Nueve de la mañana en una parroquia de mi ciudad. Nos hemos puesto en pie para recibir al celebrante que oficiará el Santo Sacrificio de la Misa (Novus Ordo). Los ritos iniciales, el incienso, el kyrie, el gloria, la colecta. Todo parecía indicar que viviríamos una celebración bastante sobria y decente; que alimentaría el deseo espiritual de conocer y amar a Dios. Todo bien (en lo que cabe esperar) hasta que llegó la homilía. Cuando le eché un vistazo a mí reloj, ya había pasado más de media hora desde el inicio de la predicación y yo aún no había podido comprender de qué se trataba el sermón dominical de la fiesta de Cristo Rey...
Decía en su momento el entonces cardenal Joseph Ratzinger, que «El milagro de la Iglesia es sobrevivir cada domingo a millones de pésimas homilías». No se equivocó. Si ese día no me quedé dormido fue por la gracia de Dios. En este artículo, pues, reflexionaré sobre las homilías y las desviaciones en su ejercicio, recogeré la naturaleza de la praxis homilética y finalmente, enunciaré el criterio que diferencia la auténtica homilía de la homilía desconectada de su centro vital.
La homilía de los primeros siglos
A partir de la lectura de predicaciones que se han conservado desde los primeros siglos de la Iglesia, escritos por lo santos obispos y los Padres, podemos clasificar las homilías de cuatro maneras. La primera es la homilía fragmentada que consistía en comentar solo algunos pasajes de los textos sagrados que por su relevancia en el contexto de la asamblea de fieles, resultaba lo más apropiado. Una segunda categoría consistía en sintetizar el contenido general del texto en una sola idea o proposición que luego se desarrollaba como un todo orgánico y coherente. La tercera forma de hacer la homilía era por medio de la selección de una virtud o de un vicio que estuviera explícito o implícito en el texto y explicar en qué consistia su bondad o su malicia. Y finalmente, algunos predicadores como San Juan Crisóstomo, parafraseaban el texto y lo aplicaban a casos concretos donde el texto parecía cumplir lo que anunciaba. Esta manera de predicar las homilías ha estado presente desde aquellos primeros siglos. Pero en estos confusos tiempos de la Iglesia las predicaciones de muchos sacerdotes y obispos se han desviado de su naturaleza hasta convertirse en remedos de homilías. Veamos algunas de estas desviaciones.
Tres maneras de desviar la homilia
Para explicarlas vamos a recurrir a un pasaje bíblico tomado de San Mateo 9, 32-38
Cuando ellos hubieron salido, le presentaron un mudo endemoniado. Y echado el demonio, habló el mudo, y las multitudes, llenas de admiración, se pusieron a decir: “Jamás se ha visto cosa parecida en Israel”. Pero los fariseos decían: “Por obra del príncipe de los demonios lanza a los demonios”. Y Jesús recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas y proclamando la Buena Nueva del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y viendo a las muchedumbres, tuvo compasión de ellas, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, esquilmadas y abatidas. Entonces dijo a sus discípulos: “La mies es grande, mas los obreros son pocos. Rogad pues al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies”.
Muchos sacerdotes con este texto bíblico podrían (y ciertamente, lo hacen) llenar sus homilías con puras obviedades como las del siguiente tipo: «hermanos, hemos escuchado cómo Jesús tuvo compasión de la gente y cómo invitaba a sus discípulos a orar para que hayan más trabajadores para Dios». O también se podría decir: «hermanos, aquí vemos a Jesucristo como el misionero que es y cómo también nosotros estamos llamados a ser como Él, llevar la Palabra a los demás, y a predicar también con nuestra propia vida». Y así se podrían dar más ejemplos de homilías que no dicen nada porque dicen lo que todo mundo por sentido común sabe: obviedades, nada que cualquier persona cristiana no pudiera ya saber. Y tanto es así, que ya se saben tanto de memoria que acaban por perder importancia o sencillamente se vuelven frases trilladas y cliclés de rutina. ¡Puras obviedades!
