No se quiere ver la armonía del mundo, y en cambio sólo se aprecia el caos. La tendencia entrópica, disgregadora, centrífuga y niveladora, eso se quiere palpar en la ciencia y en la filosofía de la Modernidad y la Posmodernidad. Inmersos en las turbulencias político-sociales, los hombres desesperan y renuncian (incluso renuncian metafísicamente) a un Principio ordenador. La falta de orden, el espíritu nivelador (propio del mecanicismo en que se inspira) atenaza los ordenamientos demoliberales. Hay “taxifobia” en el mundo moderno, miedo y repulsa a la verdadera ordenación. Sin embargo, la filosofía cristiana no enseña otra cosa que los principios de armonía, orden y jerarquía, sabia y dulcemente entrelazados. Bien entendido que estos principios de la filosofía jurídica, política y moral no son otra cosa que ramificaciones que reciben su savia de la metafísica troncal. La Filosofía Primera es primera en importancia y dignidad, primera en orden lógico, primera en lo generativo: de ella brota toda otra concepción. Escribe Santo Tomás en la Suma Teológica, por ejemplo:
“La armonía existente en las cosas creadas por Dios manifiesta la unidad del mundo. Pues se dice que en este mundo hay unidad y armonía en cuanto que unas cosas están ordenadas a otras. Todas las cosas que provienen de Dios, están ordenadas entre sí y también al mismo Dios, como se dijo anteriormente (q.11 a.3; q.21 a.1 ad 3). Por lo tanto, es necesario que todas las cosas converjan hacia un solo mundo. El hecho de que algunos sostuvieran la existencia de muchos mundos se debe a que establecieron que la causa del mundo no se debía a una sabiduría que todo lo ordenaba, sino a la casualidad. Es el caso de Demócrito, que dijo que este mundo y otros muchos han sido hechos a partir de la concurrencia de los átomos.” [S Th. I, C. 48 Sol].
Inculcar que el mundo es fruto del azar, el resultado de multitudes caóticas que, por resultancias, emergencias, procesos organizadores, etc. dan lugar a estructuras ordenadas: esa es la raíz de todo materialismo. La intención escondida es la negación de Dios, la consigna según la cual un Primer Agente (la unidad de la que brota la multiplicidad) es una “hipótesis gratuita”, no demostrada, innecesaria. El materialismo, ya sea monista (que recupera la Unidad pero negando el Agente Primero), ya sea pluralista (que parte del hecho inicial de la multiplicidad, pero rechazando al Agente Primero), es siempre y en todo momento un ateísmo.
La filosofía cristiana nos habla de una Unidad del Agente Primero, el Creador, que encierra en sí la máxima perfección. Queriendo el Creador la existencia del mundo, hubo de dar ser al mundo en forma de multiplicidad. Éste aspecto de dar ser a cosas que sólo pueden reflejar la perfección de su Agente en manera múltiple, recibe el nombre de diversificación.
“[…] La diversificación y la multitud de las cosas proviene de la intención del primer agente, que es Dios. Pues produjo las cosas en su ser por su bondad, que comunicó a las criaturas, y para representarla en ellas. Y como quiera que esta bondad no podía ser representada correctamente por una sola criatura, produjo muchas y diversas a fin de que lo que faltaba a cada una para representar la bondad divina fuera suplido por las otras. Pues la bondad que en Dios se da de forma total y uniforme, en las criaturas se da de forma múltiple y dividida. Por lo tanto, el que más perfectamente participa de la bondad divina y la representa, es todo el universo más que cualquier otra criatura. Y porque la causa de la diversificación de las cosas se debe a la sabiduría divina, Moisés dice que las cosas han sido hechas distintas en la Palabra de Dios, que es la concepción de la sabiduría. Esto es lo que se dice en Gen 1,3-4: Dijo Dios: Hágase la luz. Y separó la luz de las tinieblas.” [S.Th. I, C.47 a. 1 Sol.]
