Por Diego Fusaro, traducido del italiano por Carlos X. Blanco
Tanto en la derecha como en la izquierda, la gente fue incapaz, por miopía o mala fe, de comprender el verdadero significado histórico de 1989 como el triunfo del capitalismo estadounidense contra toda forma de resistencia cultural, política y económica. En la segunda mitad del siglo XX, el llamado «neofascismo» se configuró en gran medida como un recurso de normalización servil atlantista y antisoviético, funcional al abandono de toda resistencia antiimperialista y al reflujo integral de las derechas hacia el capitalismo ganador. En la izquierda se había ido produciendo una dinámica convergente de domesticación de las inteligencias críticas; una dinámica destinada a culminar en la actual reconfiguración integral de la izquierda como frente avanzado de la posmodernización capitalista, con la incuestionable centralidad de la privatización y la liberalización individualista de las costumbres y el consumo. Gracias a una metamorfosis kafkiana, los nuevos izquierdistas fucsias y posmarxistas acabarían convirtiéndose en el emblema mismo, a nivel cultural y político, del turbo-capitalismo ganador. Prueba de ello es que la Nueva Izquierda postmarxista, que -como toda fuerza liberal- es igualmente anticomunista y antifascista, habría hecho suyas todas las batallas del cosmomercantilismo después de 1989, adhiriéndose plenamente al proyecto de liberalización privada en la esfera económica, de imperialismo ético made in USA en la política exterior, de de-soberanización en beneficio del Banco Central Europeo en la esfera política. Las palabras de Tácito se ajustan a esta carrera general hacia la servidumbre: at Romae ruere in servitium consules, patres, eques… En este sentido, siempre conviene recordar cómo, aún hoy, el sector de la izquierda es el frente más avanzado para la de-soberanización y santificación del proyecto de la Unión Europea. En este plano inclinado, que les llevaría a redefinirse como aquello contra lo que Gramsci luchó durante toda su existencia, las izquierdas fucsia y arco iris, traidoras a Marx y al proyecto anticapitalista, se han convertido, de hecho, coherentemente, formas articuladas en orden a mantener una distancia segura del pueblo y antitéticas a los intereses materiales de los trabajadores.
De la lucha contra el capital, la izquierda había pasado a unirse a la lucha por el capital, redefiniéndose como partidos glamurosos e individualistas, culturalmente libertarios, políticamente antiestatistas y privatistas, económicamente liberales y competitivos, geopolíticamente atlantistas: «Me siento más seguro quedándome de este lado, bajo el paraguas de la OTAN«, había improvisado ya Enrico Berlinguer en 1976, revelando la ya casi completa adhesión de la izquierda demofóbica -como la derecha- al orden de la globalización americanocéntrica y, en ese contexto, antisoviética. Esta afirmación, que condensa la embrionaria rendición al atlantismo de la izquierda en proceso de redefinición como posmarxista, puede considerarse prácticamente como una finalización de la declaración del secretario del partido Refundación Comunista, Paolo Ferrero, en el periódico «Liberazione» el 9 de noviembre de 2009: la caída del Muro de Berlín «fue un hecho positivo y necesario, que hay que celebrar» (¡sic!). Las palabras de Ferrero, en ese contexto, podrían haber sido las mismas que las de cualquier político de firme fe liberal. No sólo eso, sino que, como se ha señalado a menudo, el sector de la izquierda se mostró incapaz de ofrecer una respuesta fuerte y plausible a la crisis del paradigma keynesiano y, menos aún, una alternativa real al mismo. Es más, se encontró directamente «gestionando la crisis del capital en nombre del capital«: y esto en el plano inclinado que le llevaría, después de 1989, a elevarse al insospechado papel de espacio político privilegiado para la representación de los intereses de las clases dominantes.
La figura de Berliguer, de hecho, constituye una encrucijada decisiva en el proceso de metamorfosis de la izquierda marxista y de su normalización liberal y atlantista, tal y como se acabaría realizando después de 1989 en la infeliz nueva izquierda sin conciencia de los abanderados de la Unión Europea. Togliatti había reivindicado gramscianamente la soberanía nacional como base del internacionalismo y de la «vía nacional al comunismo» (oponiéndose con igual fuerza a la OTAN y a los proyectos de integración europea). También era claramente consciente del conflicto estructural entre el Capital y el Trabajo. Por su parte, Berlinguer abandonó la referencia de los comunistas a la soberanía nacional, optando por la vía del eurocomunismo y la apertura cosmopolita (más que internacionalista), pero luego también por la subordinación de la nación italiana a la monarquía del dólar («el paraguas de la OTAN»). Berlinguer sentó así las bases para la posterior redefinición de la izquierda como fuerza de apoyo a la Unión Europea y a esa apertura cosmopolita que era, de facto, el orden simbólico de la clase dominante y que, en el imaginario de la nueva izquierda, re-ocuparía plenamente el espacio que antes ocupaban la lucha de clases y la cuestión del trabajo. Además, Berlinguer sustituyó perversamente la cuestión social del conflicto entre el capital y el trabajo por la «cuestión moral», que no sólo no tenía nada de marxista (ya que el marxismo ve la sociedad del capital como intrínsecamente corrupta, sea cual sea la conducta moral de los agentes individuales). Además, acabó abriendo el camino, a su pesar, tanto al anti-keynesianismo que más tarde marcaría el cuadrante de la izquierda como la nueva fuerza privilegiada del liberalismo después de 1989, como a la pérdida, por parte de la izquierda, de cualquier referencia a la cuestión socioeconómica y al conflicto de clases asociado.
Artículo publicado en italiano en https://avig.mantepsei.it/single/destra-e-sinistra-dal-1989-sono-le-due-braccia-del-mostro-neoliberale
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