Por Salvador Abascal Carranza
Una vez más, nos encontramos celebrando, a principios de este año, el advenimiento de un año nuevo y, una semana antes, el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, que es, ni más ni menos, el nacimiento de nuestra civilización. Por este maravilloso acontecimiento, la historia de la humanidad se dividió en dos partes, en un antes y un después de Jesucristo, y con esta nueva era de la humanidad se inaugura la primera gran globalización; pero el mundo aún no lo sabía. Antes de eso, cada pueblo contaba los días y los años según sus propias tradiciones y costumbres. Ahora, y desde hace mucho tiempo, toda la historia antigua, y la que data del año 1 a la fecha, se cuenta a partir del nacimiento de Jesucristo. La mayor parte de los habitantes de la tierra, estoy casi seguro, no entienden bien el significado histórico que tiene ese gran suceso que es el nacimiento de Jesús, sin embargo, celebran en gran parte del mundo la Navidad , aunque no se esté plenamente conscientes de cuál es su significado. Por otro lado, en la noche del año que terminó y en los albores de este año que comienza se celebró, como en todos los años, con muy diversas modalidades y según los husos horarios de cada región del globo terráqueo, el Año Nuevo, este que es el 2022 de la era cristiana.
Puede ser que un gran número de habitantes del mundo ignoren que muchas cosas que hacen cotidianamente, las hacen en clave cristiana. Incluso, el hombre más ferozmente anticristiano que pueda existir, sabe que vive en el mes de enero (o febrero, o marzo) del año 2022 después de Cristo, muy a su pesar. Cualquier ser humano que en cualquier parte del mundo que decide hoy tomar un avión, un autobús, un tren o un barco, debe hacerlo, sin casi pensarlo, en la fecha que marca el calendario cristiano*. Lo más importante, sin embargo, no es el calendario. Lo más importante es la cultura y la civilización que el cristianismo nos ha heredado, sobre todo en Occidente.
La religión es el hecho cultural por antonomasia porque constituye una forma integral de vida. Es esa forma de vida la que ha trascendido y ha marcado el rumbo a muchas culturas a través de los siglos. Eso constituye la primera y más importante globalización que ha dado cauce a las demás (“mundialización”, según mi amigo Carlos Castillo Peraza, qepd que, entre otras cosas, decía: “cuando uno se muere no se va al otro globo, sino al otro mundo”).
Se preguntará el lector qué hay de herencia cristiana en lo que se refiere a la economía, a la creación de riqueza, a la suficiencia de bienes y la comodidad en la vida, así como a la expresión libre de las ideas, en la filosofía y en la ciencia. En estos temas, como en muchos otros, se ha malintencionadamente torcido la realidad, sobre todo en tratándose de la herencia del catolicismo en la historia. Las universidades (de universitas, universal), son producto de la Baja Edad Media. A ellas acudía a estudiar gente de muy diversos orígenes, según los cuales se reconocían los alumnos, formando naciones, que se agrupaban según su origen y su lengua materna.
Santo Tomás de Aquino, la eminencia intelectual más importante para la filosofía y la teología católicas, vivió en su tiempo (siglo XIII, d. C.) la explosión de la burguesía, producto de la liberación de los siervos de la plebe por los señores feudales (Los esclavos, a su vez, habían sido liberados, a través del tiempo, por la sucesiva conversión al cristianismo de sus amos, pasando así, a la condición de siervos). Esta nueva clase, producto del cristianismo, creó los gremios de industriales, albañiles, panaderos, herreros, curtidores, sastres, comerciantes, carpinteros, etc., y fundaron o reformaron ciudades (burguesía viene de burgo, ciudad), construyeron palacios, casas y maravillosas catedrales que siguen siendo el asombro de la humanidad. En pocas palabras, ellos, los burgueses, crearon y multiplicaron riquezas materiales y culturales. Las familias querían que sus hijos tuvieran un futuro mejor que el suyo. Esta nueva clase social estaba compuesta por gente que anhelaba aprender a leer y a escribir. Santo Tomás no negó esa realidad. La creación de riqueza, decía, no tiene que ser inmoral y la aspiración intelectual menos. La realidad terrena tiene su campo de acción, que no contradice la realidad espiritual según Santo Tomás. Floreció, gracias a las universidades, un humanismo basado en la filosofía y en la ciencia. Es de notar que la mayor parte de los filósofos y de los científicos de la época, incluso del Renacimiento, eran hombres de religión, pero poco a poco se formó una clase intelectual, secular, de gente que quería interpretar el mundo según su leal saber y entender. De esa misma época fueron, por ejemplo, Dante Alighieri, el Giotto, etc.
