Mientras leía la noticia sobre lo que ocurre en Ucrania, recordaba a los muchos optimistas que aseguraban que estabamos viviendo en el siglo más pacífico de la historia humana. Que las guerras y los conflictos armados cada vez iban en detrimento; que los pocos conflictos aún vigentes poco a poco se solucionarían. Mas no solo eso. Además traía a la mente aquello de que los hombres modernos ya habían dejado atrás el pasado bélico pues la razón, alejada del oscurantismo medieval, triunfaría en nuestros días.

Eric Hobsbawm, sin embargo, escribía en su obra Guerra y paz en el siglo XXI:

     Podemos aventurarnos a esbozar aquí una previsión: en el siglo XXI, la guerra no será tan sangrienta como lo fue en el siglo XX, pero la violencia armada, que dará lugar a un grado de sufrimiento y a unas pérdidas desproporcionadas, continuará omnipresente y será un mal endémico, y epidémico por momentos, en gran parte del mundo. Queda lejos la idea de un siglo de paz.

Y es que la idea de un hombre moderno y modernizado, un hombre que ha extendido su círculo moral y que cada vez es más empático con todos los hombres y con las demás especies no parece más que una simple ficción, una ilusión que promete lo que no puede cumplir. El hombre es el mismo en todo tiempo y lugar: sigue gobernado por los mismos instintos de siempre. En el interior de cada hombre, por mucho que lo nieguen los escépticos, paganos y ateos subsiste la tendencia al mal: la concupiscencia, el efecto del pecado original.

Así que mientras la solución se siga buscando en la misma humanidad herida por el pecado, todo esfuerzo por alcanzar la paz, acabará siendo un esfuerzo vanal. Si Jesucristo no reina en el corazón, en la familia, en el Estado y en las patrias, como otrora fue; la deriva del mundo es inminente. 

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