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Lo que mueve el mundo

¿Hay alguien, en definitiva, más esclavo que el hombre moderno, que ni se ha dado cuenta de que lleva cadenas?

La vida del común de los mortales discurre, sin duda alguna, de forma rutinaria. Nos levantamos, los niños al cole, trabajo, los niños a casa, gimnasio, preparar la comida del día siguiente, clase de inglés, lectura, sofá, tele… En fin, lo que sea y en el orden que sea, pero más o menos todos tenemos nuestra rutina y nuestros quehaceres diarios. Así vamos pasando los días, en general sin pensar demasiado —tampoco es que tengamos mucho tiempo para la reflexión— mientras el Estado y los medios de comunicación configuran nuestra mente a su conveniencia. Ahora bien, si preguntásemos a, digamos, mil personas al azar sobre lo que mueve el mundo, sobre qué es aquello que hace que las cosas sean como son y les damos tiempo para meditar detenidamente, la respuesta mayoritaria sería, con mucha probabilidad, el dinero.

Ciertamente, no se puede negar que el dinero es un elemento capital —nunca mejor dicho— para el funcionamiento del mundo. Quien lo posee tiene poder, indiscutiblemente. Pero el dinero, en última instancia, no mueve nada. El dinero es objeto de deseo, es influencia y es capacidad pero, en última instancia, sólo es el medio, el combustible. El motor, lo que de verdad mueve el mundo, son las ideas. Y hay una idea sustancial que es la que va a determinar cómo va a ser —cómo es, vaya— el mundo en que vivimos, entendiendo en este caso la palabra ‘mundo’ no en un sentido global sino entendida como la civilización o cultura a la que pertenecemos, nuestra realidad concreta. Esa idea sustancial, esa idea motor es, en última instancia, el concepto de hombre. Esta cuestión es, pues, fundamental para la comprensión del mundo en que vivimos. 

Y bien, ¿qué es el hombre? ¿Es una criatura de Dios, que puede ser Su hijo y por tanto se debe a Él? ¿Seremos juzgados al morir? Es decir, ¿tiene alma el hombre y por tanto es un ser trascendente o es un ser inmanente? ¿Es el hombre como las cucarachas del anuncio que nace, crece, se reproduce y muere, y ya está? No les quepa duda: este último es, sin duda, el hombre moderno. O, mejor dicho, esta es la idea del hombre que ha configurado la sociedad en la que vivimos. El hombre que no es creado por Dios y por tanto no se debe a Él y que, en consecuencia, ocupa Su lugar; el hombre al que el pensamiento moderno ha «emancipado», un ser «libre» y autodeterminado que, en última instancia, no rinde cuentas a nadie pues a nadie se debe. Todo empieza y acaba en el hombre mismo. En última instancia, el endiosamiento del hombre, soberano de sí mismo

Consecuentemente, esta visión lleva a una falsa idea de libertad equiparándola a la mera voluntad. Es la «libertad» del liberalismo. Pero el hombre, por muy libre y soberano que sea, vivía, vive y vivirá en comunidad —sociedad, en el mundo moderno—. Se deriva, entonces que, si el hombre es soberano, debe serlo también la sociedad, la nación; es lo que conocemos hoy como soberanía nacional. Podemos afirmar, pues, que el nacionalismo es fruto de la modernidad. Y de esta convivencia del hombre se deriva también la necesidad de unas pautas, de unas normas o leyes que rijan la vida en común, y de esto se encargará el Estado. En su concepción moderna, el Estado es la estructura de poder más brutal que ha existido nunca. Jamás el ciudadano teóricamente libre estuvo tan controlado. Pero lo que es peor es que el Estado soberano, sin autoridad superior, pues, el Estado relativista, en definitiva, por su propia definición y sustento filosófico, por su propia idea falsa de libertad y la idea de autodeterminación no puede sostenerse en verdades absolutas, es decir, no tiene una concepción clara de lo que está bien y lo que está mal, sólo tiene ideas cambiantes, pues todo es relativo para el hombre moderno y sus estructuras de poder

Evidentemente, toda esta indefinición y este concepto del hombre y del Estado sin ataduras hace aflorar tarde o temprano todas sus contradicciones. La resolución de los conflictos que éstas provocan, la concepción materialista de la vida que lleva a la búsqueda del paraíso en la Tierra y la búsqueda de certezas, aunque sean falsas, son las que llevaron al surgimiento de las diversas ideologías de la modernidad. Socialismo, comunismo, nacionalismo, anarquismo, fascismo… no son sino, en el fondo, hijos del liberalismo. Distintas conclusiones, sí, pero las mismas premisas. Desde luego, no deja de ser curioso como la supuesta libertad acaba abocando, indefectiblemente, en el Estado totalitario. 

