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Análisis

La verdad objetiva y la razón no han muerto: están secuestradas por tiranos que las quieren ver morir

La tradición intelectual aristotélico-tomista entiende la verdad como adaequatio intellectus et rei (adecuación o correspondencia del pensamiento con la cosa), ya que para esta tradición de pensamiento, existen objetos reales e independientes a nuestra subjetividad. Esto significa que ahí afuera de nuestro mundo interior hay cosas reales y objetivas que se pueden conocer por medio de la razón. Aun en la política se sostenía la idea de que habían hechos reales, verdades que todos podíamos conocer objetivamente. Y todavía más admirable, por lo menos, durante la Edad Media, fue la síntesis perfectamente elaborada entre la razón y la fe, donde la una nunca contradijo a la otra dado que ambas cosas provenían de Dios; fuente de toda verdad.

Pero incluso, hasta la misma investigación científica contemporánea ha tenido como sustrato este presupuesto filosófico en tanto que la intención del científico, por ejemplo, de un biólogo, es conocer las propiedades objetivas de los seres vivos, o el físico, que se ocupa de las leyes naturales fundamentales que rigen a los entes concretos. Así, tanto el filósofo como el científico habrían de investigar el Ser, es decir lo que existe realmente aunque lo hicieran desde formas distintas, teniendo cada uno su propio objeto de investigación. Sin embargo, la Modernidad, esa corriente de pensamiento que comenzó a fraguarse en el siglo XVI, y también la Ilustración que le siguió en el siglo XVIII: rompieron los ligamentos que sostuvieron durante tantos siglos la síntesis fe-razón, por una parte, y por otra; la verdad-objetividad se intentó fundamentar única y exclusivamente en la razón.

Sin embargo, filósofos como Nietzsche, le hicieron una crítica incisiva a las pretensiones de los modernos mostrando que, en el fondo, todo se trataba de imposturas que buscaban imponer, por medio de un relato racionalista, una lógica de dominación de unos sobre otros. Nietzsche es el primero en afirmar que las verdades absolutas y objetivas estaban muertas. De ahí aquel famoso aforismo de que no haya hechos sino solo interpretaciones. Con esa piedra sellaba la tumba que enterraba las pretensiones racionalistas de la Modernidad, pero abría las puertas de todo un cementerio, pues, sin verdades objetivas, realidades inteligibles, y razón para conocer, únicamente nos ibamos a quedar con las voluntades de poder y en consecuencia, con las lógicas de dominación que estaban detrás de los grandes discursos racionalistas de la Modernidad.

Nietzsche y más adelante, Heidegger serán los que aporten los lineamientos filosóficos para el advenimiento del existencialismo y la posmodernidad; dos grandes corrientes de pensamiento que son el sustrato de muchos movimientos políticos contemporáneos. Toda vez que han muerto los grandes relatos (como suelen decir los posmodernos), la idea de verdad absoluta también tiene que morir porque igualmente sería un mero discurso. Devenimos, por lo tanto, hacia la posverdad. La sentencia nietszcheana nos dice que si lo único que existen son interpretaciones pero no hechos, entonces ya no podríamos seguir creyendo que la realidad es objetiva y que la podemos conocer por la razón. La posverdad es lo que nos ha quedado como remanente o residuo: la idea de que alguna vez hubo verdades absolutas, independientes del sujeto y objetivas que todos podíamos llegar a conocer adecuandonos a ellas. Si en términos generales, en la posverdad, no hay más verdades objetivas a las que debamos adecuar nuestro entendimiento, en la política contemporánea en particular ¿Qué es lo que habría de quedar en lugar de lo que alguna vez llamamos verdadero? Es la pregunta que intentaremos contestar en este artículo.

La crítica de Nietzsche a las pretensiones racionalistas, como ya apuntabamos, desenmascaraba las voluntades de poder disfrazadas en las ideas de verdad y objetividad. Al respecto escribe Gianni Vattimo en su obra Adiós a la verdad:

(…) una vez tomado en cuenta que no existen verdades absolutas sino solo interpretaciones, muchos autoritarismos son desenmascarados por lo que son, es decir, pretensiones de imponernos comportamientos que no compartimos, en nombre de alguna ley de la naturaleza, esencia del hombre, tradición intocable, revelación divina (2009, pág. 27).

Pero ¿Afirmar que no existen verdades absolutas no es pretender, acaso, que tal afirmación sea igualmente una verdad absoluta? Ahora bien, si aplicamos el principio de que no hay verdades, la afirmación de que no las hay también se convierte en una peligrosa idea totalitaria. Si por ejemplo, decimos que la biología muestra que hay diferencias genéticas entre un hombre y una mujer y un grupo de posmodernos afirman que el concepto de hombre o mujer son construcciones sociales, entonces estaríamos ante dos pretensiones totalitarias que tendríamos que rechazar conjuntamente. Pero ¿Esto no anula al filósofo posmoderno con los mismos supuestos y en los mismos términos con los que pretende sostener que no existen verdades absolutas?

