Tradición Viva publica la presente entrevista por el interés que tiene para el pueblo carlista, no obstante como medio de comunicación seguiremos sin tomar postura en la cuestión dinástica hasta que haya una aceptación formal y real de los derechos correspondientes. La publicación de la misma no supone la toma de ningún posicionamiento respecto a la sucesión dinástica, y encuentra únicamente su justificación en el interés informativo. Desde la Asociación Editorial Tradicionalista, editora de Tradición Viva, si queremos insistir que nuestra línea editorial sostiene que la legitimidad de ejercicio quedó plenamente concretada por SMC Alfonso Carlos I en el Decreto Real instituyendo la Regencia de fecha 23 de enero de 1936:
- 1.° La Religión Católica, Apostólica, Romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros Reinos.
- 2.° La constitución natural y orgánica de los Estados y cuerpos de la sociedad tradicional.
- 3.° La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la Patria española.
- 4.° La auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y de ejercicio.
- 5.° Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo.
Nuestros lectores pueden leer el Decreto del Rey Alfonso Carlos I Instituyendo la Regencia pulsando aquí.
Una entrevista de don Juan Manuel Rodríguez para Reino de Valencia nº 133
Un proemio, a modo de contexto: Hace un par de meses recibí una llamada telefónica de mi buen amigo José Miguel Orts, diciéndome que Don Carlos Javier había accedido a conceder una entrevista a Reino de Valencia, y que había pensado en mí, creo que por mi condición de periodista, desde luego no por ser valenciano, para ser quien la realizase. Por diversos motivos que no vienen al caso, dudé mucho en aceptar el encargo. Finalmente, y antes de decidirme a dar el paso, puse dos condiciones. De un lado, que se me permitiese preguntar lo que yo quisiese, a lo que, como ya esperaba, la dirección de Reino de Valencia no puso objeción. La segunda, que me parecía más difícil, era que la entrevista se realizase en persona, que Don Carlos Javier estuviese a solas conmigo, sin intermediarios que hablasen en su nombre, y que el encuentro no tuviese límite de tiempo. Para mi sorpresa, el propio D. Carlos Javier accedió, cosa extremadamente infrecuente en unos tiempos en los que incluso cualquier rueda de prensa, sea de quien sea, viene sometida a una especie de censura previa.
Así es pues, lector, que el texto que tienes en tus manos es el resultado de una conversación a dos, muy larga, en la que tanto el entrevistador como el entrevistado han dicho lo que han querido. Aunque su extensión sea un tanto inusual, pienso que es importante reflejar lo máximo posible, aun habiendo tenido que dejar fuera parte de lo que allí se dijo. Me parece, no obstante, que lo más sustancial se recoge con fidelidad a lo acontecido. Si considera que algo no está ajustado a la realidad, creo que no habrá problema en que el interpelado use las páginas de esta publicación para matizar lo que desee.
Tarragona. 24 de noviembre. Un viento desapacible y gélido azota la ciudad cuando, ya anochecido, me dirijo hasta el lugar de la cita, un hotel alejado del centro en la carretera N340 hacia Vilaseca. Don Carlos Javier tiene programado, antes de sentarse conmigo, un encuentro con jóvenes procedentes de distintas denominaciones carlistas, que han acudido para intercambiar pareceres con él y presentarle propuestas. La reunión se alarga, y, mientras espero pacientemente mi turno, barrunto para mis adentros si quizás cada minuto de más va a suponer una resta a los que a mí me corresponden. Al fin y al cabo, el viaje, en el mismo día, ha sido largo, y no quiero volverme a medias.
Tras lo que me parece una eternidad, el encuentro finaliza. Entre las personas que acaban de estar en la reunión, algunas caras conocidas, de amigos que aprecio hace años. Pero no me puedo parar a saludar mucho, pues necesito hasta el último segundo. Sin solución de continuidad, me conducen a la sala en la que tendrá lugar la entrevista. Dos personas de la confianza de Don Carlos Javier, de la Asociación 16 de Abril, han pedido estar presentes, a lo que no pongo inconveniente, siempre que se mantengan mudos y a distancia, a lo que acceden.
Don Carlos Javier es alto. Viste una americana de cuadros en tonos verdosos y, debajo, un chaleco de plumas azul que le protege de la baja temperatura. Transmite lo que yo calificaría como una elegancia innata, no impostada. Me fijo en que la chaqueta está arrugada por detrás, de haber estado sentado largo tiempo. No se ve el trabajo de carísimos sastres y asesores de imagen de esos que hoy día gastan desde empresarios hasta el último polítiquillo de medio pelo. Y tampoco lejanía, como de alguien inaccesible. Si vale la figura, no como aquellos retratos de soberanos hieráticos con el manto de armiño sobre sus hombros y el cetro en las manos. No. Todo es más próximo, más…, ¿cómo decirlo?, más natural. Me recibe con una sonrisa jovial, nos saludamos y nos sentamos el uno frente al otro con una mesa por medio.
Cuando estamos en los prolegómenos, hablando de cosas insustanciales, y después de transmitirle por encargo los saludos de José Miguel Orts, que no ha podido acudir, saludos que Don Carlos Javier agradece y devuelve, se abre la puerta. Entra un fotógrafo, que toma varias instantáneas y se retira.
Antes de comenzar le advierto, respetuosamente, pero con total honestidad, que es posible que alguna de las preguntas que le haga puedan resultarle incómodas o no ser de su agrado, y que mi papel ahí no es el de complacerle, sino el de preguntarle y transmitir, en la medida de mis posibilidades, su visión de la realidad. «Perfectamente», me responde, sin mudar su sonrisa, y, para abrir boca, inicio la conversación con una queja.
«Don Carlos —le digo—, hace casi diez años se despertaron muchas ilusiones en sectores del carlismo que habían estado alejados de la Dinastía, pensando en que había llegado el momento de superar barreras afectivas e ideológicas. Ilusiones que, hoy, se han mitigado. Por ejemplo, entregó la cruz de la Legitimidad Proscrita a Trinidad Ferrando, presidenta de honor de la Comunión Tradicionalista Carlista del Reino de Valencia y del Círculo Cultural Aparisi y Guijarro, y poco después tuvo una reunión con un nutrido grupo de jóvenes que no procedían del que venía siendo su entorno. No se acordará, pero yo estuve presente en aquella reunión…».
«Sé perfectamente quién eres», me interrumpe, dejándome algo descolocado. Pienso un momento y prosigo.
«Gracias. El caso es que muchos percibimos que aquellas esperanzas de reconciliación se han esfumado».
«No lo veo así. He repetido muchas veces que soy el abanderado dinástico del carlismo, de todo el carlismo, y no de una parte del carlismo. Las puertas están abiertas a todos, y además estoy convencido de que así, entre todos, trabajando juntos, es la única forma en la que podemos conseguir que el carlismo haga llegar sus propuestas concretas a la sociedad. En todas mis visitas he tenido reuniones públicas y privadas con personas de distintas procedencias del carlismo y cada una de ellas ha sido enriquecedora. Tanto la Real Orden de la Legitimidad Proscrita como la Asociación 16 de Abril, con las que estoy en contacto permanente, son instrumentos al servicio de los carlistas, sean quienes sean y vengan de donde vengan, para facilitar esa comunicación entre los carlistas y conmigo mismo».