Pero afrontemos la cuestión desde una perspectiva más actual: podemos afirmar sin dudar que es una falsedad, una milonga, la dicotomía entre izquierda y derecha. No son antagonistas; es más, en lo profundo son exactamente lo mismo. De hecho, la diferencia básica entre unos y otros es que la izquierda actual está llevando al límite el desarrollo teórico potencial que encierra el liberalismo, es decir, lo está aplicando de forma coherente, en última instancia, y la supuesta derecha lo aplica con límites. Olvídense, ya de paso, de otra milonga: el marxismo cultural. No es comunismo, es liberalismo. Por eso la izquierda está por la ingeniería social progre, porque si somos soberanos podemos ser lo que nos dé la gana, hombre, mujer, persone o gato, según sople el viento. Y la derecha, o supuesta derecha, como quieran ustedes, en su afán de no ser políticamente incorrecta o, peor aún, por convencimiento propio, acaba finalmente asumiendo todos los postulados ideológicos de la izquierda, sólo que al ver el fruto no les acaba de convencer y por eso intenta poner ciertos límites. Tanto da, son lo mismo. ¿Qué es el PP, sino el PSOE con una o dos legislaturas de retraso? ¿Y Vox? ¿Acaso puede pensar el observador agudo que, en el fondo, es diferente, radicalmente diferente? En absoluto. Vox pone, cuando menos parcialmente, tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias. No es lo que entendemos por progre, claro está, ni es el PSOE light, como el PP. Es más, podemos decir que ha identificado los síntomas de la enfermedad pero no la causa o, al menos, no la ataca, lo que acaba haciendo de este partido otra rama más del mismo árbol.

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Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir, para bien o para mal. ¿Para mal? No, no puede ser, ¡si somos libres! ¡Dios ha muerto!, proclamó Nietzche. ¡Non serviam! «Disfrutamos», en cambio, de la tiranía del Estado democrático y progresista, que te asfixia sin que te des cuenta y te hace esclavo de ti mismo, y con suerte te da una paguita. Hay que satisfacer los apetitos propios como sea. Lo queremos todo y lo queremos ya. Pero ojo, eso sí, siempre que entre dentro de los parámetros de lo que la progresía considera correcto, eh, no vayan a pensar ustedes que aquí no hay un orden ni una «moral». No le vaya a comprar juguetes «sexistas» al niño, la niña o le niñe, que luego acaban votando a quien no deben. No coma carne, pobrecitas las vacas y los pollos. No conduzca, que al poner tercera la ha cascado un oso polar. No felicite la Navidad sino las «fiestas». Viva libremente con miedo, que el Estado cuidará de usted. Sea tolerante, resiliente, inclusivo. Refugees welcome. La pajita del Cacaolat que sea de papel; eso sí, viene envuelta en plástico, que de algún modo debe ser eco y sostenible. Cuantas tonterías, cuantas estupideces. En fin, ¿acaso hay alguien más puritano que un progre? 

¿Hay alguien, en definitiva, más esclavo que el hombre moderno, que ni se ha dado cuenta de que lleva cadenas?

Occidente, desgraciadamente, está condenado, muy difícilmente sobrevivirá a la acción disolvente de sus élites. La cuestión, se diría, no es si caerá, sino cuando, y nada le gustaría más a un servidor que estar equivocado, pero la descomposición es evidente. Los sólidos cimientos cristianos de la civilización occidental han sido corroídos y sustituidos por otros endebles, y ningún edificio puede sostenerse a la larga de este modo. No hay Verdad. No hay Bien. No hay Justicia. Es la fuerza del número la que dirime estas cuestiones. No hay certezas. De hecho, parece que la única idea clara de la modernidad es justamente la mencionada al principio: que el hombre es soberano y no necesita a Dios. Nada más lejos de la realidad, sin embargo, pues el hombre nada puede sin Dios. El tiempo dirá si, cuando la casa implosione y se caiga, queda algo aprovechable sobre lo que volver a edificar con sanos y robustos cimientos, sobre sólidos y verdaderos principios y sobre otra idea del hombre que no ignore su dimensión espiritual. Nada nuevo, pensarán. Efectivamente. La naturaleza del hombre se mantiene inalterable… desde que es hombre.

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