Por Jaime Balmes
Cuando vea la luz pública el presente artículo, es muy probable que se habrán celebrado ya los enlaces regios, y por lo mismo consideramos inútil el insistir sobre este punto: en semejantes materias no se puede volver atrás, y buenas o malas, es preciso aceptar las consecuencias. Mientras era tiempo, hemos repetido que se cometía un error político de mucha gravedad, y que los resultados serían funestos para la España: no hemos podido evitar el mal; mucho menos seríamos capaces de aplicarle remedio. En tales casos, los remedios, cuando los hay, no son artículos de periódico. En el del 24 de septiembre, que se publicó el 30, lo dijimos todo: en parte, expresado con toda claridad; en parte, indicado lo bastante para que los lectores de mediana inteligencia no pudieran equivocarse. Volver sobre lo mismo sería dar ocasión a que se dijera que hablamos por despecho. Esperamos tranquilamente los acontecimientos: si estos se desenlazan en sentido contrario a nuestras opiniones, en las cuales estamos ahora más firmes que nunca, nos alegraremos de ello, porque no puede resentirse nuestro amor propio cuando está de por medio la tranquilidad y el bienestar de nuestra patria.
Dejemos pues este terreno; no acibaremos el contento y alegría que la España está disfrutando de oficio, y vámonos en busca de otras materias, que si bien separadas de la arena, no se hallan tampoco muy distantes. Se ha dicho que la España es país de anomalías, y ahora debe de serlo de cuestiones curiosas; en prueba de lo cual véase la que se ha levantado en la prensa periódica sobre si el partido carlista está vivo o muerto. Cuidado con la cuestión… que por cierto no es de puro nombre.
El PENSAMIENTO DE LA NACIÓN está muy interesado en la resolución de la duda, porque si se pudiese probar que el partido carlista está muerto, como durante tan largo tiempo hemos estado predicando la conveniencia y necesidad de la unión con dicho partido, resultaríamos culpables de haber querido unir un vivo con un difunto, lo que es un suplicio horrible que no se usa en nuestros días. Así es muy natural que nos ocupemos de una cuestión, que si para otros puede serlo de mera curiosidad, para nosotros es de la mayor importancia, supuesto que en ello se interesa el fundamento de nuestro sistema político. Si el partido carlista fuese un partido muerto, inútil habría sido arrostrar dificultades para el enlace de la Reina con el conde de Montemolin.
Además, que tampoco creemos que la cuestión en sí misma carezca de importancia. El príncipe proscrito acaba de declarar en su proclama o manifiesto, que piensa llevar al campo de batalla sus pretensiones al trono: buscar, pues, si el partido carlista está muerto o vivo, es buscar si el citado documento es un papel insignificante, o si es digno de llamar la atención de los que se interesan por la tranquilidad de la España.
Tratándose de la vida o de la muerte, de la juventud o de la vejez, de la fuerza o de la debilidad de los partidos, se pueden entablar disputas interminables; pero estas se cortan pronto, si se lleva la cuestión al verdadero terreno: los hechos.
¿Cuál era la vida del partido carlista durante la guerra? Esto se puede calcular teniendo presentes los elementos a que resistía. Estos eran los siguientes:
Un gobierno establecido, dueño de todas las capitales, de todas las plazas fuertes y que disponía de los recursos de toda la nación.
La cuádruple alianza, que por más que se diga no fue estéril para la causa de la Reina, sino muy importante, y una de las principales causas de su triunfo.
Véanse sus efectos.
—Una legión inglesa.
—Una legión francesa.
—Una legión portuguesa.
—Los almacenes de Francia y de Inglaterra abiertos para cuanto se necesitase.
—Las escuadras inglesas vigilando las costas, impidiendo desembarcos de armas y pertrechos para los carlistas, y auxiliando materialmente al ejército de la Reina en las costas de Bilbao y San Sebastián.
