “amarillistas”. La inevitable crisis de la ASP, llevó a que el P. Luis Gomis fundara la Federación Obrera Católica que rápidamente fue tachada por los sindicalistas católicos como una “ficción sindical”. La razón era que quería seguir manteniendo el obrerismo bajo el paternalismo ejemplificado en el Marqués de Comillas.
Por otro lado, tenemos los sindicatos profesionales o libres, también llamados transversales, compuestos por católicos pero que se definían aconfesionales. Una de las iniciativas de este sindicalismo militante, que no paternalista, la desarrolló el P. Arboleya en los sectores de la minería de Asturias. Como defendía el sindicalismo “puro” alejado del “amarillismo”, acabó entrando en conflicto con el Marqués de Comillas. El proyecto del P. Arboleya tuvo sus altibajos y cambios de estrategia. Finalmente, como se vería décadas después, las cuencas mineras habían caído en manos del sindicalismo revolucionario al fallar el sindicalismo católico. En las Vascongadas, destacó la obra del dominico P. Gafo. En 1914 ya había fundado el sindicato Ferroviarios Libres de Madrid. Sorprendió a todos porque quiso que el sindicato fuera aconfesional para no tener que depender de la jerarquía eclesiástica que en estos temas siempre entorpecía la labor sindical.
Los dirigentes católicos de estas asociaciones, encabezados por Claudio López, desarrollaron una labor de ayuda espiritual y material sobre los obreros, pero evitaron que su labor desembocaran en formas de sindicalismo. Por ello fueron acusados, y con razón, de “amarillistas”.
En 1919 participó en el Grupo de la Democracia Cristiana de Severino Aznar, a la que ya nos hemos referido. Pero su verdadera entrega fue en su labor sindical entre Vascongadas y Navarra donde fundó sindicatos “libres”. En verano de 1923 viajó a Barcelona para verse con Ramón Sales, dirigente de los famosos Sindicatos Libres. Se logró una unión de los Sindicatos Católico-Libres del norte de España con los Libres de Barcelona (de origen tradicionalista), que cuajaría a finales de año con la constitución en Pamplona de la Confederación de Sindicatos Libres de España, que tanta labor harían y tanto darían de qué hablar. Los Sindicatos Libres tuvieron que vivir un obrerismo de calle en medio de la época del pistolerismo. Entre 1919 y 1922, los Libres contaron con 53 dirigentes asesinados. En la Guerra Civil morirían asesinados también el P. Gafo (actualmente beatificado) y Ramón Sales.
Pero en 1923, ante lo insostenible de las agitaciones callejeras, las perpetuas crisis gubernamentales y de la Guerra de África, se produciría el Golpe de Estado de Primo de Rivera. Ello llevaría a una situación insólita en las cuestiones sindicales, pues los Sindicatos Libres quedaron relegados en favor de la UGT que se convirtió en el único interlocutor válido con el nuevo régimen. Incomprensiblemente, Primo de Rivera excluyó a aquellos que por lógica tenía que haber respaldado.
La II República, la ocasión perdida
El Grupo de la Democracia Cristiana, llamado a desarrollar un obrerismo católico que pronto colapsó por falta de claros criterios sindicalistas, acabó evolucionando e integrándose en el Partido Social Popular, en 1922. Se cumplía así un patrón que se iría repitiendo: las iniciativas sociales de la Democracia Cristiana nunca derivaban en sindicalismo y siempre acababan en proyectos de partidos políticos que aunaran el voto católico (sobre todo el codiciado voto tradicionalista e integrista). Ese año, el diario El Debate -admirador del Partido Popular Italiano de Sturzo-, anunciaba que se estaba preparando en España un partido de características semejantes. El Partido Social Popular, recogía políticos -como Ossorio y Gallardo– que se habían integrado en el movimiento maurista desencantados con la corrupción del turnismo de la Restauración y que desde un populismo patriótico intentaban -nuevamente- atraer a las masas católicas. También acogía Propagandistas como Herrera Oria, incluso a tradicionalistas como Víctor Pradera. Pero el incipiente movimiento se vio truncado con la proclamación del Golpe de Estado de Primo de Rivera.
La Dictadura de Primo de Rivera y el obrerismo
La llegada de la Dictadura convulsionó al recién fundado partido. Pronto hubo una escisión, entre los más entusiastas de Primo (como Víctor Pradera) y los que se opusieron. El proyecto demócrata cristiano moría prácticamente al nacer. En 1923 el partido se disolvía y muchos de los demócratas cristianos, junto a los de otras tendencias políticas, se sumaron a la Unión Patriótica. El General Primo de Rivera primero pensó que la base del partido podía ser La Traza, un grupo barcelonés protofascista. Pero reculó rápidamente y se apoyó en la Unión Patriótica Castellana. Esta formación estaba formada por sectores del catolicismo, no carlista, muchos de ellos vinculados a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas que precisamente había sido la organización que había impulsado las primeras “Uniones Patrióticas”. El manifiesto fundacional se publicó en El Debate, el 2 de diciembre de 1923, siendo su presidente Eduardo Callejo.