«Aun así, pienso que no se ha avanzado y que la división existe, con heridas que no se han cerrado», le respondo. El entrevistado piensa un instante, apenas unos segundos, y continúa:
«Me entristece ver que haya una división en el pueblo carlista por motivos que veo más como rescoldos de un pasado que empieza a ser lejano, que razones de futuro. Nuestra historia nos enseña que solo cuando hemos estado unidos hemos sido fuertes y hemos podido ser una alternativa seria. La pregunta que me hago es: ¿cómo puede presentarse el carlismo como una alternativa creíble ante la sociedad, dar soluciones a los problemas actuales, si está dividido internamente, si los propios carlistas no somos capaces de entendernos, de dialogar, entre nosotros mismos? Desde el primer momento en que acepté el compromiso histórico que recaía sobre mí, tuve clara la importancia de que el carlismo estuviese unido. A mí me interesa el futuro. Me interesa el futuro —repite—. Tengo el firme convencimiento de que tenemos muchísimo que aportar y que somos más necesarios que nunca. Este es un esfuerzo que nos corresponde a todos y cada uno. Yo estoy al servicio de todos los carlistas y para todos siguen las puertas abiertas, como lo han estado siempre».
Don Carlos Javier me mira a los ojos mientras habla. Su mirada, azul, es directa, y la intuyo sincera. Le replico de nuevo diciéndole que una declaración de intenciones está muy bien, «pero que, si no se materializa en lo concreto, en gestos, si no se articulan medios, no sirve de nada. Y usted sabe, y si no lo sabe se lo digo yo, que hay muchos carlistas que no le reconocen. No me refiero a los que tiene alrededor, que ya están con usted, —señalo a las otras dos personas en la sala, en una mesa apartada— sino al resto de los carlistas».
«Acabo de tener una reunión con carlistas de procedencias distintas, como lo hago con todo aquel que quiere acercarse. Lo has visto. Y, bueno, tú y yo estamos sentados aquí ahora mismo ¿no? —añade, sonriendo, con agilidad—».
«Bueno, sí».
«En cualquier caso —prosigue—, si hubiese habido algún fallo en la comunicación, porque nada aquí en la tierra es perfecto, es algo que se puede revisar. Podemos revisarlo juntos. Pero también está la voluntad de las personas. Se trata de la libre elección de cada uno. Yo no me quiero imponer a nadie. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. Si observamos la historia, la Familia ha mantenido un rol de servicio al pueblo carlista. El pacto entre el pueblo y la Dinastía, que mantengo, que es mi voluntad y mi compromiso mantener. Quiero decir con esto, de nuevo, que las puertas están abiertas, a todos. Porque la monarquía tiene que estar al servicio del pueblo y no al revés, y punto. No he parado de trabajar en este sentido y así seguiré haciéndolo. Incluyendo los viajes. Sobre esto, sé que muchos se quejan de que mis viajes aquí son pocos, pero también tengo mi vida profesional, y tres niños y una mujer con los que estar. Lo que me falta es que quisiera vivir aquí, pero yo no puedo vivir en dos sitios al mismo tiempo. Si me pudiese duplicar lo haría. Lo haría con mucho gusto».
Como no llevo un guion preparado, aunque sí cuestiones pensadas de antemano, enlazo con lo último y le pregunto por sus hijos.
«Tres niños —Luisa, Cecilia y Carlos Enrique—, muy, muy bellos, que van muy bien. Tanto en casa como en el colegio. Además, están aprendiendo castellano, y contentos, muy contentos».
Ah, ¿están con el castellano?, pregunto.
«¡Y de qué forma! —responde orgulloso–. Lo fantástico es que los niños aprenden rápidamente, con mucha facilidad. También procuro que aprendan otros idiomas: francés, inglés… En un mundo como el de hoy es muy importante que adquieran esas capacidades para poder comunicarse. Pero el castellano primero, ¿eh?». Se ríe.
Comienzo a interrogarle sobre el resto de la familia y el entrevistado me corta en seco: «Juan, con la misma claridad y sinceridad que te has expresado tú al principio, te digo que no es el momento de responder a esas preguntas. Ahora mismo no, por distintas razones. Quizás en el futuro haya ocasión. Te pido que lo comprendas».
Lo lamento. Pienso en insistir, pero finalmente no lo hago. Apenas hemos empezado. Hay que avanzar y tengo mucho que preguntar aún. «¿Hablamos entonces de la monarquía?». «Hablemos», asiente, sonriendo de nuevo.
«La monarquía, Don Carlos, es una institución que está en franco retroceso, yo diría que en vías de extinción, en el mundo actual…».
«No estoy seguro de eso. Hay bastantes monarquías todavía en el mundo. Pero no somos adivinos y se me hace difícil saber qué sucederá en el futuro. No sé adivinar si se extinguirán o no».
«Bueno, al menos en Europa. Creo que la gente, en general, no siente la necesidad de la existencia de un rey, de la monarquía misma. Se ve, cada vez más, como algo inútil».
«En realidad —contesta— lo importante no es si hay o no hay monarquías, sino de qué modelo de monarquía hablamos. ¿Nos referimos a una monarquía de tipo absolutista como algunas islámicas, de monarquías parlamentarias…? Puede que sea cierto eso que comentas de la desafección, pero quizás se produce hacia el modelo de monarquías que se conocen hoy. Nuestro modelo es todo un sistema, construido desde la base, en la que el Rey es la última pieza de toda una sociedad, que está viva y que participa activa y cotidianamente en la gestión de sus propios asuntos, que resuelve sus propios problemas. Una sociedad organizada de forma natural, que se autogestiona, que se auto organiza y que tiene sus propias leyes, que se autorregula».
«El fuero», matizo.
«Sí, sí. Los fueros. Los carlistas a lo largo del tiempo la han llamado Monarquía social, Monarquía popular, Monarquía federal o federativa…».
«Monarquía tradicional», añado.
«Sí, exacto. No me importa tanto el nombre. Puedes llamarla Monarquía “X” o “Y”. Podríamos llamarla también Monarquía participativa. El caso es que, en nuestro modelo de monarquía, más importante que el Rey mismo es la sociedad a la que sirve. La propia existencia del monarca es el fruto de un pacto entre el pueblo y él. Y que el Rey está obligado a cumplir su parte del trato. Y esa parte del trato, para mí, pasa por respetar las libertades que son propias de esa sociedad y que no son una concesión de nadie, sino que le son innatas. Aún más, pasa por ser el garante de ellas. En nuestro modelo de monarquía, o el Rey existe para servir al pueblo, lo que incluye (y esto es muy importante y te pido que lo reflejes) que sea el primero, el primero, digo, en la defensa de la justicia social, o el Rey es una figura inútil, prescindible, y la monarquía misma carece de sentido».