—La policía francesa impidiendo largas temporadas (según el humor) la introducción de armas, caballos y demás efectos de guerra; internando, y muy frecuentemente encarcelando a los carlistas.
A propósito de encarcelamientos, no podemos pasar por alto una observación nos ha ocurrido repetidas veces. Se han oído muchas quejas contra el gobierno francés por su poco celo en el cumplimiento de la cuádruple alianza: estas quejas son muy injustas. El gobierno francés se ha resignado a un sacrificio, si no mas costoso materialmente, al menos más sensible para los corazones generosos: el de perseguir a los desgraciados que reclamaban un asilo en nombre de la hospitalidad. Se comprende que un gobierno aliado no consienta que los emigrados se organicen y reúnan aprestos de guerra para invadir el país vecino; pero no se comprende cómo hay un gobierno que quiera encargarse de hacer la policía por otro, aun en las fronteras más distantes, y que niegue a unos los pasaportes, y encarcele [643] a otros, y ponga grillos a estos, y se apodere de los papeles de aquellos, y registre equipajes, y rompa cerrojos, y haga en fin todo lo que podría hacerse si se tratase de una conspiración contra la seguridad propia. Repetimos que esto no se comprende; que esto lo haría muy difícilmente cualquier otro gobierno de Europa; que la generosidad del pueblo francés ha de verlo con mucho desagrado, y que son muy injustos los que se han quejado y se quejan aún del poco celo del gabinete de las Tullerías. Esto no se prueba, se siente; porque hay cosas que el corazón rechaza instintivamente, sin necesidad de raciocinio.
Hablad de la guerra pasada, y no hallaréis un carlista que no se lamente de la falta de recursos. Cabrera aun en los días de su mayor pujanza, tenía mucha gente que no podía llevar al combate, por carecer de armas. En la expedición de Gómez; de Zaratiegui, en la de Don Carlos, y en todas, lo que faltaba no eran hombres, sino armas. Si la Inglaterra y la Francia se las hubiesen proporcionado, o les hubiesen permitido proporcionárselas, ¿qué habría sucedido?
La superioridad de los ejércitos de la Reina, cuando la tenía, dimanaba casi siempre de la mayor abundancia de recursos. Hacía más de un año que los carlistas de Cataluña campeaban libremente por el principado, y hasta habían obtenido ventajas de mucha consideración, y todavía estaban faltos de artillería, sin tener más cañones que alguno de madera. La misma expedición de Don Carlos se estrelló en el pueblo de Sampedor, por no tener una miserable batería para derribar tapias. El general Córdova, y cuantos militares han hablado de la materia, han estado acordes en la conveniencia y necesidad de basar las operaciones sobre esta diferencia de medios, de atraer a los carlistas a un terreno, donde esta falta no pudiese suplirse ni con el número, ni con el valor personal, ni con las simpatías del país.
En cuanto al apoyo que la causa de Don Carlos encontraba en muchos puntos de la monarquía, he aquí algunos hechos que la justifican de una manera palpable. Las tropas de Don Carlos podían maniobrar escogiendo la unidad que bien les pareciese: un ejército, una división, un batallón, una compañía, hasta un individuo; pues que un carlista solo recorría con su fusil una grande extensión de país, sin riesgo ninguno; cuando los generales de la Reina debían siempre andar con la mayor circunspección en sus marchas, si no querían exponer sus columnas sueltas a descalabros que no siempre pudieran evitar. ¿Y qué diremos de los víveres? Las tropas de la Reina debían llevar consigo sus provisiones, sopena de morirse de hambre; y los carlistas vivían en todas partes sin más recursos que los del país. Se dirá que los unos vejaban y que los otros no; pero este es un vano efugio: los que sabían de vez en cuando incendiar los pueblos y las mieses, bien habrían sabido tomarse los víveres: los escrúpulos de conciencia no llegaban a tanto. Las razones de esta diferencia deben buscarse en la diferencia de relaciones que con el país tenían los ejércitos beligerantes: hablen todos los generales que hicieron la guerra; y hable sobre todo la memoria del malogrado general Córdova, que con tanta claridad y exactitud fijó el verdadero carácter de esta guerra, y cuya previsión justificaron tan plenamente los sucesos posteriores.
