Olvidamos los colombianos los grandes temas que afectan al país para dedicarnos a las estériles discusiones puntuales sobre los personajes, sus intrascendentes discusiones, o, simplemente para dar rienda suelta a nuestros pasionales odios o afectos en materia política.
Hablemos, por ejemplo, de la soberanía nacional. El concepto de soberanía es, desde la época de Jean Bodin, el poder absoluto y perpetuo de una República; y soberano es quien tiene el poder de decisión, de dar leyes sin recibirlas de otro, es decir, aquel que no está sujeto a leyes escritas, pero sí a la ley divina o natural.
Nuestra carta política lo consagró en su artículo 3º.: “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece.”
Es, ni más ni menos, el fundamento de la existencia de Colombia como país independiente y, como tal, debemos preservarlo por encima de otras consideraciones.
Sin embargo, no ha sido así en la última década, lo cual, ha contribuido en forma determinante en la crisis política que ahora nos golpea.
El pueblo, depositario por mandato de la Constitución del poder soberano, rechazó en el plebiscito de 2016 la negociación adelantada por el presidente Santos y la guerrilla de las FARC. No obstante lo anterior, una mayoría del Congreso se abrogó la facultad de ratificar el acuerdo que el pueblo soberano había rechazado y una Corte Constitucional prevaricadora avaló semejante engendro jurídico, con la complicidad de la izquierda nacional e internacional.
Luego, mediante un procedimiento no contemplado en nuestra normatividad, el fast track, se incorporaron normas espurias a nuestra carta política, como la que dio origen a la llamada Justicia Especial para la Paz (JEP).Nuevamente se violentó nuestra soberanía al permitir que un grupo de extranjeros (curiosamente de ideología marxista-leninista) designaran los magistrados de este exótico tribunal y que expertos juristas extranjeros intervengan en sus procesos (Art. 7º. A. L. 01 de 2017). Desde la época colonial los colombianos no habíamos sido juzgados por extranjeros.
Un Estado soberano no permite la injerencia de otros países o de organizaciones internaciones en sus asuntos internos.
Después de la sesgada actuación de los comisionados de Naciones Unidas permitiendo toda clase de engaños al estado colombiano en la desmovilización de guerrilleros y en la entrega de armamento, se ha dedicado esta organización a exigir estricto cumplimiento de los acuerdos a una de las partes (el gobierno) obviando el incumplimiento de la otra (la guerrilla). Como premio, el Presidente Duque le prorrogó los contratos de asesoría a los delegados de esa “cueva de mamertos” en que se ha convertido la ONU. De otro lado, la CIDH de la OEA se convierte en altoparlante de los movimientos subversivos declarando que ha habido violación de derechos humanos por parte de la fuerza pública en la toma guerrillera de las ciudades colombianas, sin mencionar para nada los crímenes de lesa humanidad cometidos por los vándalos alentados por los movimientos de izquierda.
Sobra mencionar, porque es de todos conocida, la abierta intervención de la dictadura cubana impulsando la subversión en nuestro territorio desde hace varias décadas. No hace mucho asiló a los autores del genocidio cometido contra alumnos de la Escuela de Policía y se niega sistemáticamente a extraditarlos pasando por encima de la debilidad de nuestro gobierno en materia de defensa de la soberanía.
Para rematar, nos informan de un acuerdo celebrado por el Presidente Duque con la Corte Penal Internacional, según el cual el Gobierno se compromete a blindar hacia el futuro a la JEP, a cambio de que la CPI cierre unos procesos iniciados contra nuestro país. Se hipoteca nuestra capacidad de dictar nuevas normas para modificar esa fábrica de impunidad, entregando de paso nuestra soberanía a este organismo.
Ya es hora de contar con un gobierno con el carácter requerido para defender nuestra soberanía, cuya conquista representó muchas vidas y mucha sangre derramada. Al parecer, no es un tema que interese a nuestros gobernantes ni a los candidatos a la Presidencia. Entonces ¿quién podrá defendernos?
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