«Pero el Rey, Don Carlos, puede ser presa de sus propias servidumbres, ser deudor de quienes le prestan ayuda, de quienes le sostienen. Al fin y al cabo, no es más que un hombre. Históricamente, por ejemplo, respecto de quienes prestaban dinero a la Corona para emprender guerras… O, en la actual monarquía parlamentaria española, la sujeción al uso partidista de las instituciones, y el control de los distintos gobiernos sobre la acción de la Corona y del propio jefe del Estado».
«La actual Jefatura del Estado tiene un papel que es de representación, una figura que se asume siguiendo las indicaciones que se reciben desde el poder ejecutivo. Está claro que ese no es nuestro modelo. Para mí, la Corona debe ser la institución que proteja a todos frente a los abusos de cualquiera de los poderes establecidos. Da igual que sea el político, el económico, los lobbies, o los que sean. Si la Corona está sometida a esos mismos poderes, poco valor puede aportar a la sociedad a la que sirve. Mencionas la historia y me hace pensar que la Monarquía de las Españas ha sido un caso único. La iniciativa de un Rey, que limitaban las leyes, estaba completamente condicionada por la voluntad de su propio pueblo. Si quería recaudar más impuestos, podían venirle los valencianos, o los navarros… quien fuera, y negarse. Y tenía que aguantarse, y tratar de convencerlos en virtud de ese pacto, lo que me parece, además de algo justo, un gran ejercicio de diálogo.
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Pero eso es la historia —concluye—. Lo que yo te pregunto es, ahora, de cara a la realidad actual, ¿cómo se transmite eso? ¿Cómo hacemos saber a la gente que existe otro modelo de monarquía? Eso es lo que me importa».
Esto es una constante durante toda la conversación. Hay momentos en los que parece que el entrevistado soy yo. Don Carlos Javier pregunta, escucha mis respuestas y con cada una va tomando notas en unos folios doblados que tiene sobre la mesa.
Le digo mi opinión, que no viene al caso y que no ha de recogerse en estas líneas, y le recrimino, educada y amablemente: «Pero Don Carlos, estamos aquí para entrevistarle a usted, no a mí».
El entrevistado sonríe: «Sí, pero para mí es muy importante, porque el carlismo no lo construye una sola persona, del mismo modo que la sociedad misma no la construye una persona únicamente o un solo grupo porque, si no, es un fracaso o, peor, una tiranía. En todos estos años me he dado cuenta de que hay cosas en las que hay casi tantas opiniones como carlistas y que, sin embargo, todos coinciden casi al detalle en varias de ellas que son fundamentales. Creo que la autoridad, la legitimidad, o pasa por esa participación de todos, por escuchar a todos, o no es tal».
«Bueno, gracias por su interés en escucharme —le digo—. Continuemos. Al hilo de la historia quiero preguntarle, Don Carlos, si siente sobre sus hombros la carga, no solo de la Dinastía carlista, desde Carlos V, o desde su abuelo Don Javier, sino la de toda la monarquía hispánica».
«No entiendo la pregunta».
«Me refiero a que los reyes carlistas siempre se han reclamado como la continuidad dinástica histórica, no algo ex novo, nacido en Don Carlos María Isidro».
«Sí, eso lo he entendido perfectamente. Lo que no sé es por qué calificarlo de carga. Para mí no es una carga. Yo lo llamaría una responsabilidad. Tenemos una historia increíblemente bella. Siglos antes de que nadie en el mundo pensara en los derechos humanos, desde aquí salieron las leyes reconociendo los derechos y dando protección a los indios, tan españoles como un vasco, un catalán o un castellano, de cualquier abuso. Fuimos la avanzadilla en las ciencias, en la técnica, centro de importantísimos debates en el orden de las ideas, en la filosofía. Todo con sus luces y con sus sombras, claro. Quiero decir, sin hacer una mitificación del pasado.
Y todo esto ocurría en el contexto de unas Españas muy, muy, muy —enfatiza— plurales. Algo que muchos, hoy día, no entenderían. Pueblos distintos, muy distintos, en la península y fuera de ella, que avanzaban juntos. Esa herencia nuestra, cuando se quebró por la irrupción del liberalismo, la recogimos en el carlismo. En el carlismo siempre hemos abogado por esa idea de unidad, lo que no quiere decir que pretendamos ser uniformes. Y saltando de nuevo de la historia, pues hay que mirar al futuro, creo muy importante que desde el carlismo seamos capaces de recuperar esa dinámica y saber transmitirla bien al resto de la sociedad. Porque esa variedad, en lugar de ser una amenaza, nos enriquece.
«Don Carlos —prosigo—, Don Alfonso Carlos, en 1936, al instituir la Regencia en la persona de su abuelo Don Javier definió las condiciones de la legitimidad en un Real Decreto, que supongo que conoce —el entrevistado asiente—. ¿Acepta, asume usted, esas condiciones, esos principios, y la carga política que conllevan, tal y como lo hizo su abuelo?
«Sí, claro. Por supuesto. En 2011, al poco de fallecer mi padre, ya dije que cumpliría todos los deberes que me impone ser el abanderado del carlismo, que la legitimidad de origen y de ejercicio, desde Carlos V, habían hecho recaer en mí. Ese mismo documento es el que abrió la vía a la proclamación de mi abuelo, de quien mi padre recibió la legitimidad que me entregó a mí.
Me interesa, me interesa —repite—. Lo que más me interesa es analizar el decreto y ver, hoy, en qué se cumple. ¿La federación de los territorios de las Españas, con sus libertades y sus fueros, sus leyes y su autogobierno? ¿La constitución natural de la sociedad? ¿La Religión, la Monarquía o el Derecho?
De la monarquía acabamos de hablar. Está claro que este no es nuestro modelo. Pero tampoco lo es el Estado de las Autonomías, que no se parece en nada a nuestro federalismo. Porque la federación que los carlistas defendemos no se trata de repetir, a escala más pequeña, otros estados replicados del central, igual de centralistas y acaparadores de competencias, delegadas además, y no propias, que acaban siempre en conflicto con aquel, y que al mismo tiempo ahogan la iniciativa social, o la municipal, la provincial, o la comarcal. Nosotros queremos que todo, en base al principio de subsidiariedad, se organice de abajo a arriba, de modo que el ente superior sólo actúe allí donde el inferior no tenga capacidad, llegando hasta el mismo Estado central. Y ahí vinculo yo también el punto anterior, de la organización natural de la sociedad, porque creo que ambos son inseparables. Es decir, esa participación política, de decisión, la capacidad de auto organizarse, sin pedir permiso, de lo que hoy se llama sociedad civil.
Tampoco la práctica y las creencias religiosas de la sociedad son hoy las de hace cincuenta, o cien, o doscientos años en España. La sociedad ha cambiado muchísimo. E igual con el Derecho. No creo que nadie entendiese hoy, ni es viable, ni aceptable, la separación entre nobleza y estado llano en los accesos a determinados cargos políticos o administrativos, por ejemplo. Y el propio documento lo dice: en cuanto sea prácticamente posible.
