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Historia

Celebración en Roma del 450º aniversario de la batalla de Lepanto

La Fundación Lepanto ha recordado el 450º aniversario de la batalla de Lepanto con dos actos celebrados el pasado 7 de octubre. A primeras horas de la tarde se celebró una Misa según el Rito Romano antiguo ante la tumba de San Pío V, en la basílica de Santa María la Mayor, con la participación del coro de la parroquia de San Esteban de Hungría, llegado para la ocasión desde Pennsylvania. Al atardecer, en la iglesia de San Ignacio, el Coro Filarmónico Vaticano , dirigido por monseñor Pablo Colino, interpretó un concierto en honor de María Santísima. Durante el concierto, la victoria de Lepanto fue celebrada por el profesor Roberto de Mattei, presidente de la Fundación Lepanto y autor de una biografía recientemente publicada de San Pío V Pio V. Storia di un Papa Santo (Sophia Institute y Lindau 2021).Reproducimos a continuación el texto de su intervención:

Nos hemos reunido aquí para conmemorar un acontecimiento y sus protagonistas. Me refiero a la victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, cuyo cuatricentésimo quinquagésimo aniversario se cumple hoy. ¿Quiénes fueron los protagonistas y los artífices del triunfo al que hemos dedicado este concierto? Para entenderlo, es preciso retroceder en el tiempo hasta aquella jornada del 7 de octubre, que está escrita con letras de oro en la historia del Occidente cristiano.

El arte ha inmortalizado aquel día triunfal. Basta recordar el cuadro de Pabolo Veronés titulado Alegoría de la batalla de Lepanto, que se conserva en la galería de la Academia de Venecia. Esta pintura recoge el momento crucial del combate, que tuvo lugar en la tarde de aquel día. En la parte inferior del lienzo, se observa a los santos y los ángeles, que rinden homenaje a la Virgen del Rosario y descargan saetas sobre las naves turcas.

Pero apartémonos de la refriega e intentemos dar marcha atrás en la Memel tiempo hasta aquel momento de supremo silencio que precedió al inicio de la batalla. No se trata de fantasía; es historia, es realidad. Son las diez de la mañana. Los ángeles y los santos, que no desconocen las vicisitudes humanas, antes bien participan con más intensidad y clarividencia que los hombres en dichas experiencias, contemplan desde el Cielo una escena extraordinaria: El mar de Grecia, a la altura de las islas Equínadas, rutila bajo los rayos del sol mientras las dos flotas más imponentes que había visto jamás el Mediterráneo avanzan la una contra la otra disponiéndose para un enfrentamiento a muerte.

La primera flota,  dispuesta   en forma de media luna, procede de Oriente y avanza a toda vela viento en popa. Sobre el palo mayor de la galera almiranta ondea un pabellón verde traído de La Meca en el que figura, cosido con 28.900 vueltas de hilo de oro, el nombre de Alá. Las naves de la flota contraria están dispuestas en forma de cruz, y avanzan desde Poniente hacia el enemigo con el viento en contra, a pura fuerza de brazos.

¿Quiénes componen esta flota? Al mando de ella va un joven de 24 años que porta al cuello una reliquia de la Santa Cruz que le ha donado el Papa. Se llama Don Juan de Austria, y es hijo del emperador Carlos I de España y V de Alemania y hermanastro de Felipe II de España.

Junto a su galera navegan las mandadas por el príncipe romano Marcantonio Colonna, almirante de la flota pontificia y las de un patricio veneciano de setenta y cinco años, Sebastiano Vernier. En el ala siniestra de la formación, Agostino Barbarigo está al mando de la flota veneciana; en la diestra, Juan Andrea Doria dirige la de Génova. La flota de retaguardia está a las órdenes del español don Álvaro de Bazán.

En las doscientas cuarenta galeras que componen esta armada, treinta mil combatientes se encuentran en este momento de rodillas. Sólo están en pie los sacerdotes. Jesuitas en las naves españolas, capuchinos en las pontificias y dominicos y franciscanos en las de Génova, Venecia y Saboya. Acaban de terminar la Misa. El tema de todas las homilías ha sido «Los cobardes no van al Cielo». A continuación en todas las embarcaciones se ha leído la bula pontificia que concede indulgencia plenaria a todos los caigan muertos combatiendo a los infieles.

