En la entrega pasada analizamos como la cohabitación, lejos de pavimentar el camino para un buen matrimonio, aleja a la pareja del camino correcto predisponiéndola a una dolorosa y complicada separación; o al divorcio, en caso de que la pareja llegue a casarse.
Si bien, la convivencia afecta a ambos, de acuerdo con numerosos estudios, es la mujer la que lleva la peor parte. Y es que por más que hablemos y hasta legislemos a favor de la llamada igualdad, la realidad es que hombres y mujeres somos muy diferentes. Mientras que, los hombres suelen cohabitar simplemente porque es fácil y conveniente. Las mujeres, en cambio, entran generalmente a una relación de hecho con la ingenua ilusión de que el flamante novio, en un par de años, las llevara al altar o al menos al registro civil. Por ello, cuando se han realizado encuestas en las cuales se pregunta a los jóvenes que viven con su pareja, si piensan casarse con la persona con la cual conviven; la mayoría de las chicas responden ilusionadas que se casarán. Sin embargo, la gran mayoría de los varones, afirman rotundamente que no se casarán. Así, mientras las mujeres lo ven como un paso hacia el matrimonio, los hombres a menudo lo ven como una forma de poner a prueba la relación o simplemente de posponer, por tiempo indefinido, el compromiso tan temido. De hecho, sólo alrededor del 40% de las parejas que cohabitan terminan casándose dentro de los siguientes cuatro a siete años y se pronostica que, dicho porcentaje siga disminuyendo.
Los estudios confirman que la cohabitación, lejos de “empoderar” a la mujer, como pretenden las feministas, deja a la mujer en franca desventaja. Si bien se cree que las parejas que viven juntas comparten modernamente los gastos por igual, la mayoría de las veces son las mujeres quienes hacen mayores sacrificios económicos y profesionales. Los estudios muestran que, en una relación de hecho, las mujeres suelen aportar aproximadamente un 20% más de los ingresos. También, son ellas quienes realizan mayoritariamente las labores domésticas. Además, en el caso de que la pareja enfrente limitaciones económicas, cosa muy común, es casi invariablemente la mujer, quien abandona un par de clases en la universidad; pues finalmente, “cuando se casen” el varón será el principal proveedor.
Otro dato interesante, es el que, de acuerdo con las cifras recabadas por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, las mujeres que cohabitan tienen sesenta y dos veces más probabilidades de ser agredidas por su novio que las mujeres que viven con su esposo. Por si esto fuese poco, también tienen hasta tres veces más probabilidades de sufrir depresiones y ansiedad que las mujeres casadas. La falta de compromiso que encierra la cohabitación hace sentirse, especialmente a la mujer; insegura, vulnerable e inestable. Las relaciones de convivencia denigran a la mujer y la lastiman en lo más profundo de su ser, aunque ésta se trate de esconder tras la máscara de “la liberación femenina”. Estas emociones negativas no desaparecen completamente, aún si la pareja llega a casarse. Un estudio publicado en el 2014, en una famosa revista de ciencias americana (Scientific American) establece que, las relaciones de cohabitación son una de las razones por las que, el uso de antidepresivos entre los estadounidenses está subiendo estrepitosamente.
Y por si esto no fuese suficiente para desalentar a cualquier pareja a convivir sin estar casados, las estadísticas demuestran que, el maltrato infantil es muy superior, hasta 8 veces más alto, en los hogares formados por parejas que cohabitan que, en los hogares formados por los matrimonios que viven con sus hijos. Además, vivir sin estar casados aumenta la aceptación del divorcio entre la pareja por lo que, aunque estos lleguen a casarse, los niños nacidos de padres que cohabitaron tienen cinco veces más, el riesgo de experimentar la separación de sus padres que los hijos de parejas que se casaron sin cohabitar. Se estima que, tres cuartas partes de los niños nacidos de padres que alguna vez convivieron verán a sus padres separarse antes de cumplir los 16 años.