Ningún ser “podía estar a la altura” de su Creador y reflejar su bondad y perfección individualmente considerado, y ser, al tiempo Creatura y no Creador. Fue por eso que Dios hizo un mundo múltiple y además diversificado: lo que a un ser le falta, otro lo posee, y el conjunto, la Macro-creatura que es el Universo o Creación resplandece como obra perfecta de un Hacedor que es la Perfección misma. Así entiende el cristiano el Mundo Creado, con su armonía de carencias compensadas, de cadenas jerárquicas de perfección y de multiplicidades organizadas esencialmente, pues la organización procede de la propia Providencia divina. No puede contemplar el mundo con pesimismo ni atisbo alguno de actitud nihilista: pues la fealdad aquí, la maldad allá, la poquedad y pobreza acullá, existen sólo y necesariamente para la Perfección del Todo.
Y tal mundo de orden, jerarquía, armonía y multitud diversificada, en el plano metafísico, es el suelo nutricio y la raíz de las filosofías no igualitaristas en el terreno jurídico, moral, social, político-económico, etc. El “igualitarismo” moderno va mucho más allá de una elemental, y ella misma cristiana, asunción de la “igualdad de oportunidades”. En una carrera atlética, a todos nos ofendería ver competir a un cojo contra un atleta sano. Pero la herejía moderna parte de una herejía teológico-metafísica muy antigua, que ya Santo Tomás localizó en las ideas de Orígenes de Alejandría (vivió aproximadamente entre 183 y 254 d.C.). Muy influido por Platón, este escritor cristiano atribuía la diversificación del mundo y la presencia de la desigualdad en él no a la voluntad divina, sino al propio pecado, que entró en el mundo por el libre albedrío.
“Orígenes, queriendo rechazar la opinión de aquellos que atribuían la distinción de las cosas a partir de la contrariedad de los principios del bien y del mal, sostuvo que todas las cosas habían sido creadas por Dios iguales en el principio. Pues dijo que Dios primero creó las criaturas racionales solamente, y las hizo todas iguales. En dichas cosas surgió la desigualdad por el libre albedrío, pues unas se orientaron hacia Dios de forma más o menos perfecta, mientras que otras se alejaron de El también más o menos. Así, pues, aquellas criaturas que por su libre albedrío se orientaron a Dios, fueron promovidas a los diversos órdenes de los ángeles según la diversidad de méritos. Pero aquellas que se alejaron de Dios, fueron condenadas a vivir en diversos cuerpos según la diversidad del pecado. Dijo que ésta es la causa de la creación y de la diversidad de los cuerpos.
Pero según esto, la totalidad de las criaturas corporales no se debería a la bondad de Dios, que se comunica a las criaturas, sino que sería el castigo del pecado” [S Th C47 a 2 Sol].
Nos recuerda esta doctrina al mundo moderno y a sus doctrinas igualitaristas. Aquel “buen salvaje” de Rousseau, a quien la sociedad europea, blanca y cristiana, corrompe y degrada. Nos recuerda al “buenismo”, según el cual un estado de paz e igualdad prehistórica, imaginado como un “comunismo primitivo” o un “matriarcado” ancestral, vino a ser perturbado por los pecados originales de la civilización.
La obsesión por el igualitarismo, en el mundo moderno, tiene raíces teológicas (heréticas) muy claras. No se trata de una simple lucha por la igualdad de oportunidades, sino que hablamos de una metafísica errónea, y una teología aberrante que anida en las mentes de políticos y pensadores que, aun siendo ateos, no pueden extirpar el error teológico. Es preciso subrayar, contra Orígenes de Alejandría y todos sus derivados (que llegan hasta el liberalismo y el marxismo de nuestros tiempos) que un mundo de seres perfectos e iguales nunca se dio en un comienzo. Que Dios quiso e hizo un Mundo de desigualdad para una mayor perfección del mundo en su conjunto. Que entre seres (en general y absolutamente) y entre seres humanos (específicamente) es bueno que exista diversificación y, por ende, desigualdad.
