Por Roberto De Mattei (Traducido para adelantelafe.com por Bruno de la Inmaculada.
Quien quiera saber que pasa tras las bambalinas del Sínodo sobre la sinodalidad, inaugurado el pasado 10 de octubre por el papa Francisco no podrá prescindir del libro recién publicado por Julia Meloni (The Saint Gallen Mafia, TAN 2021), que revela sus antecedentes históricos e ideológicos.
Su lectura resulta apasionante como una novela, pero todo está documentado mediante un riguroso método histórico. Es importante subrayar este aspecto cuando ciertas teorías conspirativas se exponen de modo superficial y a veces fantasioso. Para suplir la falta de pruebas, esas teorías recurren a una técnica narrativa que apela a las emociones más que a la razón, conquistándose a quienes, por un acto de fe, deciden creer algo inverosímil. Silvia Meloni, por el contrario, relata una conspiración real y expone con precisión fines, medios, lugares y protagonistas. Se trata de la historia de la Mafia de San Galo, como la llamó uno de sus más destacados exponentes, el cardenal Godfried Daneels (Karim Schelkens e Jürgen Mettepenningen,Gottfried Danneels, Editions Polis, Amberes 2015).
San Galo es una pequeña localidad suiza. En 1996 tenía por obispo a Ivo Fürer, que hasta el año anterior había sido secretario general de la Conferencia Episcopal Europea. Según el arzobispo de Milán cardenal Carlo Maria Martini (1927-2012), monseñor Fürer decidió convocar a un grupo de prelados a fin de establecer un cronograma de trabajo para crear la Iglesia del futuro. Junto al cardenal Martini había otras personalidades claves como Walter Kasper, obispo de Rotemburgo-Stuttgart, y Karl Lehmann (1936-2018), obispo de Maguncia, ambos destinados a recibir la púrpura cardenalicia.
Sucesivamente fueron cooptados otros dos futuros purpurados: Godfried Danneels (1933-2019), arzobispo de Malinas-Bruselas, y Cormac Murphy-O’Connor (1932-2017), arzobispo de Westminster. A éstos se les agregó en 2003 el cardenal de la Curia Romana Achille Silvestrini (1923-2019), gracias al cual el grupo de San Galo se convirtió en un poderoso lobby capaz de determinar la elección de un pontífice. A los pocos días del sepelio de Juan Pablo II y convocada por Silvestrini, la Mafia de San Galo se reunió en Villa Nazaret, en Roma, con miras a acordar un programa de acción para el próximo cónclave. En una foto publicada en The Tablet el 23 de julio de 2005 se ve a Silvestrini en compañía de los cardenales Martini, Danniels, Kasper, Murphy-O’Connor y Lehmann, todos ellos «miembros y veteranos ilustres de la Mafia de San Galo» según Julia Meloni (p.5).
El plan inicial preveía la elección al solio pontificio del cardenal Martini, pero justo a partir de 1996, año de la creación del grupo, el arzobispo de Milán empezó a advertir los primeros síntomas del mal de Parkinson. El 2002, el purpurado dio a conocer la noticia y pasó el testigo al cardenal Silvestrini, el cual desde enero de 2003 dirigió las grandes maniobras que se realizaron con vistas al próximo cónclave. Por su parte, el cardenal Murphy-O’Connor estaba vinculado con el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, y lo presentó al grupo como posible candidato en oposición a Ratzinger. Bergoglio obtuvo el consenso de la mafia, pero fue precisamente el cardenal Martini quien albergó mayores dudas hacia la candidatura, en vista de las informaciones que le llegaban sobre el prelado bonaerense desde la Compañía de Jesús. Cuando en el cónclave de 2005 parecía segura la elección de Bergoglio, Martini debió de respirar aliviado al anunciar al cardenal Ratzinger que lo favorecería en la votación. El grupo de San Galo tuvo una última reunión en 2006, pero Martini y Silvestrini siguieron ejerciendo una marcada influencia en el nuevo pontificado. En 2012, monseñor Kasper dijo que en la Iglesia soplaba viento del sur,y el 17 de marzo de 2013, a los pocos días de su elección, el papa Francisco mencionó –y no por casualidad– a Kasper como uno de sus autores predilectos, y le confió la misión de inaugurar el Consistorio Extraordinario sobre la Familia en febrero de 2014.
