Carlos X. Blanco
Antes de la pandemia, multitud de centros escolares ya se habían entregado con fervor a los planes de digitalización de la enseñanza. Por ejemplo, la Junta de Castilla-La Mancha aplicó el llamado “Programa Carmenta” que implicaba la adquisición (con préstamo de equipos a los niños de familias de rentas más bajas) de una tableta electrónica y el uso de libros en formato digital instalados en dichas tabletas. Las familias, so capa de que el Consejo Escolar y el Claustro docente había dado su visto bueno, se veían obligadas a comprar una tableta y, a la vez, los libros en papel que supuestamente dicha tableta iban a suplir, habida cuenta de que muchos padres se percataron en seguida de la imposibilidad de estudiar las lecciones sobre una pantalla digital. Así pues, como quiera que la familia no pudiera demostrar, con la Declaración del IRPF en la mano, una ostensible escasez de medios, ésta debía hacer un doble desembolso: comprar a la vez el dispositivo y el lote de libros.
Los fabricantes de dichos dispositivos se frotan las manos cada vez que una Administración Educativa impone uno de estos programas. Miles de niños de toda una comunidad autónoma del Estado tienen que dotarse del aparatito, a la vez que las editoriales venden por partida doble, de un lado una licencia digital y de otro lado el lote de libros que, siendo realistas, hay que seguir comprando. De otra parte, las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft), suministradoras de las aplicaciones, también.
En los anuncios propagandísticos de dichos programas, la autoridades y los maestros y profesores que, entusiastas, los deben poner en marcha, parlotean acerca de la seguridad digital, los buenos usos de los dispositivos, el control parental, la preservación de la identidad cuando se navega en red y las maravillosas oportunidades pedagógicas que se le abren al estudiante cuando aprende con estas herramientas. Pero la realidad fue muy otra. Los padres y los alumnos, en realidad, se encontraron, de golpe, en manos de empresas privadas, por ejemplo Google (o cualquiera otras de las GAFAM) que, ofreciendo supuestamente servicios y herramientas “desinteresadamente”, se dedicaban a espiar de la manera más abyecta a los niños. En 2020, una investigación fiscal desde los E.E.U.U. acusó a Google de espiar a los niños que empleaban herramientas como Google o GSuite que requerían el uso de cuentas infantiles y de menores, tanto en éste país como en España. Se escuchaban las conversaciones durante las clases online, se “minaban” los correos de los niños, se hacía registro de todas sus actuaciones en la red (incluso después de haber acabado el curso), se vinculaban los registros de estas actuaciones de los niños con la actividad de sus padres en la red. Toda una vergüenza.
Estas informaciones habrían sido suficientes para suspender programas como “Carmenta” y paralizar esta locura digitalizadora, que no supone más que emplear a los niños y menores de nuestro país como “materia prima” de la cual las grandes GAFAM obtienen ganancia. Sin embargo, las autoridades educativas españolas, tanto a nivel del Ministerio como en el ámbito de las autonomías, guardan un sepulcral silencio sobre ello. Sospechosamente, algunas administraciones han ido alejándose del gigante Google para acercarse a otros gigantes que, no obstante y en principio, podrían estar haciendo lo mismo. Cuando es tan grande el poder del capitalismo de la hipervigilancia, un padre o un docente debe saber que aquello que técnicamente es posible, aunque moralmente sea repugnante, hay que tener por seguro que se hará. Además, bajo la misma línea de sospecha y desconfianza hacia las GAFAM, que creo que están justificadas, hay que añadir: lo que ya ha hecho Google, lo puede hacer cualquier otra gran empresa tecnológica.
Es una verdadera desvergüenza que las administraciones educativas de toda España, y por lo que parece, de toda Europa occidental, quieran vendernos la idea de que la enseñanza digital no es más que un cúmulo de ventajas. Siempre llevaríamos el grito al cielo si nos hablaran de poner en manos de un niño o de un adolescente una dosis de droga o un arma de fuego y decirle, “¡vamos, úsalo, es bueno para ti!”. Sin embargo esto es lo que ha venido sucediendo sospechosamente con internet. En el momento en que la red de redes se “liberalizó”, y peor aún, desde el momento en que se generalizó el uso de los teléfonos inteligentes entre la población, incluyendo a los niños, nadie puso impedimentos para que los menores abrieran las puertas a la tecnoadicción, la violencia, la pornografía y otros contenidos nocivos. Hablarnos de técnicas con “control parental” es, hoy por hoy, como vender heroína a la puerta de los colegios con un prospecto que diga “si te drogas, hazlo de manera responsable”.
Es evidente que el negocio redondo que aguardaba al capitalismo tardío no se localizaba en adultos sensatos, que iban a usar la red mayormente por motivos laborales, académicos, culturales…El negocio redondo de esta nueva droga y arma de destrucción masiva de cerebros estriba en acceder al alma de los niños y menores. Las personas en proceso de formación quedan, literalmente, atrapadas en la red. Todas sus relaciones con el mundo y con los demás se establecen desde su teléfono móvil, artefacto del diablo que los padres claudicantes o, literalmente imbéciles, ponen en manos de niños que ¡no han terminado la Enseñanza Primaria! En cualquiera de los casos, en torno a los 12 años (primer curso de Secundaria), ya son mayoría los niños españoles que cuentan con teléfono inteligente portando datos de acceso a la red.
Que las administraciones educativas se conviertan en agentes comerciales al servicio lacayuno de empresas trasnacionales que no hacen más que multiplicar ganancias por cada año que pasa, es grave. Que las administraciones que deben velar por la salud mental y el progreso moral y cultural de los menores oculten a la sociedad todo el elenco siniestro de espionajes y violaciones cometidas por las GAFAM a las que ellos sirven, es también muy grave. Que estas mismas administraciones coaccionen a los docentes a “reciclarse” para utilizar unas tecnologías que nunca han demostrado sus beneficios en comparación con métodos tradicionales, que sí que han demostrado su eficacia a lo largo de los siglos, también clama al cielo. Si a ello le sumamos la ingente cantidad de evidencias médicas y psicológicas (eso sí, ocultadas al gran público) que indican que las nuevas TICS (Tecnologías de la Información y Comunicación) aplicadas a la enseñanza son muy nocivas, el escándalo se me antoja mayúsculo. Las aulas virtuales, el uso de ordenadores y tabletas así como la implantación obligatoria de aulas virtuales, el uso del móvil en clase (como si ya lo usaran poco en su tiempo de ocio), etc. está produciendo efectos devastadores: déficits de atención, de memoria, trastornos de hiperactividad, ansiedad, demencia digital, miopía, sedentarismo, pobreza lingüística, etc.
Ni padres, ni estudiantes, ni la sociedad en general parece estar interesada en frenar esta locura. Que de manera coactiva y compulsiva se quiera digitalizar la Escuela, desde las más altas instancias, y que la administración educativa haga de agente comercial de las GAFAM de esta manera, tiene que hacer despertar en el pueblo una fuerte hostilidad y resistencia.
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