Laureano Benítez Grande-Caballero
«Homo homini lupus» ―«El hombre es lobo para el hombre»― afirmaba el filósofo Hobbes en 1641, en su obra «Leviatán», una frase que ha pasado a la posteridad como explicación lapidaria de la maldad que lleva al ser humano a infligir daño a sus semejantes. La frase fue extraída por Hobbes de la obra dramática «Asinaria», del comediógrafo latino Plauto (250-184 a. de C.). Allí, Plauto afirmaba que «lobo es el hombre para el hombre» (en latín, «lupus est homo homini»).
¿Saben qué significa el título ese de «Asinaria»: pues «La Comedia de los Asnos»… ¿a qué le recuerda esto? Porque hay comedias de asnos, y comedias de borregos, que se llamaría «Borregaria».
En cuanto a la frase referida a lo lobos, los tiempos cambian que es una barbaridad, y si hoy levantara la cabeza ese tal Hobbes escribiría una frasecilla radicalmente distinta: «Homo homini ovis aries» ―«El hombre es borrego para el hombre»―, definición perfecta para definir al hombre-masa, estabulado, esquilado, marcado, bakunado, lobotomizado, etc.
Imitando a Hobbes, yo cambiaría su frase por esta otra: «El hombre es lobo para el NOM», porque un ser humano henchido de dignidad y hombría es un feroz enemigo del Nuevo Orden Mundial. El problema es que ya vamos quedando pocos hombres-lobo, y tendríamos que buscarlos al estilo de Diógenes, con lámparas encendidas, pero en las catacumbas de ruinas perdidas.
Frente a la «Borregaria» ―comedia bufonesca y astracanesca―, tenemos la «Lobaria», espectáculo de acción, protagonizado por lobos, que, a la vez que aúllan a la Luna, gruñen amenazadores ante la visión del ojo illuminati, trasunto luciferino de nuestro satélite.
Confieso que mi naturaleza genuinamente lobuna no la he adquirido mediante ninguna licantropía nocturna, aunque la visión del ojo illuminati ha afilado mis colmillos y ha potenciado mis aullidos, y lo mismo cabe decir de la mayoría de los lobos, que hemos nacido así, por lo cual generalmente no hemos experimentado ningún camino de Damasco merced a una catarsis que nos llevara del rebaño a la estepa, del aprisco a la trinchera.
Hasta tal punto me he sentido siempre lobo, que, si tuviera que elegir para mí un bautizo al estilo indio, sin duda me llamaría «lobo sentado», porque hay diferentes categorías de lobos, una graduación cuasi militar, que va desde el lobo qué-gran-turrón, hasta el generalato de los lobos sentados, en la cúspide de la lobería, pasando por el lobo estepario, que no está nada mal, desde luego.
«Lobo sentado», sí, porque así como hay toros sentados enamorados de la Luna, también hay lobos que se sientan para aullar a sus lunas luneras.
¿Qué es un lobo sentado? A simple vista parace un contrasentido decir que este ejemplar tiene las mejores y más ostentosas medallas del escalafón lobuno, ya que se supone que los lobos debemos atacar a los HDGPs, no darles cuartel, en avalanchas espartanas incontenibles, en memorables Termópilas, como hacen los lobos esteparios, los lobos mesetarios, los lobos montañeros… Pero el «lobo sentado» es aquel que, desde la atalaya de un picacho, desde la garita de su barbacana, desde lo más profundo del bosque, atalaya el horizonte, vigila el mundo, aullando a la Luna, despertando a los dormidos, recabando de las esferas celestiales el formidable poder de las huestes angélicas que vencerán el Mal.
Los lobos sentados pueden estar en las barrikadas, interponer denuncias, escribir artículos… pueden incluso salir en documentales estilo Félix Rodríguez de la Fuente ―con fondo de tambores y aullidos―, pero su verdadera naturaleza es la contemplación solitaria, el sentarse para abrirse a esas dimensiones numinosas de donde proviene como un torrente la fuerza necesaria para el combate contra vampiros, chupasangres, diablos, endriagos, globalistas y el demonio que los parió a todos, contra esa patulea de HDGPs que depreda derechos, libertades, haciendas, vidas y almas. Porque «el HDGP es demonio para el hombre».
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Y es allí, en esa sentada en lo profundo de un bosque, de una cueva casi inexpugnable, donde el lobo sentado, en solitaria majestad, experimenta la grandeza de esa fuerza incontenible, de ese pálpito arrollador, de ese hálito divino que nos llevará, indefectiblemente, a la victoria.
Porque, aunque callara el lobo sentado callara en una noche silenciosa, sería entonces la Luna la que aullase.
Y seguiremos hasta el triunfo total, porque, mientras el lobo sentado no tenga su Luna ―su libertad―, seguirá aullando a las estrellas.
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