Bajo esta lógica la política únicamente sería una lucha de voluntades, de intereses, de deseos, de los fuertes contra los débiles, de los que tienen dinero y poder. En síntesis: sería el campo de la desconfianza ya que sería probable pensar constantemente que el otro es sospechoso de ser un potencial tirano que me quiere imponer sus caprichos. Esto es lo que precisamente sucede en la política de nuestros días, porque los movimientos que se sostienen bajo estas ideas, mantienen creencias que se pretenden absolutas e incuestionables; pero las han impuesto en casi todos los países de occidente, desde Estados que encarnan todo lo que la posmodernidad misma no podría tolerar.

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Si la política, desde esta mirada que afirma que todos son sospechosos, no es sino el campo de la desconfianza y la imposición totalitaria ¿Qué es lo que está ahora en lugar de lo que alguna vez llamamos verdadero? Dice el filósofo que anteriormente hemos citado: «(…) la verdad de la política deberá buscarse sobre todo en la construcción de un consenso y de una amistad civil que hagan posible la verdad también en el sentido descriptivo del término» (2009, pág. 29). Sin embargo, pretender fundar las verdades políticas en la construcción del consenso ¿No es de lo más ingénuo y contradictorio? ¿Cuál es la certeza de que dicho consenso no lo va a determinar el que tenga más fuerza, táctica, poder o influencia? ¿Cómo me voy a confiar del consenso que establezcan unos cuantos hombres que ostentan poder económico o político? Mucho peor cuando el acuerdo se establece en las estructuras de las democracias liberales occidentales, donde los hilos de la política los dirige una clase que supuestamente representa a las mayorías. ¿No es, pues, el consenso político Igual de totalitario como lo que la misma posmodernidad condena?

Volvamos un poco más a la cuestión de los relatos o discursos. La idea de que no pueden haber verdades absolutas descansa en el postulado filosófico de que todo o casi todo, se resuelve o se problematiza en las estructuras del lenguaje. De una forma más precisa en aquello que Ludwing Wittgenstein llamaba: juegos o jugadas del lenguaje. Decir, por ejemplo, como dicen los colectivos feministas, frases del tipo «no se nace mujer, uno llega a serlo», o aquello de que «el amor es amor» implicarían, según las ideas posmodernas, que en cada jugada del lenguaje como esas, se aperturan «nuevos horizontes», nuevas posibilidades del ser, nuevas direcciones hacia dónde dirigir la mirada. Por lo tanto, con cada jugada nueva, se crean «nuevas realidades» y en consecuencia es completamente anacrónico postular la existencia de verdades absolutas, de esencias del hombre o de naturalezas fijas e inmutables. Pensemos por un momento en la idea de que «amor es amor». Este lema es recurrente en los colectivos LGBT. Para ellos la única condición que legitima cualquier práctica o modo de vida es el amor que se profesen unos hacia otros. Claro está que si tres nos amamos, tres nos podemos «casar». Que si a un hombre de cuarenta le gusta una niña de ocho, si existe consentimiento, entonces pueden convivir. Que si de pronto solo me amo a mí mismo, entonces ¿Por qué no debería contraer nupcias conmigo mismo? Amor es amor ¿No? Además, si alguien me lo prohibe está imponiéndome su cosmovisión tirana. ¿Acaso no son conclusiones válidas desde las mismas coordenadas posmodernas? ¿No serían nuevas formas de «amor», formas que se alejan de esa malvada imposición afectiva tradicional que se establece solo entre un hombre y una mujer? ¿No se trataría de «nuevos horizontes» pedofílicos o poliamorosos de posibilidad? Si este tipo de cosas se pueden lanzar como horizontes posibles, siguiendo los preceptos de las jugadas del lenguaje ¿No habremos llegado, más bien, en lugar de a la muerte de la verdad o de la razón, al nacimiento de un grotesco animal?

Toda la posmodernidad descansa en el postulado filosófico de que el lenguaje y sus juegos abren constantemente nuevos horizontes de posibilidad y por lo tanto, lo que alguna vez eran verdades, hoy ya no lo son, puesto que por cada relato o discurso, aparece algo nuevo que deberíamos atender. En la política contemporánea, en donde ya no quedarían verdades objetivas y absolutas (esa es la hipótesis), donde solo primaría el consenso, constatamos, sin embargo, cómo los discursos de colectivos feministas, ecologístas, lgbtistas, etc., que desde los mismos presupuestos posmodernos deberían ser considerados como provisionales, se han implantando desde muchos Estados occidentales sin que haya posibilidad de discusión o réplica pública…
Tenemos que decir, empero, que la verdad objetiva y la razón no han muerto, que solo están secuestradas por tiranos que las quieren ver morir.

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