Apenas unos días después de la celebración del nacimiento de Jesucristo, en pleno júbilo navideño, la iglesia nos recuerda la historia de los santos inocentes. San Mateo evangelista (2:16) nos describe: “Herodes, viéndose burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, según el tiempo que con diligencia había inquirido de los magos. Herodes, temeroso de un rey que viniese a disputarle su reino, prefiere asesinar así sea a los más pequeños e indefensos a poner en riesgo su reino”.

Nos podemos imaginar la escena que nos narra el evangelista. La tranquilidad de una pequeña aldea que se ve interrumpida por el fragor de unos soldados que, cual si libraran una feroz batalla se acercan a las madres, sin clemencia alguna, para arrebatarles y apuñalar a sus hijos. Las madres, que desconsoladas lloran a sus hijos ahogando con sus lamentos y gemidos cualquier otra voz. ¿Qué habrán pensado los soldados convertidos en asesinos? ¿Qué temor tan grande les inspiraría su rey que llevaron a cabo tan miserable acción, sin rebelarse ante tal crueldad e injustica? ¿Y los esposos, estarían ausentes, temerosos o impotentes frente a los soldados? ¿Y las madres? ¡Ah, las madres, cómo debieron luchar por esconder, ocultar, defender a sus hijos, con su propia vida si les hubiese sido posible! El silencio de aquella tarde a de haber dicho tantas cosas…

Porque Cristo aún no habla, no camina, y ya irrita y molesta, a la vez que causa temor. Con Herodes, la persecución a Cristo y sus seguidores, por los poderes del mundo, marca su inicio. Los santos inocentes, muertos en su nombre, anuncian ya la sangre abundantísima de los mártires que, corre fecunda a través de los siglos. Nuestra época no es la excepción. 

Nuestra sociedad, que se rasga las vestiduras ante la figura de Herodes, es la misma que ha deformado y pervertido a tal grado el alma femenina que cada vez más mujeres reniegan de la maternidad y ven la bendita fecundidad como una maldición. Nuestra sociedad desdeña a Raquel que llora por sus hijos y promueve a Medea, dispuesta a sacrificar a sus propios hijos para lograr su objetivo. 

Si nos llenan de compasión los santos inocentes, las victimas del crimen del aborto no nos deberían dejar dormir. El aborto, además, de ser un genocidio sin parangón, y produce la peor violencia que pueda existir, pues va en contra de los dos seres que más debe proteger la sociedad: los niños y las mujeres; introduciendo intencionalmente, la muerte en el seno creado por Dios para albergar la vida.

Por otro lado, nuestra sociedad actualmente aplaude, vota y hasta admira a muchos modernos Herodes. Los gobernantes, instituciones internacionales y filántropos que promueven el crimen del aborto son ya mayoría. Los políticos y partidos que no están abiertamente a favor del aborto, salvo honrosas excepciones, se cruzan de brazos y miran hacia otro lado; cual cobarde Pilato incapaz de tomar partido y defender al inocente. 

Y desafortunadamente, hay otra clase de Herodes. Estos no matan el cuerpo, pero roban y matan la inocencia de los más pequeños. Matan el alma. No son menos crueles. Si más sofisticados. Son todos aquellos que apoyan e impulsan la llamada educación sexual de los niños. A través de la cual, promueven la promiscuidad, la pornografía, la ideología de género y en general la destrucción de todo lo que es bueno, bello y verdadero. 

El mundo actual, como el de Herodes, es un mundo donde impera la traición, la hipocresía y la crueldad. En nombre de la tolerancia, se roba el candor y la pureza de quienes deberían ser santos e inocentes. En nombre del éxito y la independencia, muchas madres niegan a sus hijos el más elemental de los derechos, el de la vida. El hombre, endiosado, en nombre de la ciencia, niega la santa doctrina, la revelación y la tradición. En nombre de la libertad, rechaza los mandamientos de la ley de Dios. Paradójicamente, en nombre del progreso, obedece la caprichosa, injusta y hasta criminal ley de los hombres. 

El pueblo, manipulado, elige a Barrabas en lugar de Cristo una y otra vez. Piensa que, desligándose del suave yugo de Cristo, tendrá más libertad.  Desafortunadamente, se ha perdido la inocencia, mas al parecer no la ingenuidad. Nuestros políticos nos han demostrado que con el más mínimo pretexto son capaces de acabar con nuestras libertades más básicas. ¿Nos sorprende? ¿Creemos que las maldades de Herodes empezaron y terminaron con el asesinato de los santos inocentes? ¿Cómo hemos podido pensar que los políticos, que desprecian tan abiertamente la vida, nos protegerán y buscarán el bien común? Recordemos que Aldous Huxley ya nos advirtió: “A medida que disminuye la libertad económica y política, la libertad sexual tiende a crecer, como compensación”. 

Para cerrar, escuchemos parte del sermón (373) de San Agustín, sobre los Santos Inocentes. Que sus sabias y bellas palabras nos ayuden a avivar nuestra fe, esperanza y caridad en este tiempo de Navidad:

“Además, Herodes teme, los magos desean; éstos desean encontrar al Rey, aquél temió perder el reino. Por último, todos le buscan: aquéllos, para vivir por él; el otro, porque quiere darle muerte; Herodes, para cometer un gran pecado contra él; los magos, para que les perdone todos los suyos. Herodes da muerte a muchos niños con la intención de matar a uno preciso, y mientras causa tan cruel y sangrienta matanza en las personas de tantos inocentes, es él el primero en causarse la muerte con tanta maldad. Mientras tanto, nuestro rey, la Palabra que aún no habla, mientras los magos le adoraban y los niños morían por él, o bien yacía acostado o bien tomaba el pecho, y antes de hablar encontraba creyentes y antes de padecer hacía mártires también. ¡Oh niños dichosos, recién nacido, nunca tentados, nunca forzados a luchar y ya coronados!  

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Dude que habéis sido coronados, al padecer por Cristo, quien piense que de nada sirve a los niños el bautismo de Cristo. Aún no teníais la edad para creer en Cristo, que había de sufrir también su pasión, pero teníais carne en que padecerla por Él, que la sufriría posteriormente. En ningún modo abandonaría a estos niños la gracia del Salvador, Niño que había venido a buscar lo que se había perdido, no sólo mediante su nacimiento, sino también colgando de la cruz”.

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