“Somos los últimos representantes de un mundo que inexorablemente desaparecerá con nosotros”(Comentario de un veterano carlista)
El Carlismo formó parte del bando vencedor de la Guerra Civil de 1936-39, pero nunca llegó a disfrutar de los beneficios del poder en el régimen que siguió a aquel triunfo militar.
En parte porque fue marginado por otras tendencias que en el mismo bando nacional se alineaban más con los signos de los tiempos, en un momento en que las ideas de Estado Totalitario y Partido Único hacían furor en el continente.
En parte también por sus propias divisiones internas, sus torpezas y su incapacidad para desarrollar una estrategia única que le permitiera aumentar su influencia.
A pesar de ello, y de los miles de bajas sufridas en las zonas que quedaron bajo dominio rojo durante la guerra, el Carlismo -que en el siglo XIX fue una fuerza política incluso dominante en partes del territorio nacional- conservó una amplia base social durante las dos primeras décadas del franquismo, como se ponía de manifiesto anualmente en las concentraciones de Montejurra, en que la ladera entera de la montaña se teñía literalmente del rojo de las boinas.
Después vino la designación de D. Juan Carlos a título de rey y, quizás como consecuencia de ello – junto a otros factores en aquellos años revueltos del mayo del 68 y el Concilio Vaticano II-, el asombroso viraje del príncipe Carlos Hugo -en el que se habían puesto inmensas esperanzas- hacia un desconcertante Karlismo socialista, autogestionario y federalista.
La pasividad de un D. Javier anciano y en decadencia física, y el infructuoso intento de Don Sixto para levantar una bandera contra el sinsentido de su hermano, no impidieron la debacle dinástica, y con ello el comienzo de un imparable declive del Carlismo, en el que muchos tradicionalistas, desconcertados y decepcionados, optaron por irse a su casa y echar la llave al cajón donde guardaban la boina.
En 1986 se celebró en El Escorial el Congreso de la Unidad, un intento de reconstruir la otrora gloriosa Comunión Tradicionalista, reuniendo los restos dispersos del naufragio. Sin embargo, la falta de un Pretendiente, o al menos de un Abanderado que sirviera de elemento aglutinador, pasó factura y no tardaron a resurgir grupos y obediencias distintas, que pronto darían al traste con la unificación pretendida.
El advenimiento de Carlos Javier como sucesor de Carlos Hugo, o el mantenimiento en su postura de un ya anciano Don Sixto, no han cambiado la situación en lo sustancial. Ni el primero ha logrado hasta el momento disipar los recelos que generó su difunto padre, ni el segundo parece ofrecer viabilidad alguna a futuro. Hoy, avanzando en la tercera década del siglo XXI, el Carlismo, fragmentado en distintas capillas, es una fuerza política residual, sin impacto alguno en el discurrir de la vida política nacional, y, humanamente hablando, en vía de extinción o poco menos.
A pesar de ello, sorprende que sigue habiendo un grupo rocoso de personas que se proclaman carlistas, y, aunque sea con cuentagotas, que nuevos jóvenes siguen sintiéndose atraídos por una Causa que aparentemente tendría ya tan poco que ofrecer, como no sea puro idealismo y un cierto punto de romántica ensoñación.
Los más entusiastas creen que, antes o después, el Carlismo resucitará de sus cenizas, como lo hizo tantas veces a lo largo de su historia casi bicentenaria: “mil veces vencidos, nunca derrotados”. Sin embargo, no hay síntomas de que tal cosa vaya a ocurrir, a pesar de que España está atravesando por una de esas fases de intensificación del proceso revolucionario, que fue precisamente lo que reactivó su movilización en el pasado.
Los más escépticos -y la cita con la que empezaba este artículo es muestra de ello- creen que esta vez será distinto, y el declive actual conducirá inevitablemente a la desaparición, si Dios no lo remedia, de un movimiento político -el más antiguo de Europa- que consiguió sobrevivir a tres derrotas militares, dos guerras mundiales y todos los cambios históricos -verdaderamente formidables- acaecidos en los dos últimos siglos. Aducen para ello que ya ni la Iglesia es la Iglesia que apoyó la confesionalidad del Estado y la Unidad Católica, ni España es la España que otrora fue reserva moral de Occidente, ni los reyes ni las familias reales actuales son ni sombra de las que en otro tiempo podían ocupar con dignidad y sentido del deber el trono.
Lo cierto es que ambos extremos tienen algo de verdad, y un aspecto que olvidan en común.
Los primeros se aferran, con razón, a la existencia de una constitución interna de la nación española, que lleva a considerar sus actuales males como una “hiedra que sofoca la encima milenaria”, en expresión de Maeztu, pero que una vez arrancada permitiría que esta volviera a recuperar plenamente su vida. Creen que la Revolución es en el solar español un “imposible histórico”, que diría García Morente, y que, por tanto, los males son siempre, hasta cierto punto, superficiales e impuestos.
Los segundos realizan un diagnóstico certero de los cambios experimentados, y constatan su carácter irreversible en muchos casos y la incompatibilidad de muchos de ellos con los fundamentos religiosos, filosóficos y políticos sobre los que el Carlismo puede prosperar. Si la Cristiandad pasa a ser un campo en ruinas, poco futuro puede ya presagiarse a los que, al fin y al cabo, no eran más que sus paladines.
Cada uno a su manera, incurriendo en un optimismo cuasi infantil unos, y en un fatalismo resignado los otros, ambos coinciden en restar valor determinante a la acción humana, a los resultados distintos que, en función de la intensidad, sentido y éxito o no de la misma, puedan producirse.
Es desde esta convicción de que la historia no está escrita, sino que resulta de las acciones de los hombres, siempre dentro de la Providencia divina, desde la que todos los interesados en la superviviencia del Carlismo deberíamos tratar de entender mejor los desafíos actuales, y llevar adelante líneas de trabajo que podrían torcer el curso hacia su desaparición, haciendo quizás posible esa resurrección desde sus cenizas que algunos esperan y que todos los que se sienten carlistas desearían.
Y ello no es responsabilidad de unos y no de otros, sino de todos los carlistas en conjunto, buscando con generosidad y altura de miras la indispensable unidad de acción y el desarrollo de una estrategia inteligente.
Porque si el Carlismo está en trance aparente de alcanzar el punto final de su recorrido histórico, no sólo hay que achacárselo a los demás, sino también a los propios carlistas, incapaces de saber leer las circunstancias del presente, de adaptar sus propuestas, de resolver sus contradicciones, de establecer sus prioridades, de encontrar el lenguaje y de convertir todo ello en un impulso renovador y revitalizante.
Ni resignación invocando que todo está en las manos de Dios -que lo está, pero que cuenta con nuestro concurso-, ni ingenuidad quijotesca, ignorando las causas profundas de los males del Carlismo y desestimando lo que pueden, acaso, ser las únicas posibilidades para su remedio.
El Carlismo tiene respuestas para la España del siglo XXI, pero de nosotros depende convertirlas en propuestas y hacerlas visibles.
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