Volvamos a nuestro tiempo. Muchos de los habitantes de la tierra, especialmente de Occidente, no se han percatado, quizás, de las enormes ventajas que supone vivir en un mundo marcado por la cultura y la civilización cristianas. Es normal que la gente piense que todo siempre ha sido así, como hoy se vive, sobre todo los más jóvenes. Muchos no saben qué debió haber pasado para que se llegara, a través del tiempo, a lo que hoy somos. “El que ignora lo que sucedió antes de su nacimiento -advirtió Cicerón- es para siempre un niño”. No sé si el hombre y la mujer de hoy sepan, por ejemplo, que la dignificación del ser humano es fruto del cristianismo. “Un pueblo sin historia no está redimido del tiempo –sentencia T. S. Elliot-, porque la historia es un patrón de momentos eternos”. Saber que a través de estos dos mil años se ha hecho norma, por lo menos en Occidente, que todos los seres humanos somos iguales por el hecho mismo de ser humanos, es decir, hijos de Dios, es un saber fundamental. Santo Tomás de Aquino decía que el ser humano es “lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional” (Suma Teológica, 1ª. q. 29, a.3) Esta normalización de la igualdad dio, como consecuencia, la expresión positiva de los Derechos Humanos (El amanecer de los Derechos del Hombre, jean Dumond, Ed. Encuentro), no son, por cierto, invención de la Revolución Francesa, que fue esencialmente anticristiana.
Es esa dignificación la que hace, a cada ser humano, igual por naturaleza. Es la dignidad la que iguala al hombre y a la mujer, al niño y al viejo; al discapacitado y al atleta; al negro y al blanco y a todas las razas; al pobre y al rico; al ignorante y al sabio; al enfermo y al sano; al gobernante y al gobernado; al musulmán y al cristiano, o al de cualquier credo o sin él, etc. Es esa dignidad la que hace que la persona humana sea única, irrepetible (de cada ser humano no hay sino un ejemplar), es un fin en sí misma e idéntica a sí misma (no es parte de nadie, ni siquiera del cuerpo de su madre); su dignidad le impone no ser instrumento de nadie; es trascendente, por ser espíritu encarnado. Esa es la única igualdad real entre todos los seres humanos. En todo lo demás, somos diferentes. Los conceptos de no humillación, de respeto (no discriminación), de tolerancia y amor al prójimo, inclusive al enemigo, son conceptos cristianos.
Juan Pablo II dice en su Encíclica Evangelium vitae: “Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, en consecuencia, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que sólo deben reconocer, respetar y promover” (n. 71).
Sin embargo, paradójica y tristemente, la dignidad humana es cada vez menos valorada o bajo ataque en este mundo que se ha tornado insensible, relativizado, digamos que anestesiado, y que es manipulado por intereses que pretenden destruir nuestra cultura y civilización cristianas. Abrir el camino al relativismo social en lo individual, es proyectar el totalitarismo de Estado en lo político. Eso ha abierto la puerta para que muchos gobiernos y sus fanatizados legisladores aprueben leyes que tienen por objeto inventar derechos donde no los hay y no debe haber, e igualdades donde no las puede ni debe haber. Así como se ha normalizado la igualdad de todos los seres humanos en las constituciones de la mayoría de los países, también se ha normalizado, en muchos países, como paradoja, la negación de la humanidad de los bebés no nacidos que se consideran indignos de continuar viviendo y se les niega, como si fuera un derecho humano, su derecho a nacer.
Los tratados internacionales sobre derechos humanos, hasta la fecha, están inspirados en los valores cristianos: la vida, el matrimonio, la familia, la libertad de educación, la libertad religiosa, el interés superior del niño, etc., son valores arraigados en la naturaleza humana, en la ley natural. Algunos de estos tratados son: La Declaración Universal de Derechos Humanos, ONU, 10 dic. 1948 (Este no es propiamente un tratado, pero sí la fuente e inspiración de la mayoría de ellos); Declaración de los Derechos del Niño, ONU, 1959; Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ONU, 16 dic. 1966; Convención sobre los Derechos del Niño, ONU, 20 nov. 1989; Carta de la Organización de Estados Americanos, OEA, 30 abr. 1948; Convención Internacional Sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, etc., etc. Sin embargo, estos tratados están siendo ignorados o despreciados por muchos gobiernos, especialmente el de Joe Biden y el de E. Macron, que han insistido, el uno en la ONU y el otro en la Comisión Europea, en que estas instancias aprueben el aborto como si fuera un derecho humano. Como es fácil de observar, nuestra civilización no peligra solamente en el ámbito religioso, sino también en el filosófico, en el antropológico y en el ético.
Debo decir, para terminar, que esto y mucho más le debe el mundo al cristianismo y que los ataques a la cultura y a la civilización cristianas no es nuevo en la historia de la humanidad. No es más que la prolongación de la lucha entre el bien y el mal, entre el trigo y la cizaña. Al final, sabemos, triunfará el Bien.
*Hasta el 4 de octubre de 1582, todas las fechas corresponden al Calendario Juliano; al 4 le seguirá el 15 de octubre de 1582, que es el primer día del Calendario Gregoriano que nos rige hasta la fecha, es decir, se suprimieron 10 días.
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