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Gracias, padre. Una meditación ante la muerte

Por Javier Urcelay

La muerte de un ser querido, de una persona próxima, como ha sido estos días la de Luis Larramendi, es siempre un aldabonazo sobre nuestra propia finitud. Simple llamada de atención -que ahí va quedando- cuando estás en una tranquila juventud o madurez; o punzante recordatorio cuando has atravesado la barrera de los sesenta y tantos en adelante. La muerte es entonces un tema que se va haciendo el encontradizo, un invitado ingrato con el que te vas topando con creciente frecuencia en los pasillos de la vida.

A partir de los sesenta y muchos, ves caer a algunos de los de al lado, y empieza a tomar cuerpo la incómoda idea de que estás ya en primera fila. Y luego rueda la bola, y caen algunos bolos y otros se mantienen, de momento, en pie. Y esta idea empieza a perseguirte, a cada uno bajo la forma que su imaginación le brinde.

Después, a partir de los setenta y muchos u ochenta -por lo que veo, porque no tengo experiencia directa- supongo que la cosa se pone aún peor, y debe resultar ya inevitable sentirse observado por la parca, como si hubiera cogido una tonta obsesión por uno, como esos pasajeros que no dejan de mirarnos en el metro. Cada día puede ser el último, y esa sensación ni debe ser grata ni debe ser fácil quitársela de encima. Como mucho, podemos tratar de disimular, de hacer como que no nos damos cuenta. Y así, silbando, mirando para otra parte, a ver si se disipa la pesadilla.

De nada valen en lo que digo diferencias de estatus social, riqueza, poder u honores. Por lo que leemos en las revistas del corazón, ni el alcohol o la cocaína de los millonarios o famosos insatisfechos prueba que haya salida tampoco por esa parte.

Estamos todos atrapados y todos iguales, desnudos ante una realidad que se nos impone sin miramientos, que nos equipara en el desvalimiento esencial. Si acaso menos preocupaciones -ridículas por otra parte-, sobre cómo quedarán los nuestros, o si seremos atendidos en habitación individual, si llega el caso… pero nada sustancial. Ninguna de esas cosas cambia el hecho fundamental que es causa de nuestra inquietud.

Siempre he pensado en cómo debe llevarse todo esto desde la increencia. Me permite hacerme una idea el desasosiego que muestra Cuartango en sus columnas de ABC. Me consta que busca y rebusca un sentido, pero por ahora nada, no encuentra nada. Y se le nota que nota que se le va acabando el tiempo.

Supongo que el pavor irá in crescendo y llegará a ser insoportable. Comprendo que se quiera tener abierta la puerta de la eutanasia por si le fallan a uno las fuerzas. Debe ser tremendo sentirse abocado a la desaparición sin forma de evitarlo. Debe ser terrible, también, mirar para atrás y pensar que, al fin, nada tiene sentido, que nada lo tuvo nunca, que todo fue una trágica ilusión.

Para los creyentes es diferente…, al menos en teoría. Tenemos una promesa de eternidad, y eso, quieras que no, cambia las cosas. No nos “esfumamos” -la imagen me debe venir del humo de las incineraciones de ahora-, nos trasformamos en otra forma de existencia.

No seremos, además, “extraños en el paraíso”, sino que encontraremos a nuestros seres queridos, a los que nos precedieron, a todas las personas que amamos. Saldrán a recibirnos, radiantes, con trajes blancos y palmas, y habrá como un ¡lo ves, lo ves!, que nos provocará una risa floja, un ¡pues si, pues era cierto! primero, y un éxtasis después en el seno de Dios, fundidos en su Amor, su Belleza y su Bien que llenarán, que saciarán, que colmarán, que rebasarán todas nuestras aspiraciones, todo lo que pudiéramos haber anhelado; que harán temblar en místico arrobo cada pliegue de nuestro ser al sentirnos consumados, llevados al fin para el que fuimos creados.

Claro, el único problema es atravesar la puerta oscura, superar la incertidumbre, saber que tenemos que enfrentarnos al tribunal de Dios y salir airosos. ¡Y quién, al hacer balance, no descubre gazapos y tachones en su cuaderno de notas! ¡Quién podrá llegar altivo ante el Juez, seguro de su suficiencia! ¡Quién no temblará al abrirse de par en par el libro de su vida!

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¿Has pensado alguna vez en todo eso? ¿Te has visto en ese momento? ¿Te has planteado que te gustaría entonces haber hecho, y, también, poder decir? Porque a lo mejor todavía estás a tiempo…

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Dándole vueltas a todas estas cosas, quizás aun con la imagen del féretro de Luis en la cabeza, me parece que valen un pontificado entero, que son un tesoro de valor incalculable, las palabras que Benedicto XVI nos ha dirigido al afrontar personalmente ese trance, en el que todos, antes o después nos veremos también. Su carta, hecha pública el pasado 8 de febrero, es más que una confesión pública, es probablemente el último escrito que vayamos a conocer de él. Es más que un testamento, es el último mensaje amoroso que se deja a unos hijos.

 “Pronto me encontraré ante el juez supremo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento sin embargo feliz porque confío firmemente en que el Señor no sólo es el juez justo, sino al mismo tiempo el amigo y el hermano que ya ha sufrido él mismo mis desperfectos y es, por tanto, como juez, al mismo tiempo mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento, además, de la amistad con el juez de mi vida y me permite cruzar con confianza la oscura puerta de la muerte”.                          

Se nos olvida a veces que el “Papa” es a veces también “papá”. Como se nos olvida que Jesús nos dice que el Padre es abba, “papaíto” como dicen los filólogos que sería su traducción más precisa del hebreo.

Gracias, Benedicto XVI, por su legado de sabiduría y santidad. Gracias por haber sido un faro luminoso en esta época de eclipse de Dios. Gracias por haber sido el último adalid en defensa de la Cristiandad.

Pero gracias, sobre todo, Santo Padre, gracias por recordarnos ese detalle que lo cambia todo. Gracias por ser un padre que ayuda a sus hijos a superar sus miedos, a darnos confianza frente a nuestras propias debilidades, a confortarnos ante el momento que afrontaremos de nuestra propia prueba. Grabaremos sus palabras en el corazón, para lograr que no se nos olviden, para volver cada ellas en cada nuevo amanecer que Dios no dé, para recitarlas en el examen de conciencia  al apagarse cada día que se nos va.

Rezamos a Dios por el Papa Benedicto, para que cuando llegue su hora, encuentre el abrazo de ese Amigo que le espera.

Sabemos que también él reza por sus hijos, para que tampoco a nosotros nos falte en ese día la confianza de encontrarnos con un juez que es justo, pero que es, sobre todo, nuestro paráclito, el que ha pagado nuestro rescate de la muerte con su propia sangre y el que nos llama a la felicidad, ya sin límites y para toda la eternidad, con una insistencia mayor que nuestra propia tozudez.

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