Ahora, de las cosas obvias pasamos a los psicologismos. Un cura parroquial en su homilía dominguera nos podría decir: «hermanos míos, acerquémonos a Jesucristo el Buen Pastor porque Él nos trata con suavidad. Si estamos abatidos, Él nos aliviará, si sentimos que no podemos más, Él nos ayudará pues es compasivo y tiene misericordia de nosotros, ¡démosle un fuerte aplauso porque se lo merece!» Discursos de este tipo los encontramos en los libros de autoayuda, o en los panfletos de muchas sectas a las que se les paga para dejar de sufrir o a otras a las que se les compra el vaso con agua traído de la fuente de los milagros. Yo mismo he estado en celebraciones eucarísticas donde, en el momento de la Consagración, el sacerdote les pide a los fieles que lloren para que desahoguen sus penas ante Jesús que se hace presente entre nosotros…
Pero la peor de todas las desviaciones es el abuso del sentido alegórico para la interpretación de los textos sagrados. El cura entonces, nos podría decir: «Cristo quiere liberarnos de los mutismos que no nos permiten hablar de Dios. No predicar la Buena Noticia es como tener un espíritu maligno del que necesitamos que Jesucristo nos libere». Esta forma de hacer homilía perturba el sentido literal del texto, que es sobre el cual se fundan los demás sentidos de la Bíblia (Cf. CIC 116). Así, toda vez que descartamos lo que dice literalmente la Palabra de Dios y recurrimos a consideraciones metafóricas para interpretar las Sagradas Escrituras, dejan de haber realidades sobrenaturales (el cielo, los Ángeles, Arcángeles, etc.) Y dejan de haber realidades preternaturales (El Diablo, el infierno y los espíritus malignos). Visto de esta forma, Jesús no le habría sacado un demonio a este hombre; un demonio que me impedía hablar. Este exorcismo habría sido un mero acto simbólico que nos exhortaría a liberarnos de nuestros propios mutismos espirituales. Los racionalistas, incluso, le buscarían alguna explicación natural para su sanación pero que no sea en términos de milagros realizados por el poder de Jesucristo, el Hijo de Dios. Así, pues, podemos encontrar tres tipos de desviaciones de las homilías que predican muchos sacerdotes: pasarse media hora diciendo puras obviedades o trivialidades que están en el texto o que se podrían inferir de los mismos. Recurrir al psicologismo a modo de frases motivadoras y clichés sensibleros que tendrían por objetivo sacarle lágrimas a la gente. Lo más peligroso es interpretar los textos sagrados exceptuándolos de todo lo sobrenatural y preternatural que puedan contener y reduciéndolos a puras metáforas y símbolos que solamente ofrecerían alguna enseña moral.
¿Cuál es la naturaleza de la homilía?
En la exhortación Sacramentum Caritatis del Papa Benedicto XVI, en el numeral 46, leemos:
Es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro «pilares» del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana.
Como vemos, las homilías tienen por objeto las verdades reveladas y transmitidas por la Iglesia hasta nuestros días. Tienen que ver con la enseñanza de la doctrina católica resumida en los artículos del Credo. Cómo vivir los misterios cristianos, es decir, los Sacramentos. Las homilías también se refieren a las cuestiones que debemos hacer y las que debemos evitar (la vida en Cristo, es decir, la moralidad cristiana) y a cómo crecer en la vida interior por medio de la oración litúrgica, personal o familiar. No es la homilía, por tanto, un discurso político, una clase universitaria, un concurso de chistes, o la ocasión para regañar a los fieles ni nada por el estílo. En la predicación de la homilía se explican los textos bíblicos de acuerdo a la correcta enseñanza de la Iglesia y se exhorta a los fieles a que vivan de acuerdo a los mandamientos divinos invitándolos a la conversión. Pero las exhortaciones a llevar un comportamiento según la voluntad de Dios, no son moralizaciones a golpe de martillo como si el que hablara no fuera igualmente un pecador. «Por eso -continuaba diciendo el Papa Benedicto- los ministros ordenados han de preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura». Así, pues, ¿Cuál es la naturaleza de la homilia? Es la explicación de las verdades de Fe y la exhortación a convertirnos para llevar una vida según las enseñanzas morales de Jesucristo y su Iglesia. De ahí que el criterio para distinguir la auténtica homilía de la falsa homilía es el siguiente: «Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía» (Benedicto XVI, Verbum Domini, 59).
Concluímos, pues, diciendo lo siguiente: si cuando termina la Misa los fieles recuerdan más los chistecitos y las muecas del padrecito que las lecturas y su mensaje, que la explicación teológica de una verdad revelada o las exhortaciones morales que contienen los textos y que nos invitan a practicar, téngase por seguro que el fiel escuchó una más de esas miles de malas homilías dominicales de las que en su momento hablaba el cardenal Joseph Ratzinger.
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