Un partido que resiste durante siete años a un gobierno establecido, y poderosamente [644] auxiliado por tres potencias; un partido cuyos soldados brotan del país, viven en el país, y no son nunca rechazados por el país; un partido que a pesar de tantas contrariedades no puede ser vencido, después de tan encarnizada lucha, como se ha confesado recientemente, y que además no necesita de confesión de nadie porque es más claro que la luz del día; este partido debía tener grandes elementos de vida.
Ha muerto después, se dirá; ¿y dónde? ¿no recordáis el significativo artículo publicado hace pocos días por un periódico progresista, La Opinión? ¿Por qué ha muerto? ¿Cuáles son las causas que le han reducido a tamaña nulidad? Decía que el príncipe en su manifiesto ha abjurado los principios del partido carlista, y que esto mata al partido; ¡qué contradicción! Hasta ahora se había dicho que los partidos reaccionarios, morían porque no aprendían ni olvidaban, y ahora se dice que el partido carlista muere porque aprende y olvida…
Un medio había para matar al partido carlista; el más sencillo: gobernar bien, hacer sentir a los pueblos las ventajas de los sistemas innovadores. ¿Se ha hecho?
Para todos los hombres juiciosos bastan y sobran los hechos y las reflexiones que acabamos de consignar, por lo que vamos a dar otro giro al discurso; entrando en consideraciones de un orden diverso. Llamamos sobre ellos la atención de los que se interesan por la tranquilidad del país.
Claro es que los amigos del actual orden de cosas están interesados en atenuar la gravedad e inminencia de los peligros, y así es muy natural que aparenten dar poca importancia a lo que ellos apellidan las impotentes maquinaciones de los partidos extremos. Bueno será, sin embargo, que no lleven las cosas hasta la exageración, teniendo presente la sabia máxima: ne quid nimis. A fuerza de sostener que la revolución ha muerto, y el carlismo también, podrían llegar a persuadir a ciertos dependientes menguados, que es lícito cebarse en la persecución de los partidos extremos, como se ceban los buitres en los cadáveres. Esto es peligroso: es una máxima militar y política, el que nunca se debe reducir al enemigo a la desesperación. No diremos hasta qué punto podrán encontrar eco los partidos, ni las excitaciones revolucionarias, ni los llamamientos del conde de Montemolin; pero estamos seguros, muy seguros de una cosa, que enseñan de común acuerdo la razón, la historia y la experiencia, y es que podrá muy bien suceder que los mejores auxiliares de la revolución y del conde de Montemolin, sean algunos imprudentes servidores del gobierno de la Reina. Tal miserable que recibirá su salario para vigilar la conducta de ciudadanos pacíficos; algún jefe de una partidita que estará encargado de ahogar las insurrecciones en su cuna; algún comisario demasiado celoso y activo, que importunará sin necesidad a hombres pundonorosos; estos y otros servidores semejantes, podrán sembrar la alarma entre los conocidos por opiniones progresistas o carlistas; podrán hacerles creer que no están seguros, aunque no conspiren, y cuando esta creencia se difundiese, ¿qué podría suceder?
Todavía no se ha podido olvidar lo que sucedió en la última guerra civil. ¡Qué bandos tan terribles! la palabra de muerte se hallaba escrita en todos los artículos. ¡Qué fusilamientos en todas partes! ¡Qué prisiones! ¡Qué confinamientos! ¡Qué destierros! Y sin embargo, ¿qué se adelantó con esto? nada, absolutamente nada. Lo que se hizo fue perder mucho terreno; y disponer de tal suerte las cosas, que si D. Carlos hubiese tenido consejeros más atinados y previsores, su causa habría triunfado por los mismos errores de sus enemigos.