Las preferencias por la opción castellana sobre la catalana fueron claras: la Unión Patriótica Castellana contaba con el apoyo de los Sindicatos Agrícolas del Norte de Castilla y con prensa potente como El Debate y afines. Por el contrario, los Sindicatos Libres de Barcelona, aunque habían acogido bien el nuevo Régimen, pronto se desencantarían y se opondrían. Por otro lado, el entusiasmo “regionalista” que Primo de Rivera había mostrado siendo Gobernador Militar en Barcelona, para ganarse a la burguesía catalanista, pronto quedó en saco roto. Por mucho que se nos quiera presentar a Primo de Rivera como un fascista, no lo fue ni mucho menos. De hecho, su ideología política nunca quedó definida y en las Uniones Patrióticas que se fundaron por toda España cabía todo el amplio espectro político desde católico liberales hasta tradicionalistas, pasando por personas simplemente de orden. Quién mejor lo define es Stanley Payne: “Primo no era ni un progresista, ni siquiera un autoritario consistente, sino más bien un semiliberal confuso e impaciente, cuya fantasía no trascendía las categorías del constitucionalismo liberal”.
El proyecto demócrata cristiano moría prácticamente al nacer. En 1923 el partido se disolvía y muchos de los demócratas cristianos, junto a los de otras tendencias políticas, se sumaron a la Unión Patriótica
La Dictadura no pudo evitar que en el seno de su artefacto político -la Unión Patriótica- se tensionaran dos posturas. Estaban los que esperaban, como Pemán y Goicoechea, la prolongación sine die de un nuevo régimen que derivara en una nueva forma política que rompiera con el pasado de la Restauración. Por otro lado, hombres como Calvo Sotelo, y dirigentes vinculados al catolicismo social y político, veían a la Dictadura como etapa transitoria. Esta debía servir como instrumento de organización de la derecha española, con el fin de asegurar su hegemonía en una gradual transición hacia un nuevo parlamentarismo reformado. Pero los dos bandos no pudieron prever el triste destino de la Dictadura y del régimen de la Restauración que moriría definitivamente con la llegada de la II República.
La cuestión obrera seguía siendo uno de los puntos a resolver por la Dictadura de Primo de Rivera. En 1926 el régimen creaba la Organización Corporativa Nacional (OCN) cuya función debía ser regular las relaciones laborales y las condiciones de trabajo. El marco ideológico era una mixtura entre el corporativismo católico, el paternalismo del Estado y ciertas influencias del corporativismo fascista italiano. Su impulsor fue el ministro de Trabajo del Directorio, Eduardo Aunós (antiguo catalanista y en el futuro entusiasta franquista), que pretendía presentar una alternativa tanto al liberalismo como al socialismo. En el fondo, Primo de Rivera quiso acabar con los sindicatos “duros” que utilizaban la huelga como instrumento de presión, para sustituirlos por sindicatos con funciones asistenciales, de educación y que fueran los intermediarios para elegir a los representantes de los trabajadores en los “Comités Paritarios” de las empresas. Los Comités Paritarios estaban formados por vocales, en igual número por parte de los patronos y de los trabajadores. El presidente era un representante del gobierno. Los vocales eran nombrados de forma libre por los empresarios y por los sindicatos.
Para sorpresa de muchos católicos, la UGT consiguió copar casi todos los puestos en los Comités Paritarios y en las comisiones mixtas organizadas por el gobierno de Primo de Rivera
Lo único malo es que el régimen excluyó a los sindicatos díscolos como la CNT o a los Sindicatos Libres. Es así, como para sorpresa de muchos católicos, la UGT consiguió copar casi todos los puestos en los Comités Paritarios y en las comisiones mixtas organizadas por el Estado. Este favoritismo hacia el sindicato socialista, fue repudiado por los sindicatos agrícolas católicos y por los Libres. No sólo era una ofensa en el orden ideológico, sino también en ámbito de la supervivencia. Hemos de pensar que Largo Caballero fue nombrado consejero de Estado y afirmó que consideraba un avance político la representación socialista y ugetista en aquel organismo. La CNT pasó a la clandestinidad el sindicalismo de los libres quedó prácticamente apagado. La gran diferencia es que, tras la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, los Sindicatos Libres ya habían perdido su fuerza, la CNT se había curtido en la clandestinidad y se le sumaría, fundada en Valencia en 1927, la subversiva Federación Anarquista Ibérica (FAI). La FAI siempre sería la organización encargada de que la CNT no perdiera su espíritu revolucionario. El sindicalismo católico agonizaba y el corporativismo paternalista del régimen que nadie se lo creía, ni siquiera los empresarios.
