Otros han escrito ya, en sus obituarios, todo lo que hizo Larramendi, tanto como padre de familia, empresario y carlista. Por tanto, no repetiré las alabanzas de su labor en todos estos aspectos, y prefiero fijarme en lo único esencial en estos momentos: su salvación eterna.
Y es que de nuestro futuro solo sabemos una cosa: todos hemos de morir. Sin embargo, este trance, que muchos lo consideran el final, es el principio de nuestro destino por toda la eternidad. Por eso, cuando se trata de biografiar a un hombre, más que valorar lo que hizo, debemos valorar como murió. Y es que morir cristianamente significa que su vida fue aprovechada y puede ser ejemplar para otros.
El devocionario del requeté decía «Para morir hemos nacido. Toda muerte es buena, si abre las puertas del cielo». Y ese es el caso de Larramendi. En tiempos como los actuales, en que el victimismo por cualquier cosa abunda, supo llevar con discreción, entereza y fe su enfermedad, que sabía terminal. Y supo morir como un caballero católico pues no perdió nunca la esperanza ni la alegría.
Y es que toda su vida fue así: esperanzado contra toda esperanza. Era como si se hubiera propuesto seguir en todos sus puntos el devocionario del requeté, que en otro de sus párrafos dice: «Fijate bien. Donde pones una gota de pesimismo, cuando das lugar al derrotismo, cuando fomentas la tristeza y el desaliento, ¡cuánto daño haces al amigo y cómo perjudicas a la Causa!». Larramendi nunca puso una sola gota de pesimismo en su obra y en su vida, ejerciendo así el especial deber de caridad que es la alegría.
A sus familiares, deudos y amigos, solo queda recordarles otro fragmento del devocionario, en el que se nos obliga a apartar todo temor: «No temas: descansa en la paz de Cristo como el que duerme: porque el que muere en Dios, descansa, descansa».
Finalmente, el devocionario también nos indica: «Cuando piadosamente le entierres, recoge de su ejemplo una enseñanza y un ansia de imitación». Pues bien, su ejemplo fue el de un hombre íntegro, católico a carta cabal, constante en su servicio al bien común y al prójimo, colaborador con todos los que tenían algo bueno en que recibir ayuda, carlista decidido y emprendedor, y amigo de sus amigos. Y un hombre de piedad «práctica» como recomendaba también el devocionario del requeté. El carlismo de Madrid estará siempre en deuda con él y con otro grande: Javier Lizarza. Ambos fueron artífices de una nueva generación de carlistas de acción, y no de salón.
Luis, en el Juicio de Dios hablarán a tu favor tus buenas obras, que son muchas, y las oraciones de los que te han querido y de aquellos que tanto tienen que agradecer a tu generoso paso por este valle de lágrimas. Que estas oraciones hagan breve tu estancia en el purgatorio si ese es el designio de Dios.
Para nosotros quedará siempre tu ejemplo. Supiste terminar la carrera, has ganado el buen combate, te mereces ya tu galardón: contemplar por toda la eternidad el rostro de nuestro Divino Creador, y reunirte con los tuyos que te precedieron. Intercede desde allí ante la Santísima Virgen y Nuestro Señor Jesucristo por nosotros.
Por Javier Pérez- Roldán Suanzes- Carpegna. Secretario General de la Comunión Tradicionalista Carlista.
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