Ahora bien, el papa Francisco ha decepcionado a los progresistas en la misma medida en que había despertado la ira de los conservadores, y al cabo de ocho años su pontificado experimenta un inexorable declive. Con todo, habiendo fallecido los principales exponentes de la Mafia de San Galo, el espíritu modernista de ellos se cierne sobre el proceso sinodal, paralelamente a nuevos tejemanejes con vistas al próximo cónclave. El libro de Julia Meloni, que reconstruye la historia de la mencionada mafia, nos ayuda a entender la oscura dinámica que agita a la Iglesia actual. Echando mano de algunos recuerdos, puedo añadir algunas cosas más.
En el otoño de 1980 me visitó un sacerdote de la Curia Romana, monseñor Mario Marini (1936-2009), hombre inteligente y lleno de energía que no llegaba a los cincuenta años. Había sido colaborador del cardenal Giovanni Benelli (1921-1982), y observaba con preocupación cómo iban conquistando posiciones clave en la Santa Sede y los que habían sido adversarios de Benelli, y prosperaban amparados por el cardenal Agostino Casaroli (1914-1998), secretario de estado de Juan Pablo II.
A lo largo de 1980 y 1981 tuve numerosos encuentros con monseñor Marini, en los cuales me explicó con lujo de detalles la existencia de lo que él llamaba la mafia que circundaba a Juan Pablo II, elegido al Trono de San Pedro en 1978. La eminencia gris de aquella mafia era monseñor Achille Silvestrini, sombra y alter ego del cardenal Casaroli, al que sucedió en 1973 en el cargo de secretario del Consejo de Asuntos Públicos: el mismo Silvestrini al que Julia Meloni nos presenta como cerebro de la Mafia de San Galo.
Silvestrini era un hombre inteligente y a la vez intrigante que había representado a la Santa Sede en las conferencias de Helsinki (1975), Belgrado (1977-78) y Madrid (1980) y carecía de la experiencia diplomática de haber ejercido una nunciatura. Como tantos prelados postconciliares, era ante todo un político que gustaba de prescindir de sus vestiduras curiales en los encuentros reservados fuera de los apartamentos que ocupaba en el Vaticano. Los vaticanistas apreciaban su capacidad para comunicar noticias reservadas, si bien sus informaciones, igualmente distribuidas a la derecha y la izquierda, dosificaban astutamente mentira y verdad. En cuanto a política internacional, coincidía con la postura de monseñor Luigi Bettazzi, obispo de Ivrea, partidario del desarme unilateral; en política interior favorecía la línea de la Democracia Cristiana más abierta al Partido Comunista Italiano. En concreto, mantenía relaciones con Giulio Andreotti y encabezó la delegación de la Santa Sede que en 1985 suscribió el desastroso Nuevo Concordato con el Estado Italiano. Por intermedio de monseñor Francesco Brugnaro, actualmente arzobispo emérito de Camerino, Silvestrini mantenía estrechos contactos con Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán (que todavía no era cardenal), cuyo futuro destino se barruntaba. Todo esto tenía lugar veinticinco años antes de la Mafia de San Galo.
Acordé con el sacerdote sacar a la luz estas informaciones, que se hicirron llegar a Juan Pablo II a través de la Dra. Wanda Poltawska, la cual por otra parte estaba en conocimiento de muchas cosas gracias a su amistad con el cardenal Edouard Gagnon (1918-2007), amigo de monseñor Marini. Una parte de estas revelaciones se publicó en la revista Impact Suisse,en Sì sì no no y en Courier de Rome. Han transcurrido ya cuarenta años y me es grato recordar a monseñor Marini, sacerdote que siempre sirvió a la Iglesia con celo apostólico y fue de los primeros en denunciar la existencia de una mafia al interior de ella. El magnífico libro de Julia Meloni me ha motivado a ello. ¿Y qué contaba entonces monseñor Marini? Podría ser el tema de un próximo artículo.
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