En ocasiones, el hombre henchido de orgullo y soberbia, clama contra su propia naturaleza y se alza ante el Creador (y si es ateo, ante la “Biología”) por causa de su condición efímera, por ser “polvo y nada más que polvo”. Y por ello, protesta. Ese hombre despojado de fe, quisiera ser Dios, y en esto muestra precisamente su índole caída. Satán ya le tentó con esa promesa en el Paraíso y quiso engañarle, pretendiendo que Adán y Eva fueran como el Padre. “Ser como lo que no se es” : he ahí el engaño. El hombre Sabedor del Bien y del Mal, y por tanto capaz de traspasar los umbrales de éste hacia aquél, no puede ser, y por ello el hombre cayó.
Ignora este hombre caído que cada ser porta la perfección que le es propia en su propia constitución. A la planta no le corresponde anhelar perfecciones del animal, y al animal inferior no le compete ansiar perfecciones del superior. Quejarse al Hacedor de no ser nosotros como ángeles, o como la misma divinidad es orgullo y, por ende, pecado y error. En los pasajes luminosos de la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, hallamos estos pensamientos, que reproduzco para disfrute del lector:
“[…] antes del pecado, el cuerpo del hombre fue inmortal no por naturaleza, sino por don de la gracia divina. De lo contrario, no habría perdido la inmortalidad por el pecado, como no la perdió el demonio.
“De este modo, puestos en otra dimensión, decimos que en la materia encontramos una doble condición: Una, elegida en orden a hacerla proporcionada a la forma; otra, que necesariamente se deduce de la primitiva condición de la materia. Ejemplo: Un herrero, para hacer una sierra, elije un material de hierro apto para cortar objetos duros. Pero que los dientes de la sierra se partan o se oxiden es una consecuencia necesaria de la condición del mismo material. Igualmente, al alma intelectiva le corresponde tener un cuerpo de equilibrada complexión. Pero de ello se deduce, por condición propia de la materia, que sea corruptible. Si alguien dice que Dios pudo evitar tal necesidad, hay que decir que, en la constitución de los seres naturales, no hay que considerar lo que Dios pudo hacer, sino lo que le corresponde a la naturaleza de las cosas, como dice Agustín en II Super Gen. ad litt. Sin embargo, Dios proveyó el remedio contra la muerte concediendo el don de la gracia”. [S.Th. C. 76. a. 5. 1]
Dice nuestro refranero que no pidamos peras al olmo. El hombre no puede pedir ser inmortal, pues él no es ángel ni Dios. El varón no puede pedir ser hembra ni la hembra varón, pues su alma, y no sólo sus caracteres sexuales, entendidos ahora como accidentes, fue alma hecha por el Creador como alma de varón o como alma de hembra al tener que ser creada en el compuesto, que incluye materia corporal sexuada: lo que Dios crea es el compuesto personal de éste alma unida a este cuerpo, un cuerpo sexuado, como cuerpo sensible que debe ser. Y que en el hombre haya imperfecciones, dada su condición mortal desde el inicio, y dadas sus pérdidas consiguientes a su Caída, no es cosa que constituya culpa ni demérito atribuible a Dios. La perfección de la criatura se circunscribe a su constitución. El rectángulo no es un “mal cuadrado” por no tener los cuatro lados iguales. Sencillamente, el rectángulo es rectángulo y el cuadrado es cuadrado.
No hay en esta doctrina atisbo alguno de resignación o conformismo. Cada criatura es lo que es, y su ser se integra en una gran cadena jerárquica en la que las distintas perfecciones cobran sentido por la más grande y absoluta Perfección en sí misma: Dios
“Así, pues, en el universo cada criatura está ordenada a su propio acto y a su perfección. Las criaturas menos nobles a las más nobles; como las inferiores al hombre. Cada criatura tiende a la perfección del universo. Y todo el universo, con cada una de sus partes, está ordenado a Dios como a su fin en cuanto que en el universo, y por cierta imitación, está reflejada la bondad divina para la gloria de Dios; si bien las criaturas racionales de un modo especial tienen por fin a Dios, al que pueden alcanzar obrando, conociendo y amando. Queda patente que la bondad divina es el fin de todos los seres corporales” [S.Th. C. 65 a.3. sol.].
Es bueno que exista diversidad, que no todos los seres sean iguales, tanto en el interior de una especie como en la Creación en su conjunto. Sólo así resplandece la perfección del Universo entendido como un todo.
Que algunos seres humanos pierdan la perspectiva total se debe al egocentrismo, viejo vicio nuestro que nos inclina a querer más, a anhelar aquello que no nos corresponde tener. Y no nos corresponde tener inmortalidad, alas en los pies, tres cabezas, telepatía o capacidad para volar como Supermán, no por causa de un Dios avariento (que por mala voluntad nos lo negara) ni por defectuosidad en lo creado (un Dios que fuera “mal ingeniero”). Es precisamente por causa de la bondad divina, la cual es infinita, que no podemos ser lo que no somos, y es precisamente porque Dios es bueno, que ya es “suficientemente bueno” ser lo que somos y tal como somos, esto visto a la luz de la Totalidad de lo creado.
Es el capitalismo desquiciante el que nos ha engañado, satánicamente, con idéntico método. Querer ser más al margen de los límites de la naturaleza humana, trasponer esos límites y negarlos. La humanidad sufre una nueva caída, endiosada y sujeta a las peores tentaciones esclavizadoras. Esta no-naturaleza, esta humanidad irrestricta, en la que las fronteras se vuelven borrosas y corredizas, es una antesala del Infierno. El gran defecto de la Modernidad estriba en no querer conocer barreras, en implantar anhelos imposibles y desquiciantes en el corazón humano. Divinizar al hombre sin merecerlo y sin la Gracia.
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