Es bien conocida la afirmación de Juan Donoso Cortés de que detrás de toda cuestión política hay una cuestión teológica. Detrás o en el fondo. Por eso, porque se encuentra en segundo plano o en el fondo, para toparse con esa cuestión teológica, la reflexión tiene que profundizar a un cierto nivel, no puede quedarse en consideraciones superficiales.
En el terreno de las banalidades y ligerezas no hay cuestión teológica alguna sino solo eso, simples banalidades. Por eso en ese terreno, el de la frivolidad de la cultura light tan característica de nuestro tiempo, las discrepancias son fácilmente reconducibles a meras diferencias de opinión.
Otra cosa es cuando las cuestiones se abordan en su radicalidad, cuando queremos llevar las reflexiones a sus últimas consecuencias. Entonces invariablemente aflora esa cuestión teológica que no puede evadirse, y en la que no siempre es factible reconciliar posiciones, porque entre ellas existe una discrepancia cuya única resolución posible reside en la conversión o el rechazo.
He observado esta situación en muchas discusiones con amigos y colegas, por ejemplo, a la hora de valorar la evolución del mundo moderno. ¿Progreso o deshumanización? ¿Libertad o nuevas tiranías? ¿Conquistas de la Ciencia o herramientas de autodestrucción? ¿Nuevos derechos o retrocesos de civilización?
A abordar estos y otros temas similares, rápidamente se suscita la cuestión teológica de la que hablaba Donoso, porque inevitablemente el fragor de la discusión obliga a plantear algunas preguntas previas, que están como escondidas en el subsuelo del problema que se debate : ¿Quiénes somos? ¿De dónde procedemos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué finalidad tiene nuestra existencia? ¿Cómo podremos alcanzar ese fin u objetivo para el que existimos? ¿Cómo podremos saber si hemos tenido éxito en nuestra vida, o si ha sido un fracaso?
Las respuestas a estas preguntas son el quid de la cuestión, la cuestión teológica. De cómo las respondamos depende todo lo demás.
San Ignacio sitúa al comienzo de su libro de los Ejercicios Espirituales lo que él llama, significativamente, Principio y Fundamento: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…” [EE 23]. De donde se deriva como corolario su ley del tanto-cuanto: tanto debemos apreciar algo cuanto nos conduce a Dios y tanto debemos rechazarlo cuanto nos aleja de él, siendo indiferentes en todo lo demás. Igual son salud que enfermedad, pobreza que riqueza, fama que desprecios…
Es este Principio y Fundamento el que le llevará a recordar insistentemente a su compañero Francisco de Javier la advertencia paulina: “Javier, Javier, de qué te sirve ganar el mundo si pierdes el alma?”.
Comodidad, longevidad, salud, entretenimiento y disfrute, información, comunicación, adelantos… ¿sirven para acercarnos más a Dios, como individuos y como sociedades, o nos están alejando de Él? ¿Se realizan “a mayor gloria de Dios” o, por el contrario, encumbran al hombre a un pedestal desde el que pretende ignorar a su Creador y Redentor o incluso sustituirle?
¡Hombre, no sé ponga usted tan dramático, que las cosas no son tan tremendas!, pensará alguno.
Como usted quiera, pero… ¿no conviene al caminante preguntarse si los pasos que da le llevan a su destino o avanza por una senda equivocada? ¿Bastará con saber que caminamos a buen ritmo y que no acusamos cansancio? ¿Es tremendismo saber a dónde vamos antes de seguir andando?
Esta es la cuestión teológica de fondo a la que se refería Donoso Cortés. Esta es la cuestión que está detrás de toda cuestión política o ideológica que leemos, que discutimos, que pide de nosotros una valoración.
Esta es la cuestión ante la que la reconciliación de posiciones encontradas sólo es posible mediante la conversión de una de las partes, o el rechazo sin paliativos.
Y esta es la cuestión que, narcotizados por la sobreinformación, por la fascinación de los avances tecnológicos, por el progreso de la Ciencia, por el aluvión de noticias de cada día, se trata de que no nos planteemos, que esquivemos, sobre la que se nos pide que no seamos aguafiestas del festín de la vida. Comamos y bebamos que mañana pereceremos.
Elegir la banalidad, la superficialidad y la intrascendencia puede ser una forma de seguir tirando. Pero no es una forma de responder a las verdaderas cuestiones que importan.
El mundo puede proseguir su carrera desenfrenada, pero las personas no. El mundo puede no hacerse preguntas, pero cada hombre, en el interior de su conciencia, no. Antes o después en nuestra vida, quizás sólo al final del camino, algo o alguien nos obligará a pararnos y pensar en todo ello. Frecuentemente es algo: una pérdida, un diagnóstico médico, un desengaño, la simple vejez… A veces es Alguien, y entonces todo es más fácil. En realidad, siempre es Alguien, aunque casi siempre actúe a través de causas vicarias.
Solo entonces, nos habremos topado con la cuestión teológica que hay detrás de cualquier otra cuestión. Y entonces sólo nos cabrá tomar posición: conversión o rechazo.
En ello nos irá nuestro irremediable éxito o fracaso.
Porque la cuestión teológica -el sentido que le damos a nuestra vida- es la única en la que nos conviene acertar.
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