Como vemos, las uniones de hecho no sólo debilitan la institución del matrimonio, sino que representan un gran riesgo para los niños. El compromiso y la estabilidad, esencial en su desarrollo y formación, es el gran ausente en este tipo de relaciones. Desafortunadamente, el 21% de los niños nace ahora en las llamadas uniones libres y aproximadamente el 40% de los niños, llegar a vivir sin uno de sus padres biológicos.
A pesar de todos estos datos, las uniones de hecho son, actualmente, la norma entre la mayoría de las parejas. Desafortunadamente, también son cada vez son más comunes entre las “parejas católicas,” quienes lo ven como un paso al matrimonio que, la mayoría de las veces no se lleva a cabo. Si el matrimonio en occidente ha descendido, el matrimonio católico no es ajeno a este descenso. En los Estados Unidos, en 1969, se celebraron 426,309 matrimonios católicos; en el 2000, 261,626 y en el 2013, sólo 154,450. En Irlanda, donde los matrimonios católicos en la década de los 90 equivalían al 93.2%, en el 2018 sólo representaron el 47.6%. En la católica España, en el año 2000, se celebraron 216,451 matrimonios. De estos, un 75% fueron matrimonios celebrados por la Iglesia. Sin embargo, en el 2019, esta cifra descendió al 20% y en el 2020 al 10%.
No pocas “parejas católicas” cohabitan ante el silencio cómplice de sus padres y no pocos, hasta con la venia de estos; quienes, con gesto condescendiente, alegan que los tiempos cambian y que es mejor que la pareja se conozca bien antes de casarse, entre otras justificaciones similares. Estos padres parecen olvidar que, en las relaciones de convivencia la pareja se utiliza sin compromiso alguno, preparada para salir corriendo por caminos opuestos si algo no gusta o no conviene por lo que dicha unión ni siquiera tiene las cualidades del matrimonio natural de: unidad, permanencia, ayuda mutua, procreación y educación de los hijos.
Somos muchos los católicos tibios y acomodaticios. Hace tiempo que ya no buscamos transformar al mundo, ahora pertenecemos a un mundo que silencia nuestra conciencia con su estridencia, fascina con su placer y entretenimiento y adormece la voluntad con su comodidad.
Hemos diluido y desvirtuado las tradicionales enseñanzas y la sana doctrina. Nuestro mundo es soso, desabrido e insustancial pues muchos católicos desvirtuados, hemos dejado de ser la sal de la tierra. Hemos escondido nuestras lámparas bajo la mesa y ya no alumbramos a un mundo que, al deambular a oscuras se indigna e irrita ante la luz de la verdad que ilumina las tinieblas.
La cohabitación es una mala imitación del amor matrimonial, además de ser un grave pecado que va directamente en contra de los designios de Dios; quien elevó la institución natural del matrimonio, a sacramento. Como cada vez que el hombre se aleja de Dios, el hombre acaba perdiendo. Hemos trocado las virtudes por vicios y la nobleza por mezquindad. Los hombres, a quienes el cristianismo elevó a caballeros, han sido rebajados por el progresismo a libertinos, cuyo único limite es el consentimiento de la otra parte. La mujer, a quien el cristianismo ascendió a las más puras alturas, ha descendido al abismo del “empoderamiento feminista” que la ha denigrado, al grado de robarle no sólo su pudor sino su misma esencia y hasta sus ilusiones.
Recuperemos todo lo que hemos perdido, empezando con el matrimonio cristiano. Nuestros hijos merecen conocer el amor del que habla San Pablo a los corintios. El amor que se aprende en la familia a través del amor que se profesan los padres entre sí y estos a sus hijos. El amor que es paciente y muestra comprensión, que no tiene celos, que no aparenta ni se hincha. El amor que no actúa con bajeza ni busca su propio interés. El amor que no se deja llevar por la ira y olvida lo malo, que no se alegra de la injusticia mas se complace en la verdad; ese amor que todo lo excusa, que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo tolera. El amor que no pasa ni termina. El amor eterno e incondicional, al que toda persona aspira.
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