En resumen, nos encontramos con que ninguno de los puntos se cumple. Todo se ha vuelto mucho más complejo. La sociedad, en algunos ámbitos, se halla en estado de descomposición. El mundo, en general ha evolucionado mucho. Entonces, lo que quiero decir, es que lo que entiendo que nos corresponde ahora, como siempre ha hecho el Carlismo, es, desde nuestros principios, hacer propuestas concretas que sean factibles, para llevarlas a cabo en nuestra sociedad de hoy. Ver lo que es prácticamente posible. Por poner un ejemplo, cuando se redactó el Acta de Loredán, mi antecesor Carlos VII tuvo que hacerlo, adaptándose a una situación, el inicio del siglo XX, que ya era muy distinta a la de Carlos V, en 1833.
Hoy es igual. La situación actual no es la de 1830, ni la de 1920, ni la de 1970. Hay que hacer ese esfuerzo. De otro modo, si no somos capaces de hablar a la gente en un lenguaje que entienda y de ofrecerle soluciones concretas a los problemas actuales, las circunstancias nos acabarán arrollando y dejándonos de lado, inservibles, y la sociedad se habrá perdido aportes que pienso que solo el carlismo es capaz de ofrecerles. Y digo esto, contando incluso con la posibilidad de equivocarnos, como otros carlistas a lo largo de la historia antes que nosotros, a veces, también se equivocaron. Este es un trabajo en el que tenemos que hacer todos juntos. Todos y cada uno, porque además es nuestra responsabilidad. Hacer una crítica, por más necesaria que sea, analizar lo que está mal, es relativamente fácil. Es más difícil, y más arriesgado, construir una alternativa que sea posible. A mí lo que me preocupa es el futuro. Entonces, te pregunto, ¿cómo hacemos esto?».
Don Carlos Javier se va volviendo más locuaz a medida que nuestra conversación avanza. A veces le interrumpo, adrede, para hacer algún comentario, y también, en cierto sentido, para probarlo, para ver cómo reacciona a mis interrupciones, que no se toma a mal.
«Me gustaría, si no le importa, detenerme en alguno de esos puntos que acaba de mencionar».
«Claro, no hay problema», responde.
«Empecemos por la Religión».
«Las raíces cristianas son un bien del pueblo, de su identidad, que hay que proteger y preservar. Y además de esas creencias nuestras, nosotros, los carlistas, sacamos consecuencias prácticas para nuestra actuación que son bienes en sí mismos, para todos. La justicia social, por ejemplo, que nace de ver al otro, al prójimo, como a uno mismo, y que nos empuja a tener una preocupación por los más desfavorecidos, los marginados a los que nadie tiene en cuenta, y por ponernos a su lado. Aquello que decía Carlos VII de “si la nación es pobre, vivan pobremente el Rey y sus ministros”, no se concibe en sistemas regidos por el egoísmo. La defensa de la vida y la dignidad humanas, la solidaridad, la lucha contra la “sociedad del descarte”, la búsqueda de la paz…».
«Sí, Don Carlos, —le interrumpo— pero hablamos de unas consecuencias jurídicas, legales, de la unidad católica, por ejemplo».
«Miremos atrás. En 1700, o 1800, la práctica totalidad de la sociedad española era católica, te vas algunos siglos atrás y ves que cuando aún había comunidades musulmanas o judías, estas tenían dentro de las monarquías en las Españas sus propios estatus legales, garantizados por los reyes. Respondían a la realidad que había. ¿Y ahora? ¿Cómo es la sociedad? Es completamente distinta. A ti o a mí nos gustaría que todos fueran cristianos, pero no lo son. Entonces, no puedes forzar a creer a los que no creen. Tienes que convencerlos, porque la fe se propone, no se impone. Y aunque tuvieras medios para imponerla, las creencias no serían sinceras. ¿Qué hacemos hoy, nosotros, los carlistas, con el momento en que vivimos, en el mundo y la sociedad en la que estamos y con la gente que nos rodea? ¿Cómo los atraes, cómo los convences? Más que lo que sería ideal, que ya lo sabemos, me interesa qué es lo que podemos hacer, aquí y ahora. Pienso en nuestras propuestas concretas, en nuestro ejemplo, en la educación».
«Pero la Iglesia sigue teniendo una fuerte presencia en la educación, en la red escolar, y sin embargo, su opinión es cada vez menos tenida en cuenta, tiene cada vez menos ascendencia sobre la sociedad», respondo al entrevistado, mientras la conversación se va volviendo vertiginosa, en un intercambio casi incesante de opiniones, como en un partido de tenis.
«Esto me gustaría matizarlo. Creo que la autoridad moral de la Iglesia tiene aún influencia. A modo de ejemplo, cuando yo hablaba con empresarios antes de Laudato si, estos no mostraban el más mínimo interés en el tema de la sostenibilidad. Después de que el Papa Francisco publicase Laudato si, con la idea del cuidado de la Creación, los mismos empresarios cambiaban sus posturas. Cayó como una losa de hormigón sobre ellos. Creo que es indicativo de la autoridad que aún se le reconoce a la Iglesia».
«Después, si me lo permite, quiero preguntarle sobre el asunto de la sostenibilidad. Pero me refiero a otras cuestiones, como la bioética. El aborto, o la eutanasia, o lo que llaman el transhumanismo, que se me vienen a la cabeza ahora mismo».
Don Carlos Javier asiente, y añade: «Y más. Los modelos económicos, que el capitalismo y el liberalismo, hoy neoliberalismo, trajeron. La supremacía del capital sobre el trabajo. Y los atropellos a la dignidad humana, la utilización de los hombres como un simple instrumento para generar beneficios económicos a unos pocos, o las propias condiciones del trabajo, de semi esclavitud en muchos casos. Muchos límites morales que se sobrepasan, y que son inaceptables.
Pero sí, aunque la Iglesia tiene un impacto sobre la sociedad, que es aún grande, se ve que desciende el número de católicos practicantes en todo el mundo, y es una pena. Y esto es algo que no ocurre solamente en la Iglesia Católica, también en las otras iglesias. Si te fijas, ¿qué ocurre cuando el hombre se separa de lo trascendente? Que queda un hueco. ¿Y cómo se llena ese hueco? —me pregunta—».
«Supongo que cada uno lo llena con cosas distintas. Con otras espiritualidades, con nihilismo, con materialismo…».
«A eso me refería —dice, cortando mi respuesta—. Sobre todo, con el materialismo. Podemos hacer una correlación directa entre la bajada de la religión y el ascenso del materialismo. Si establecemos un modelo, encajan casi perfectamente. Habría que ver si es antes el huevo o la gallina. Si es el materialismo el que ha traído aparejado ese proceso histórico, el que hace descender la práctica y las creencias religiosas, o es el descenso de la espiritualidad el que ha favorecido el ascenso del materialismo. O que ambos se retroalimentan. Pero lo cierto es que encajan casi a la perfección».