Recuérdese lo que sucedió en Cataluña. Todo estaba perdido; y la política del barón de Meer sostuvo la causa de la Reina. ¿Y cómo? con la severa disciplina en el ejército; con órdenes terminantes para que no se insultase a nadie; con un cuidado extremo para que los pueblos no fuesen molestados; con poner centinelas en las casas de campo, para evitar hasta los pequeños desmanes de los soldados durante el tránsito de una columna; con tratar humanamente a los prisioneros; con restañar la sangre en las ciudades, ya que por desgracia estaba corriendo en los campos. Testigos fueron del resultado cuantos se hallaron a la sazón en Cataluña.
La exasperación de los ánimos se calmó de una manera notabilísima. Los hombres más influyentes del partido carlista conocieron que les hacía mas guerra el barón de Meer con su proceder suave, que con su pericia militar. Sea cual fuere la opinión que tenga el partido progresista de la conducta que con respeto a él observó este general, es indudable que en el campo y en las poblaciones subalternas, los efectos de su comportamiento fueron altamente favorables a la causa de la Reina.
Bien sabemos lo que se dice en tales casos: que es necesario atajar el mal en sus principios; que conviene cortar los hilos de la conspiración cuando comienza a urdirse; que al fin, el mayor daño que puede resultar a los que sean inocentes, es el estar encerrados en un calabozo por algún tiempo, por vía de precaución. Pero este lenguaje, sobre ser el idioma de la tiranía, es el de la imprevisión, el de la ceguera. Cuando se han encarcelado o deportado cuatrocientas o quinientas personas, no se ha llegado a más que a una pequeñísima porción de un partido. Los partidos, en tiempos agitados y revueltos, son demasiado grandes para que puedan caber en una cárcel por vía de precaución. Lo que se hace con esta conducta es alarmar, agriar, exasperar; cada individuo tiene su familia, sus parientes y amigos; y cada cual piensa que le puede suceder mañana a él mismo lo que ve que está sucediendo a otros; y tal ciudadano que viviría pacífico en su casa, podrá convertirse en un soldado tanto más temible, cuando a mas de pelear en defensa de sus principios, buscará en el combate la venganza de sus agravios.
Cuando el gobierno superior lanza desde su altura órdenes fulminantes, y que pueden dar origen a la arbitrariedad, no comprende por lo común, lo que serán sus providencias, cuando se llegue a los pormenores de la ejecución. El gobierno escribirá las palabras de sospechosos o desafectos, sin considerar que estas palabras van a despertar en el último rincón de la península todas las malas pasiones, venganzas personales, rivalidades mezquinas, miras codiciosas, instintos brutales; todo se resuelve y se pone en movimiento, y presenta un espectáculo deplorable. Tal escribiente de una oficina de policía mira con insultante desdén a una persona respetable, y le maltrata de palabras, y le amenaza. Tal comandante de armas, un capitán por ejemplo, u otro cualquiera, que salido de la oscuridad se asombra de verse revestido de facultades extraordinarias, ejerce las funciones de su pequeño bajalato, y se creería poco activo y demasiado condescendiente, si no expidiera todos los días algún pasaporte de confinamiento, o no metiese en la cárcel, a ciudadanos pacíficos, remitiéndolos luego a disposición de la superioridad ; y quizá tal hombre infame, hambriento de oro, acecha la ocasión de arrojarse sobre una víctima para obligarle a redimir la vejación, y arrebatarle cruelmente el fruto de los sudores de toda la vida, la esperanza de su familia. No, no comprenden bastante los gobiernos lo que significa el entregar a los pueblos a disposición de la arbitrariedad; no comprenden bastante en qué se convierten sus providencias cuando llegan a ser ejecutadas; y por esto se hallan a menudo con resultados diametralmente opuestos a los que se habían prometido; por esto ven que las insurrecciones en vez de atajarse progresan, y que las pequeñas chispas se dilatan, y llegan a ser grandes incendios.
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