Según el pensador reaccionario: «En la sociedad, a partir de la primera forma de sociedad, el hombre recibe un nombre: el de la estirpe a la que pertenece, una herencia, una historia depurada, una Tradición, en definitiva».
Por Diego Benedetto Panetta
Hace unos meses, Edizioni Solfanelli publicó un libro refrescante y con visión de futuro titulado Le radici della modernità (Las raíces de la modernidad), Solfanelli, Chieti 2021. El autor es el filósofo del derecho y la política Francisco Elías de Tejada, destacado pensador del siglo pasado y destacado teórico del movimiento político carlista.
Los profesores Gianandrea de Antonellis y Giovanni Turco tienen el mérito de haber editado el volumen, reuniendo los escritos de Elías de Tejada de forma orgánica e inteligente, siguiendo un orden cronológico/axiológico que va desde la descripción de lo que era y lo que representaba el cristianismo, hasta el nacimiento de la modernidad, pasando por sus distintas fases históricas.
Este libro forma parte, con razón, de los numerosos escritos que componen la Collana di Studi Carlisti, dirigida por de Antonellis para la misma editorial. La amplia introducción corre a cargo de Giovanni Turco, que ya ha editado un valioso volumen dedicado al pensador hispano titulado Europa, tradizione, libertà. Saggi di filosofia della politica (Edizioni Scientifiche Italiane, 2005).
El texto, como se ha dicho, consta de cuatro breves ensayos de de Tejada: “El cristianismo medieval y la crisis de sus instituciones”, “Consecuencias del protestantismo”, “Marco general de la crisis protestante”, “Qué es el jacobinismo”; y “El mito del marxismo”. El hecho que se desprende de una consideración global, y que puede considerarse como el rasgo distintivo del autor, es la luminosa capacidad de considerar los acontecimientos y su significado subyacente de forma intuitiva, aunque el autor no carece de amplias capacidades analítico-reflexivas que brinda al lector para su deleite.
El dato histórico se abre a la investigación filosófica y política de forma inmediata, revelando así la sensibilidad del autor y el inextricable vínculo entre vida y pensamiento, que subyace íntimamente en su persona. No sólo es posible, sino casi un deber, afirmar que su enseñanza intelectual y existencial no se limita a un continuo cruce de datos eventuales con datos conceptuales, sino que estimula en el lector una actitud mayéutica de «mirar más allá de las cosas». Sus escritos dan testimonio de una intención pedagógica, en la medida en que ofrecen a quienes se acercan a ellos con espíritu de humildad y deseo de conocer, datos sobre los que reflexionar y, sobre todo, formas de aprender, es decir, capaces de inteligir –intus legere- la realidad.
El libro en cuestión puede considerarse desde el ángulo de una famosa conferencia que el propio Elías de Tejada celebró en Roma y que fue publicada posteriormente, titulada “Las tres constantes del pensamiento político” [en «Civiltà«, III (1975), pp. 66-76]. «En la historia del pensamiento político” -observa de Tejada- sólo hay tres trayectorias posibles, las únicas constantes que se repiten en todo credo político: Liberalismo, Totalitarismo y Tradicionalismo» (p. 66).
Estas «trayectorias», incluso antes de atravesar la historia de las doctrinas políticas y de la filosofía política, atraviesan al hombre. Si el liberalismo eleva al individuo hasta equipararlo a Dios, convirtiéndolo en el árbitro supremo del bien y del mal, el totalitarismo diviniza al Estado, convirtiendo al individuo en el esclavo del Leviatán, el famoso monstruo bíblico adoptado por Hobbes (1588-1679) para describir la omnipresencia de la organización estatal.
El tradicionalismo, en cambio, considera al hombre, al igual que Aristóteles, como un animal político, por lo tanto sociable por naturaleza; no un ente abstracto, sino una persona concreta. El hombre no nace y crece en el seno de la organización estatal, sino en el de la familia, la primera sociedad que encuentra. Es en la sociedad, por tanto, donde el hombre llega a conocer la Tradición, condición y premisa de todo progreso; es aquí, sobre todo, donde llega a conocerse a sí mismo en su condición de «heredero» y no sólo de «descendiente».
En la sociedad», observa de Tejada, «a partir de la primera forma de sociedad, el hombre recibe un nombre: el de la estirpe a la que pertenece, una herencia, una historia depurada, una Tradición en definitiva. […] El hombre, por tanto, puede transmitir las enseñanzas heredadas de otros hombres, mientras que el animal no puede transmitir a sus congéneres lo que ha preparado. El hombre es sociológicamente tradicionalista […]«. (p. 73).
El liberalismo es hijo del optimismo antropológico que recorrió a lo largo y ancho de la cultura humanista en el siglo XIV, que triunfó en el siglo siguiente y que acabó desembocando en el impulso pseudoreligioso que culminó en la Reforma Luterana del siglo XVI.
Paradójicamente, los ánimos típicamente pesimistas, como el del pietismo, movimiento reformista nacido en el seno del protestantismo en los siglos siguientes, surgieron como respuesta a la revuelta luterana, que se basaba en el deseo de «liberarse» de la «rígida» tradición de la Iglesia católica, para hacer de cada uno de los fieles un sacerdote de sí mismo, sobre todo en lo que respecta a su relación con Dios y las Sagradas Escrituras (libre examen). Así, creyendo con optimismo en el hombre y confiando en lo que «siente».