«¿Cómo se revierte ese proceso?».
«Lamento decirte que no tengo una respuesta a eso, porque veo que hay muchos factores que influyen y que se nos escapan a nuestra capacidad de acción. Quizás la propia Iglesia, nosotros los católicos, nos hemos acomodado a la situación, hemos acomodado nuestras propias mentalidades. Es una dinámica de la que pienso que debemos salir, poniendo más confianza en Dios. Por otra parte, hay que decir que no todo es absolutamente malo. Hoy, por ejemplo, la esperanza de vida es muy superior a hace años, o tenemos acceso a servicios de los que en épocas pasadas carecíamos, comodidades, niveles de confort, que, siendo buenos, también, en general, pueden actuar como anestesiante, si podemos decirlo así.
Y, por otro lado, hay datos que son muy indicativos. La tasa de muerte por suicidio supera ya a la de los accidentes de tráfico. Esa sustitución en la sociedad de lo religioso, de esos principios morales, por lo material, por el materialismo, conduce a la infelicidad. Con muchas otras cosas inherentes al propio sistema económico, como el consumismo. Consumir es todo lo que tenemos ahora. Y veo claro que por este camino no podemos continuar. Hay estudios de Harvard, del MIT —Don Carlos Javier se refiere a las siglas en inglés del Instituto Tecnológico de Massachusetts—, que son muy reveladores. Esos estudios indican que una vez superado cierto nivel de ingresos en las familias… Hablo de memoria y no te sé dar ahora la cifra exacta, si no recuerdo mal eran 10.000 dólares, son estudios de hace siete años, podríamos buscarlo —aclara—. Digo que, una vez superado un nivel de ingresos, el suficiente para cubrir las necesidades básicas y el acceso a algunas comodidades añadidas para vivir dignamente, según van aumentando esos ingresos desciende la felicidad. Hoy nos quedamos contentos a corto plazo con un nuevo aparato electrónico y, pasados dos meses, esa satisfacción desaparece. La satisfacción material es inmediata y muy efímera.
Igual tengamos ahí una oportunidad, una más, para hacer ver a quienes nos rodean las contradicciones internas de este sistema, que necesita producir más y más para mantenerse, consumiendo más y más recursos, y que las personas compren más y más. Para hacer ver que las respuestas que necesitamos no están en lo material, sino que nos trascienden, y que nuestra libertad, aunque nos lo digan, no está en elegir entre Netflix y Amazon. ¿Cómo lo hacemos? Esto, como todo, debemos pensarlo entre todos, hablando entre nosotros y poniéndonos manos a la obra».
Terminando esas palabras, se abre la puerta de la sala, y nos traen un par de platos con un breve aperitivo. Dos canapés y un minibocadillo de pa amb tomaca. Afuera, según nos cuentan, llevan un rato comiendo y temen que se agoten las viandas. Observo a las personas que han entrado e intuyo en sus miradas, que escudriñan, una mezcla de curiosidad y examen. Don Carlos Javier da las gracias y se lanza sobre la comida. Yo aguardo, agradezco igualmente y no digo nada, esperando a que se retiren. Miro mi reloj y veo que el tiempo es el que nos come a nosotros. Y me queda mucho por preguntar aún.
«Continuamos, si le parece —digo, mientras él da otro bocado a la comida y asiente—. Hoy, la unidad de España está seriamente amenazada por el ascenso de los independentismos. Acaba de mencionar el federalismo. ¿No considera que, en los momentos actuales, puede ser una amenaza a la unidad de la Patria?
«De ningún modo. De hecho, yo creo que es la única solución, porque además es la única acorde con nuestra realidad histórica, con nuestra identidad como españoles. Los carlistas llevamos 188 años denunciando que el centralismo constituye una injusticia contra la identidad política y cultural de cada una de las Españas y avisando de que el intento de implantar la uniformidad en todas ellas traería graves problemas. Y así ha sucedido. El independentismo es una reacción a esa dinámica centralizadora que viene de siglos. Lo que ocurre es que, en lugar de ser como nuestra reacción, que ve toda la realidad española como un conjunto armónico en el que cada pieza encaja perfectamente y cumple su función, sin que una se inmiscuya en la de otras, toma los mismos presupuestos ideológicos del nacionalismo centralista, el Estado-Nación, para oponerse a él. Y el resultado es catastrófico, porque genera una lucha en la que ambos nacionalismos, ambas ideologías, reclaman lo mismo para sí. Nuestro federalismo no se basa en esos presupuestos. No se trata de crear muchos Estados-Nación, que al final acaban enfrentados entre sí y con el Estado central, sino que se construye desde la base, e integra todas las realidades sociales, de acuerdo al principio de subsidiariedad. De este modo, cada territorio tiene garantizada su capacidad de autogobernarse, de autogestionarse, conforme a sus propias circunstancias, que no son las mismas que las de otros, y al mismo tiempo a las realidades inferiores dentro de cada uno, o mejor, que conforman cada uno, no se le roban sus propias competencias. Si te fijas, federar significa precisamente eso, unir mediante el pacto. Si me permites la figura, ese es justamente nuestro federalismo, un gran pacto que se construye mediante otros muchos otros pactos a escala inferior, desde la base. Porque eso es lo justo, y además lo que es conforme a nuestra tradición.
Por lo tanto, a tu pregunta, no. No supone ninguna amenaza a la unidad de España, sino que es precisamente la única garantía posible para esa unidad. En el carlismo siempre hemos apostado por esa idea de unidad, que no significa uniformidad. Lo hemos dicho siempre y habíamos advertido que esto iba a pasar. Aunque no se trata de repetir “te lo dije” para sentirnos muy satisfechos por ver qué razón teníamos, sino de ser capaces de proponer nuestra alternativa a esa situación. Desde luego, la solución para el independentismo no es más centralismo, del mismo modo que el independentismo no es ninguna solución para los problemas que, a medio plazo, acabarían agravándose y generando graves tensiones internas dentro de esos estados independientes. Hay que salir de esta dinámica de tensión, de esta polarización, que al único punto al que conduce es al de la catástrofe».
«De acuerdo. ¿Pero cómo se acaba con esta polarización?»