Con gesto solemne, los sacerdotes imparten la absolución general. Seguidamente, sobre el palo mayor de la nave almiranta de don Juan de Austria se iza el estandarte de la Liga Santa, que lleva impresa la imagen del Crucificado sobre fondo de azur. Un grito estalla a lo largo y ancho de las filas, repitiéndose como un eco de una nave a otra: «¡Victoria!» Así es. Nos hemos reunido para rendir homenaje a aquellos hombres que rezaron, combatieron y vencieron. Muchos de ellos descansan, hasta el día de la Resurrección, bajo las aguas del Mediterráneo. Otros regresaron a casa y fueron sepultados en diversos lugares de Europa, donde aguardan el Día del Juicio. Aquella jornada, arrepentidos de sus pecados, podrán dirigir confiados la mirada al Divino Salvador, murmurando: «Yo estuve en Lepanto». Ahora bien, si aquella gloriosa jornada fue posible, el mérito es ante todo de un hombre que espiritualmente estuvo presente en Lepanto: el santo pontífice Pío V, a quien hoy hemos rendido homenaje en la capilla que guarda sus restos en Santa María la Mayor. Fue él quien, desde el primer día de su pontificado, se propuso entre otros objetivos defender la Cristiandad del peligro del islam. A este fin dedicó todas sus fuerzas, y fundó la Liga Santa y la apoyó con dinero, hombres, armas y sobre todo con la oración.

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En el momento en que concluyó el combate, a las cinco de la tarde del domingo 7 de octubre de 1571, Pío V estaba haciendo cuentas con su tesorero general Bartolomeo Bussotti. De pronto, se levantó como impulsado por un resorte invisible, abrió la ventana y dirigió la mirada hacia Oriente como absorto en contemplación. Luego, se dio vuelta con los ojos iluminados por una luz divina y exclamó: «¡Dejemos los asuntos monetarios y vayamos a dar gracias a Dios porque en este momento ha ganado nuestra armada!» El episodio es histórico, y fue uno de los milagros reconocidos que hicieron posible la canonización de San Pío V. La noticia oficial de la victoria se demoró quince días en llegar a Roma, a manos de un correo procedente de Venecia, en la noche del 21 de octubre. El Papa prorrumpió en lágrimas de regocijo mientras pronunciaba las palabras del anciano Simeón: «nunc dimittis servum tuum Domine (…) quia viderunt oculi mei salutare tuum» (Lc.2, 29-30).

San Pío V estaba convencido de que en realidad el triunfo de Lepanto había sido de la Santísima Virgen María, y mandó que a las Letanías Lauretanas se añadiese la invocación Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros. Dispuso, además, que cada 7 de octubre se celebrase una fiesta en honor de Nuestra Señora de la Victoria, que más tarde se convirtió en la advocación de Nuestra Señora del Rosario.

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Nosotros también estamos convencidos del papel decisivo que cumple la Virgen María en la historia.

Todo el mal que desde el primer pecado hasta hoy se renueva a diario en la Tierra procede los hombres, mientras que el bien que se difunde en el mundo proviene de Dios. Pero Dios ha dispuesto que el bien que comunica a los hombres, así como las gracias espirituales y materiales que concede, fruto del sacrificio redentor del Verbo Encarnado, alcancen a los hombres por las manos de María. Ella, María, fue la verdadera artífice de la victoria de Lepanto, como rezan estas palabras que el senado veneciano mandó tallar en la pared de su salón de reuniones: «Non virtus, non arma, non duces, sed Maria Rosarii, victores nos fecit». «No han sido el valor, las armas ni los condotieros los que nos han dado la victoria, sino la Virgen del Rosario». María vence, en el tiempo y en la eternidad, en las almas y en la sociedad entera. Pero para triunfar, María necesita nuestra colaboración, que correspondamos a sus gracias.

El espléndido coro que estamos escuchando es más importante que mis humildes palabras, y el Santo Rosario que rezamos influye más en el Cielo que la música y la letra. Estas palabras, esta música, este Rosario, dan testimonio de que conocemos una verdad de fe que proclamamos a toda voz: «Con María lo tenemos todo; sin Ella, nada».

Esta verdad nos llena de confianza, nos infunde valor y nos brinda la certeza del triunfo del Inmaculado Corazón de María, cuyos instrumentos queremos ser mediante nuestros pequeños actos de cada día, como este de hoy en que nos hemos reunido para evocar y celebrar a María Reina de las Victorias, y junto con Ella al gran San Pío V y todos los combatientes que, no sólo con su presencia en Lepanto, sino espiritualmente vivieron y murieron en defensa de la Iglesia y la Civilización Cristiana.

Traducido por Bruno de la Inmaculada para adelantelafe.com

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