La obediencia al poder constituido- y recordamos que lo es en tanto es socialmente reconocido como potestad- no implica una aceptación de todos los actos de esa potestad. Un poder puede ser reconocido a la vez que sus actos pueden ser no aceptados: se reconocerá o no las personas, y se acepta o no los actos.
Esta distinción principal entre reconocimiento de una potestad y aceptación de sus actos aparece claramente, en tiempos modernos, siempre que la Iglesia considera un deber de sus fieles el reconocer a un determinado gobernante del que se puede esperar actos injustos. Así, muy especialmente, cuando el papa león XIII declaró la necesidad de reconocer la legitimidad del gobierno anticristiano de Francia, con profunda humillación de tantos católicos franceses que, como católicos monárquicos, venían oponiéndose a tal gobierno. Esta consigna pontificia, sin embargo, no implicaba la aceptación de todos los actos- empezando por el mismo orden legal- de tal gobierno, y que necesariamente habían de ser muchos de ellos ofensivos para la Iglesia y su doctrina. Como aquel gobierno mantenía un orden estable, aunque fuera injusto, debía ser reconocido como legítimo, como potestad, pero los fieles católicos debían oponerse singularmente a todos los actos injustos que aquel gobierno legítimo pudiera hacer.
Esta solución es sumamente importante para resolver tantos casos en que los fieles deben reconocer una potestad injusta. De hecho, se ha repetido en diversas circunstancias, y puede servir como módulo de conducta moral para cada caso concreto, sin necesidad de nuevas declaraciones del Magisterio de la Iglesia.
Creo que una de las claves principales para la integridad de la libertad personal está en la no implicación, en la obediencia o acatamiento debido a la potestad, de una aceptación general de todos los actos de esa potestad. La esclavitud consiste precisamente en lo contrario: e no poder resistir a los imperativos de aquel al que se reconoce como dueño. Cuando el sometimiento político al poder constituido implica la aceptación de todos sus preceptos, eso quiere decir que se renuncia a la libertad. En la genuina doctrina cristiana, esa servidumbre a los poderes seculares resulta inadmisible, pues tan vinculante o más que el principio petro-paulino de obedecer al poder constituido es la reserva de que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act. 5, 29), y el magisterio de la Iglesia ha recordado no hace mucho ese principio fundamental (“Dignitatis humanae” 11 in fine), aclarando que la resistencia lícita a la potestad no tiene más límite que los de la “ley natural y evangélica” (“Gaudum et spes” 74, donde parece olvidarse que la ley evangélica, en ese sentido de limitar la licitud de la resistencia, es ya de derecho natural). A pesar de ello, esta licitud de la no aceptación de los actos de la potestad no aparece hoy suficientemente destacada.
Álvaro D´Ors. La Violencia y el Orden. 1987.
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