«Una de las cosas que no me gusta en esta situación es que se están usando en política argumentos emocionales sobre asuntos racionales. El sentimentalismo no puede ser una herramienta de la política. La política debería organizarse en base a los argumentos racionales. Se puede hacer un análisis de la realidad cultural, histórica… de forma objetiva. Pero los argumentos emocionales, cargar de emoción un problema que es de por sí racional y que necesita una resolución, es muy peligroso. Esto lo estamos viendo en el problema del independentismo, pero en general en muchas otras cuestiones de la política española. La verdad, yo no tengo soluciones mágicas para el problema, y espero sinceramente que esto no explote, pero hay que provocar el debate. Pienso que tenemos una oportunidad, que debemos intentar entrar en ese debate y mostrar nuestras propuestas de solución, que, además, son las acordes con nuestra tradición histórica, algo que nadie, haciendo un análisis sosegado y honesto, puede negar. Tenemos que provocar el diálogo —insiste—. Y si en la esfera política, los partidos, los gobiernos y la oposición, no están por esa labor, entonces tenemos que esforzarnos en generarlo a nivel social. Por ejemplo, para esa unidad en la variedad que queremos, tenemos los fueros, nuestra tradición foral, que da respuesta al problema territorial, recuperando instituciones que el centralismo liberal ha arrebatado, y también a muchos otros problemas de la sociedad, ya que los fueros no son solo territoriales. Propongamos los fueros».
«Pero los fueros, Don Carlos, están obsoletos».
«En su letra, quizás. Pero no en su espíritu, no como principio».
Antes de que continúe hablando, le interrumpo: «Y usted, sin embargo, ha hecho juras de fueros».
«¡Y todavía no las han publicado en el Boletín Oficial del Estado! —bromea— Es obvio que el juramento de los fueros es el símbolo de un compromiso, como hicieron mis antecesores, y que tiene un significado muy hondo, muy hondo, que creo que se entiende. Lo cual no significa que queramos, porque no es posible, reproducir hoy día al pie de la letra textos del siglo XII. Más allá de ese símbolo, es importante —vuelve una y otra vez sobre esta misma idea—, que trabajemos, entre todos, para que esa realidad, esos principios, se actualicen y se hagan viables en del día de hoy. ¿Qué aquí hay un carlista experto en Derecho, que allí hay un carlista experto en Economía? Pues es el momento que de trabajemos juntos, entre todos los carlistas, sin excepción, que hablemos, que propongamos los fueros actualizados, que demos soluciones concretas a los problemas proponiendo modelos económicos concretos, desde su dimensión humana y al servicio del bien común. En caso contrario, nos quedaremos en declaraciones y en actos muy solemnes que serán inútiles, y cada vez seremos menos tenidos en cuenta».
«Lo que ocurre, al hilo de lo que dice de no ser tenidos en cuenta, es que hoy el carlismo es irrelevante».
Don Carlos Javier niega con la cabeza: «No lo comprendo. ¿Irrelevante? ¿Qué es lo irrelevante? ¿Las ideas, las soluciones, son irrelevantes? Yo pienso que el carlismo es muy relevante. Te cuento un ejemplo. Cada vez que vengo a España me encuentro a personas que no son carlistas y que me dicen: “Don Carlos, mi abuelo era carlista, o mi tío era carlista…”. Siempre, siempre, hay alguien en la familia que es o ha sido carlista, y esto después de años. Me refiero a que observo que queda en la sociedad una especie de memoria histórica, algo de cariño, de afecto, hacia el carlismo. Una base social que aún se mantiene y que podemos recuperar».
«Pero me refiero a la escena política».
«Yo pienso en el carlismo más como movimiento que como partido político. Y el movimiento carlista existe. Nuestros principios y valores se transmiten y se mantienen, en las familias carlistas, en cada uno de los carlistas. ¿Que en las esferas políticas, del poder, no nos aceptan? ¿Que no les interesa que haya una implicación real de la sociedad? Bueno, eso ha sido siempre la historia del carlismo. Tenemos, sin embargo, herramientas que podemos usar. Tenemos el derecho de publicar en prensa, de escribir cartas de opinión, tenemos derecho a mandar cartas al Parlamento, a las Cortes, podemos hablar con nuestros vecinos. Todos esos derechos aún están ahí, pero hay que usarlos y hay que animar a la gente a usarlos, organizarnos, saber cómo actuar cuando no estás de acuerdo en algo y no solamente ir a las urnas una vez cada cuatro años para decir: “quiero este u otro partido”. No. Se trata, creo yo, de construir la sociedad desde la base. Tenemos que esforzarnos en hacer una entrega constante, cada día, porque eso es la verdadera democracia. No es echar una papeleta y dejar que otros hagan por ti, porque los problemas no se van a resolver por sí mismos. Si tienes un problema y te quejas, pues haz algo. Hay vías para hacerlo.
Eso es lo que creo que es importante que transmitamos y es algo que solo podremos hacer bien si estamos unidos, y prepara las bases para el futuro, también en esa escena política».
«Sobre eso que comenta, Don Carlos, el organizarse desde abajo como una especie de contrasociedad, o de sociedad viva, no a modo de mero partido, es algo que históricamente siempre hizo el carlismo, ya que ha hablado de su propia memoria histórica. Y es algo que es bastante desconocido».
«Exacto, Juan. Pero la historia la escriben los vencedores. Mira lo que ha pasado hace poco con la Cripta del Tercio de Requetés de Montserrat. Esto es algo que ha sufrido el carlismo siempre. En la historia más reciente identificándonos con el franquismo, que tanto sufrimiento nos produjo, que tantas persecuciones nos acarreó. Y también más atrás, cuando se trataba de identificar carlismo con absolutismo, por ejemplo. Yo llevo años trabajando en la recopilación y ordenación de una parte muy importante del archivo de la Familia para ponerlo al servicio de la sociedad, y que los investigadores y la gente en general puedan tener acceso a él. —A Don Carlos Javier se le ilumina la mirada cuando comienza a explicarlo— Estamos en conversaciones con varias universidades para poder digitalizar miles de documentos. Ahí hay, por ejemplo, correspondencia de mis antecesores con los Papas, desde Pío IX. Mucha de la de mi abuelo Don Javier con Pío XII, con el que tan larga y profunda amistad le unió. También los diarios, y miles de fotografías, de los viajes que Don Alfonso Carlos y Doña María de las Nieves, así como Doña María de las Nieves en solitario, realizaron por todo el mundo… Considero también mi deber, como parte de mi compromiso con el carlismo, poner a disposición de toda la sociedad ese material histórico, y en ello estoy trabajando».
«Cambiando de tema, quiero preguntarle también por el medio ambiente, pues he visto que lleva años siendo insistente en eso».
«Años en los que a veces me he visto muy solo —responde—. Hace veinticinco años hablabas con la gente, con los gobiernos, y no comprendían la necesidad de un cambio en los sistemas de producción hacia otros más sostenibles. Todo el avance técnico de los dos últimos siglos debería haber servido para un reparto de la riqueza y los recursos naturales de forma equilibrada entre todos los pueblos y habitantes del mundo. Pero lejos de esto, lo que ha sucedido ha sido una acumulación de riqueza cada vez mayor, en un grupo de personas o instituciones, tanto públicas como privadas, cada vez más reducido, una brecha cada vez más profunda entre ricos y pobres, que es inaceptable. Y al mismo tiempo, una explotación sin freno de los recursos, que son limitados. Todo un sistema económico, el que trajo el liberalismo, que al tiempo que es injusto, inhumano, se sustenta en la dependencia de los combustibles fósiles, que no son infinitos, y un deterioro creciente de nuestro medio ambiente. En la calidad del aire que respiramos, por ejemplo, o en la contaminación del agua. Llevo mucho tiempo estudiando esto, y por este camino avanzamos a un colapso que, de producirse, generaría necesariamente una situación dramática. Lo que tenemos que plantearnos entonces es ¿seguimos con este modelo productivo, con este sistema económico, o buscamos fórmulas alternativas?