La llegada de la República: demasiado tarde para el obrerismo católico
La abrupta e ilegal llegada de la II República abocó a la Unión Patriótica a la desaparición. Los partidos monárquicos estaban desarbolados, la izquierda había monopolizado el obrerismo y los conservadores carecían de un partido que los representara. La Iglesia, por su parte, estaba descolocada. La Confederación de Metropolitanos, en 1930, había escrito una Carta a favor de la Monarquía. En 1931 la mayoría de obispos aceptaban la nueva situación y pedían a los católicos que la aceptaran como “poder constituido”. Sin embargo, la Constitución republicana de 1931 consideraba en su texto que “España no tiene religión oficial». El Primado de las Españas, el Cardenal Segura, a los quince días de la proclamación de la República escribía una durísima pastoral contra ella. Ello motivo su expulsión a Roma. El Cardenal Segura, por su cargo, era presidente de la Acción Católica española.
En España, el Nuncio, Federico Tedeshini, era partidario del “accidentalismo” y, por tanto, de aceptar la República como “poder constituido”. Tuvo que lidiar con la cuestión del Cardenal Segura. El Cardenal Gomá fue nombrado como nuevo Primado. La cuestión de la dirección de la Acción Católica fue resuelta de forma especial. Gomá quedó como presidente nominal, pero la dirección efectiva fue entregada a Herrera Oria. Este puso sus recelos pues manifestó su deseo de ser sacerdote, pero finalmente aceptó. Este hecho no fue baladí. Uno de los más interesados en Herrera Oria fue el Cardenal Vidal y Barraquer, otro “accidentalista”. Herrera Oria, con sus propagandistas y gentes de la Acción Católica, fundó un partido que acabó llamándose Acción Popular. Entre sus objetivos se señalaba “la salvación patriótico-social” de España. El Debate pasó a ser el periódico oficial del partido. Tras esta estrategia estaba Tedeschini que había declarado que no quería que la Acción Católica fuera una acción “social y sindical”, sino “moral”. Nuevamente la cuestión política iba a pasar por encima de la acción sindical.
Todos los estudiosos coinciden en considerar que la Acción Popular fue uno de los factótums de la estructuración de la CEDA. El proyecto tuvo su ilusa esperanza en las elecciones de 1933, pero la revolución de 1934 despertó del falso sueño de los católicos que creían que la convivencia en la II República era posible
Todos los estudiosos coinciden en considerar que la Acción Popular fue uno de los factótums de la estructuración de la CEDA. El proyecto tuvo su ilusa esperanza en las elecciones de 1933, pero la revolución de 1934 despertó del falso sueño de los católicos que creían que la convivencia en la II República era posible. La Acción Católica hizo un tímido esfuerzo por comprometerse con la cuestión social. En su seno fundó el Instituto Social Obrero con apenas resultados. Su presidente Alberto Martín Artajo, pasó de católico liberal a, posteriormente, ser Ministro de Asuntos Exteriores durante el franquismo. Tras la proclamación de la II República, los Sindicatos Libres recibieron un nuevo golpe. Companys auspició entre los grandes sindicatos revolucionarios y la patronal el llamado “Pacto del Hambre”, por el cual se comprometían a no contratar a los afiliados a los Libres. Los Libres ya no pudieron ser el contrapeso al obrerismo revolucionario.
Los últimos desatinos del obrerismo católico
Ya en 1938 se aprobó en la zona nacional el Fuero del Trabajo. La constitución de un sindicato vertical único en el régimen que salió victorioso de la Guerra y las excelentes condiciones que se fueron proporcionando a los obreros, hicieron estéril cualquier intento de sindicalismo fuera de las nuevas estructuras. Tras la Guerra, la Acción Católica volvió a sus cauces para intentar ejercer una acción social sobre lo obreros. En 1946 se fundó en su seno la Hermandad Obrera de la Acción Católica (HOAC). Desde la HOAC se iniciaron críticas al régimen, aprovechando su carácter de católica y casi intocable. En ella se refugiaron demócratas cristianos (aunque otros muchos se colocaron en puestos que les ofrecía el régimen franquista). De la HOAC, en 1961, se fundó la Unión Sindical Obrera (USO), de su rama catalana se creó la USOC y por ella pasaron católicos que, posteriormente, en relaciones con la oposición comunista franquista fundaron las Comisiones Obreras.
En 1954, desde las Congregaciones Marianas dirigidas por los jesuitas, se fundaron las Vanguardias Obreras. El espíritu de combate antifranquista era el mismo que el de las otras organizaciones obreras clandestinas. De ellas, por ejemplo, surgió en 1970 la Organización Revolucionaria de trabajadores (ORT), que nutriría a las juventudes maoístas. Los grandes enemigos de la Iglesia, las organizaciones comunistas, le hicieron el abrazo del oso. En 1954 la Acción Católica tenía 600.000 afiliados. En 1979 ya sólo quedaban 15.000 afiliados. Tras la Transición el Estado entregaba el patrimonio sindical acumulado (el del sindicato único) a los sindicatos revolucionarios para domesticarlos. Así moría el sindicalismo católico y de paso el sindicalismo a secas.
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