La justificación por la sola fe y la posibilidad de ser simul iustus et peccator, es decir, de ser considerado justo y pecador al mismo tiempo, priva al hombre de la necesidad de realizar «obras» externas y de la relación con el ungido del Señor, es decir, con el clero organizado, llamado por Dios -a través de los sacramentos- a «justificar» a los fieles debidamente contritos por sus pecados.
Ante este cambio de perspectiva, cabría esperar dos actitudes diferentes por parte de los creyentes. La primera era llevar una existencia desinteresada por Dios (ya que la salvación sólo depende de su inescrutable voluntad, y «creer» es todo lo que se necesita para salvarse); la segunda era caer en el más angustioso pesimismo, con angustia en su conciencia por su continua infidelidad a la Ley del Señor, incapaz de entender sus caminos. Esta es, pues, la razón profunda de la coexistencia de dos actitudes aparentemente irreconciliables dentro del accidentado mundo de la Reforma. En este sentido, la secularización masiva que ha arraigado en los países del norte de Europa convive, sin especial trauma, con el fundamentalismo teológico de diversas sectas protestantes.
El totalitarismo, en cambio, es el resultado del pesimismo antropológico que pretende absorber al individuo en el Estado. No se trata de una persona, sino de un individuo, una mónada aislada y despersonalizada, un engranaje, incapaz de reglas y presa de los instintos. Corresponde al Estado, mediante la imposición de la fuerza, forjar el nuevo individuo (después de absorberlo) y la nueva sociedad, que tiene el mismo destino que la anterior. El jacobinismo, en este sentido, puede considerarse una de las primeras manifestaciones del totalitarismo; representó una incubadora de tendencias destinadas a reproducirse de manera aún más generalizada en tiempos venideros. El marxismo es de hecho una especificación de lo que estaba presente en el jacobinismo, lo que lo convierte en un verdadero paradigma ideológico.
Ambos se ven afectados, según de Tejada, por al menos tres aspectos en común.
«En primer lugar, la descendencia rousseauniana común que conduce a un sistema político totalitario; en segundo lugar, la identificación casi religiosa de una minoría ilustrada con la clase o el pueblo, dispuesta a imponer sus ideas con desprecio de la mayoría; y en tercer lugar, la creación de un orden tiránico, mantenido por la violencia de la opresión forzada» (Las raíces de la modernidad, p. 149).
El cristianismo medieval debe considerarse como una expresión de «esa prodigiosa y única construcción que realizó o intentó realizar la ciudad de Dios en la tierra» (p. 69). Es una societas societarum, una sociedad de sociedades, que gira en torno al Sol del Papado y la Luna del Imperio, según la imagen querida por San Bernardo de Claraval. Su carácter principal es el de ser la encarnación de una Fe militante; nació de la «pasión puesta al servicio de Dios».
De Tejada, siguiendo al historiador británico Christopher Dawson (1889-1970), entiende el orden social del cristianismo como un reflejo de La Ciudad de Dios de Agustín. Según Dawson, la obra del santo de Hipona se distingue de los tratados de los antiguos autores romanos porque las consideraciones que presenta sobre las realidades terrenales tienen su fuente y su luz en la contemplación de Dios. La sabiduría cristiana se enfrenta así a la cultura pagana y pluralista de Roma en un campo abierto.
El orden social construido por la cristiandad medieval es la imagen de lo que el pensador hispano define como Christianitas major. Nació gracias al genio de Carlomagno y a la necesidad de realizar temporalmente la unidad dogmática exigida por los textos evangélicos. La unión entre el papado y el imperio pretendía cumplir esta tarea. Sin embargo, el esfuerzo que siguió no fue suficiente para evitar la aparición de divisiones y luchas internas, que sacudieron profundamente los dos «ejes cardinales» de la cristiandad. La cristiandad murió para que naciera Europa.
Europa, según de Tejada, es hija de cinco fracturas históricas: religiosa con Lutero (1483-1586); ética con Maquiavelo (1469-1526); política con Bodin (1529-1596); jurídica con Grocio (1583-1546) y Hobbes; y político-internacional con los Tratados de Westfalia (1648). De 1517 a 1648 la cristiandad agonizó y nació Europa. Por supuesto, todos insistían en el mismo territorio geográfico, pero lo que los distinguía era un espíritu, un animus radicalmente diferente; uno era teocéntrico, el otro antropocéntrico.
Sin embargo, el espíritu del cristianismo no desapareció del todo, sino que encontró refugio tras «la cadena de los Pirineos». España, una confederación de reinos dentro y fuera de la Península Ibérica, perpetuó su misión histórica: defender y ganar almas para la fe. El Imperio Hispánico dio así vida a la Christianitas minor, que dio sus últimos coletazos a principios del siglo XIX, dejando el testigo al movimiento político carlista, que aún hoy representa la Christianitas minima.
Elías de Tejada, junto a Gambra Ciudad y Puy Muñoz, escribe en el libro Il Carlismo (traducido por Solfanelli, 2018): «[sabe] muy bien que su razón de ser está en sentirse el heredero de la vieja España, el continuador de la Contrarreforma, el último amante del ideal de una cristiandad católica. […]» (p. 72).
Artículo original publicado en italiano en www.barbadillo.it y traducido por Carlos X. Blanco.
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