«A mí, particularmente, me sorprende mucho, y me escama, que todo este movimiento sea auspiciado y promovido precisamente por esos mismos poderes que han creado el sistema que describe como causante de la situación».
«Eso no es exactamente así. Los gobiernos se han incorporado tarde a este movimiento, si podemos llamarlo de ese modo, al igual que muchos poderes económicos, grandes compañías que obviamente tienen sus negocios en dependencia, directa o indirecta, de esos combustibles fósiles y que, en muchos casos muestran aún reticencias. Lo que pasa es que en algunos países occidentales, en Europa, por ejemplo, se han dado cuenta de que una crisis de estas características puede acarrear un flujo de inmigración masiva, de millones y millones de personas, que no se pueda controlar, lo que sería insostenible. Por egoísmo, quizás, pero es como es. Europa es un gigante económico —prosigue—, pero un enano político en este momento. Por eso, conscientes de que no somos una potencia militar, ni una potencia política en la escena internacional, es por lo que ha decidido tomar un liderazgo de carácter ético en el tema de la sostenibilidad. Y eso incluye ayudar a los países menos desarrollados, que tienen mucha menos capacidad económica, a hacer ese cambio hacia modelos más sostenibles».
«Bueno, no conozco nadie que diga: “vamos a destruir el planeta lo máximo posible”».
«Quizás hoy no, pero hace diez años ese no era el caso. En realidad, da igual lo que uno u otro pensemos al respecto. Es algo que ya está aquí. La política y la economía del futuro van a bascular, ya están basculando, sobre el asunto de la sostenibilidad. Es algo de lo que tenemos que darnos cuenta, y decidir si queremos quedarnos como espectadores mudos y dejar que otros hagan, con los peligros que implica, como los hay en cada cambio, o si trabajamos en una transformación hacia una economía y una sociedad en la que no dejemos a ninguno detrás. Ahí pienso que el carlismo es más necesario que nunca».
«Eso precisamente iba a preguntarle. Si ya está todo sobre el tapete, ¿qué pinta el carlismo en todo ello?».
«Mucho. Primero, estando vigilantes para que este cambio no sirva sólo al interés de unos pocos, sino presionar para que se guíe por la solidaridad y el bien común, con límites morales bien definidos. Después, porque ofrece muchas oportunidades a nuestra visión de la sociedad. También a nivel social, comunitario, vamos a tener capacidad de organizar nuestros propios recursos, sin que los dicten desde el gobierno ni depender de las grandes compañías, porque la tecnología es cada vez más barata y accesible. La economía circular, por ejemplo, nos sirve para poner de relieve que esa visión consumista, materialista, de la que hablábamos antes, no es la única vía posible para mantener niveles de vida aceptables y dignos, y es un modelo que es mucho más parecido al de la sociedad tradicional, más austero, y más solidario, lejos del despilfarro consumista».
«Acaba de mencionar a Europa y su papel en la política global, y a mí me gustaría que me hablase del papel de España en esa misma escena internacional».
«Pienso que debemos ampliar nuestra mirada, actualmente muy centrada en Europa, para dirigirla igualmente a los países hermanos iberoamericanos. Nosotros estamos en Europa, y es obvio que debemos mantener los lazos de unión con los países que nos rodean. Pero me interesa prestar una especial atención a nuestra comunidad iberoamericana, a la que no solo pertenecemos, sino de la que hemos de ser parte integrante, insisto, comunitaria, ya que como todos sabemos, nuestra cultura, lengua, tradición… abarcan más que la Península Ibérica. No somos un pueblo que se circunscribe únicamente a la Península, sino que somos hermanos de sangre, de fe, de tradición, de idioma, de otros 20 países con los que compartimos siglos de historia común. Durante todos esos siglos nos hemos enriquecido mutuamente, tanto peninsulares como americanos. Tenemos que procurar avanzar juntos hacia el futuro, que como ya he dicho en alguna ocasión, “puede y debe escribirse en español”. Es fundamental que fomentemos los proyectos de colaboración mutua».
«¿Y más al sur? Pienso concretamente en Ceuta y Melilla, en un momento en el que nuestras relaciones con Marruecos son complicadas».
«Este es un tema muy delicado. Ceuta y Melilla, así como el resto de las islas del estrecho y peñones de soberanía, son tan españolas como cualquier otro territorio peninsular. No cabe discusión alguna al respecto, ni tampoco concesión alguna que hacer en este sentido.
Pero no debemos olvidar varias cosas. Primero, que Marruecos es uno de los más importantes cooperantes en la lucha internacional contra el terrorismo islamista. Que se trata de un país musulmán que respeta la libertad religiosa de los cristianos, que es la entrada a África, y que tenemos muchísimas, pero muchísimas relaciones comerciales con ellos. El número de empresas españolas que exportan nuestros productos a Marruecos es numerosísimo, del mismo modo que lo es el número de empresas españolas instaladas en ese país vecino, con cuyos habitantes también nos une un vínculo histórico, si pensamos en lo que fue el Protectorado Español en el norte, donde, por cierto, hay una archidiócesis católica en estrechísima relación con la Iglesia española.
Por todo esto, y por muchas otras razones, hay que ser, al mismo tiempo que muy firmes en la defensa de nuestra soberanía territorial en África, exquisitos en las relaciones diplomáticas con el reino alauita, teniendo en cuenta además que está permanentemente presente el asunto no resuelto del Sáhara Occidental. Y el equilibrio es muy complicado».
«Me gustaría saber cómo se informa de los asuntos de España»
«Eso es lo positivo de las nuevas tecnologías —dice, cogiendo su móvil con la mano y mostrándomelo—. Gracias a estos aparatos tengo acceso inmediato a la prensa española. Leo los periódicos generalistas: La Vanguardia, El País, el ABC… en mi ordenador, todos los días. También medios carlistas, muy diversos. Igualmente tengo contacto telefónico y por Zoom, Teams, regularmente, con la Asociación 16 de Abril, con los vicecancilleres en grupo, y con cada uno individualmente».