Del hecho de que no todos seamos iguales, no todos sirvamos para lo mismo y al mismo, que todos somos, respecto a distintos seres, servidores y servidos, debemos entresacar la noción de la gran Justicia que reina en el universo. La Justicia que procede de Dios y que Él implanta en el mundo. A cada ser le está reservado aquello que Él dictaminó desde un principio, y esto mismo ya es justo. El anhelo de “querer otra cosa”, distinta de la que nos está reservada, es querer ir contra Dios. Toda justicia humana, en lo que entraña de justicia misma, es participación de la Divina Justicia, y en ella está la voluntad de que existan desigualdades, que si son queridas por Dios ya no son “injustas”, pues se inscriben en el Plan Divino:
“A cada uno se le debe lo que es suyo. Se dice que es de alguien aquello que le está subordinado. Ejemplo: El siervo al Señor. Pero no a la inversa; ya que libre es aquel que dispone de sí mismo. Y lo debido conlleva una cierta exigencia o necesidad por parte del subordinado. En las cosas hay que tener presente, en este sentido, un doble aspecto. Por una parte, algo creado está subordinado a algo creado, como las partes al todo, los accidentes a las sustancias, y cada cosa a su fin. Por otra parte, todo lo creado está subordinado a Dios. Y en esto último, que es la operación divina, hay que considerar una doble dimensión: algo que se debe a Dios y algo que se debe a lo creado. Dios es quien lo satisface todo. Pues a Dios se debe el que se cumpla en las cosas lo que determina su sabiduría y su voluntad y que pone al descubierto su bondad. En este sentido, la justicia de Dios mira su propio decoro, pues se da lo que a sí mismo se debe. Y a lo creado se le debe que posea lo que le corresponde. Ejemplo: Que el hombre tenga manos, y que le estén sometidos los animales. En este sentido también Dios hace justicia dando a cada uno lo que le corresponde a su naturaleza y condición. El segundo sentido expuesto depende del primero, ya que a cada uno se le debe lo que le está subordinado según lo establecido por la sabiduría divina. Pero, aun cuando Dios dé, en este sentido, lo debido a alguien, sin embargo El no es deudor; porque El no está subordinado a nadie, sino, por el contrario, los demás lo están en El. Por eso, en Dios la justicia es llamada a veces expresión de su bondad; otras veces, retribución de méritos. A todo esto se refiere Anselmo cuando dice: Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al perdonarlos, eres justo, porque así es tu bondad.” [S. Th. C.21 a.1 ad 3]
Dios establece que cada ser posea lo que le corresponde, y que se subordine a quien le corresponde subordinarse. Y a todos éstos seres les corresponde subordinarse a quien les crió, les dio el ser y con ello, todo lo preciso para ser dentro del conjunto. Al pueblo, medios para procurarse comida y para defender su tierra y a su príncipe. Al príncipe, medios para asegurar su soberanía, garantizar la lealtad de los suyos y la defensa de los mismos. Y a todos ellos, pueblos y príncipes, medios para cumplir con la voluntad divina. Esos medios forman parte del propio ser de las criaturas, y el derecho natural es la inmediata traslación de la constitución ontológica de los seres, en este ejemplo, de los seres humanos. No hay en la subordinación atisbo alguno de dignidad aplastada: en el servicio a quien naturalmente nos debemos, la dignidad humana reproduce el servicio que todo ser humano, desde el príncipe hasta el más subalterno de los gobernados, le debe al Señor de la Creación. La Justicia nunca se entenderá como reparación de daños ocasionados en un Paraíso terrenal perdido, en una Edad áurea o en un tiempo de inocencia. La Justicia divina es la armonía misma de las cosas: orden, jerarquía y buen gobierno.
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