«Ahora que menciona la tecnología quiero hacer una reflexión, ya la última, porque llevamos demasiado tiempo y no quiero robarle más. Los cambios tecnológicos están transformando toda nuestra realidad, la del mundo entero, a un ritmo que ni podíamos imaginarnos hace cinco o diez años. La Inteligencia Artificial, por ejemplo. Ahora ya se habla, y se avanza, en el metaverso, una realidad paralela en la que las personas, aisladas, podrán vivir desde su casa experiencias remotas como si estuvieran físicamente allí…»
«Esto es algo muy importante, y me preocupa mucho. Está claro que la tecnología nos ofrece muchas ventajas. Hoy se pueden diagnosticar, a distancia, las enfermedades, e incluso la posibilidad de realizar intervenciones quirúrgicas sin estar presentes físicamente. Durante el confinamiento por el COVID hemos podido mantener el contacto con nuestros seres queridos a través de herramientas como Zoom… Pero existen claras amenazas en este desarrollo tecnológico. Amenazas éticas en el uso de la propia tecnología, y otras de carácter político, o social. Por ejemplo, eso que mencionas del aislamiento, un hecho que puede significar un método de control social, o que muy posiblemente ya lo esté siendo. Pienso que nuestro papel podría ser, por un lado, trabajar en el análisis y estudio de esta nueva realidad, estando alerta a sus peligros, y convertirnos en cierto modo en vanguardia de un movimiento en favor de un uso ético de las tecnologías, y esto no solo a nivel de usuario, aunque también, sino de reclamarlo desde las bases sociales, a los gobiernos y las empresas. Por otro lado, el fomentar nuestro comunitarismo, organizar la creación de redes, de comunidades humanas, en el mundo físico, real, más allá de la tecnología. Como hacen, por ejemplo, los padres cuando hablan entre ellos con otros padres en el colegio. Esto es algo que veo que solo en el carlismo tenemos claro como movimiento político. A mí, como padre, me preocupa el futuro que dejemos a nuestros hijos, y la evolución del mundo tecnológico, que ya es un hecho, lo queramos o no, es un reto importantísimo. Con todo un abanico de alternativas por delante que son, ahora mismo, una incógnita. Por lo tanto, debemos estar atentos si no queremos, y entiéndase la banalidad del símil, que el escenario se convierta en el peor de las películas de ciencia ficción. En esto, como en todo, no podemos ser receptores pasivos a los que dirijan como marionetas. Nos corresponde tomar la iniciativa».
«Don Carlos, al hilo de esto…».
«Vaya, no era la última, sino la penúltima —me corta, riéndose—».
«Sí, sí, disculpe. Ya acabamos».
«En absoluto. Estoy encantado de tener esta conversación contigo».
«No entienda que porque le lleve tanto la contraria es que no esté de acuerdo en nada con usted, no es eso. Pero le quiero decir que, si observamos todo lo que hemos hablado, en global, estamos ante una realidad tan enorme, tan asentada, cuyo cambio representa, para mí, una quimera abordar. Si le soy sincero, soy pesimista, tanto respecto al cambio social que sería necesario, como a la propia actitud de los carlistas, internamente».
Es bueno que nos llevemos los unos a los otros la contraria, Juan —dice, mostrando una sonrisa abierta—. Nos enriquece. A lo que me dices, no creo que se trate de ser pesimista u optimista, que son posturas de carácter psicológico, muy libres, sino de ser prácticos y ver dónde podemos influir, para hacer posibles los cambios. Todos los sistemas llegan a su límite. Bien por una corrupción sistémica interna, o porque los propios sistemas no se adaptan a los cambios que impone el entorno, que varía continuamente. Se vuelven inútiles. Ante esto, o se reforma el sistema, o acaba quebrándose, con consecuencias sociales generalmente dramáticas. Yo no soy partidario de las rupturas violentas…».
«Bueno, ese es el modelo revolucionario» —le digo—.
«Sí. Una revolución sólo es aceptable en caso de vida o muerte. De pura supervivencia. Y aun así, el resultado suele ser negativo, bien porque la sociedad no está preparada para ese cambio, o bien porque, además, y es lo que suele pasar, ni siquiera está bien organizado, perfectamente pensado, el recambio. Por ejemplo, en Francia, la Revolución eliminó la Religión de las escuelas. Simplemente porque no querían que los religiosos llevasen la educación, y no porque tuviesen un mejor modelo educativo. ¿Y qué pasó? Los mejores profesores desaparecieron y el nivel educativo de la escuela francesa descendió dramáticamente —aunque no los he recogido todos porque no tendríamos espacio, Don Carlos Javier siempre recurre a los ejemplos concretos para sustentar su discurso—. Con esto quiero decir que, ante la realidad que se nos presenta delante, no nos queda otro remedio que construir alternativas viables, propuesta a propuesta, y conseguir que la sociedad sea el verdadero motor de esas alternativas, del cambio. Esto, sin el concurso del máximo número de personas, es imposible. Claro que hay mucho camino que andar, pero si no lo hace el carlismo ¿quién lo va a hacer? No nos quedará más que lamentarnos».
«Me temo, Don Carlos, que no era la penúltima, sino la antepenúltima».
El entrevistado suelta una carcajada y me invita a preguntar de nuevo, lo que hago inmediatamente.
«Hay una cuestión que me ronda la cabeza desde hace mucho tiempo. Disculpe, pero esta es personal: ¿por qué se mete usted en este berenjenal? Quiero decir, que perteneciendo usted a la realeza europea, pudiendo tener buenas relaciones con gente muy poderosa, empresarios, que estarían encantados de tener un apellido ilustre a su lado, lisonjas, puestos, dinero… —hago una pausa—. Y, por otro lado, entiendo que esto no le hará situarse en la posición más cómoda con el resto de familias reales… Y usted decide que se complica la vida con el carlismo».
«Lo que dices es muy cierto. Te voy a dar tres razones.
En primer lugar, porque esta ha sido la entrega de mi familia y el pacto con el pueblo carlista. Este pacto ya está hecho y yo no puedo renegar unilateralmente de un pacto en el que participan dos partes. Los dos lados tienen que decir “no” para que el contrato se rompa.
En segundo lugar, porque amo a las Españas, y a los carlistas, desde que yo era un churumbel, muy jovencito. En casa siempre ha girado todo en torno a España. En las comidas, en nuestra vida… siempre era España y el carlismo. Lo hemos vivido juntos, hablando, debatiendo, peleándonos, en positivo —aclara—.
Y, en tercer lugar, porque yo quiero un mundo más justo para mis niños. Quiero que cuando Carlos Enrique crezca, que ya tengamos soluciones, desde la justicia social. Para cada una de las injusticias que presenciamos a diario. Que tengamos soluciones. Y veo que el carlismo, los carlistas, tienen tanto la voluntad de hacerlo, como las ideas para hacerlo. Lo que veo es que solo el carlismo puede dar respuesta a las necesidades de hoy».
Con esta última respuesta concluye la entrevista. Agradezco a Don Carlos Javier, en nombre de Reino de Valencia, su tiempo y la cordialidad mostrada, y salimos de la sala, donde la reunión aún continúa. Al día siguiente, domingo, mientras yo voy de vuelta a casa, Don Carlos Javier tendrá un acto en el monasterio de Poblet y el lunes acudirá la presentación de un libro sobre Valle-Inclán y el carlismo, en Madrid, en la que ha sido su primera visita a España desde la llegada del Coronavirus.
Puede leer la entrevista directamente en la Revista Reino de Valencia nº 133, pulsando aquí
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