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El polígrafo: la historia de una máquina que no funciona

Imagen con licencia Pixabay

Francisco Pérez Fernández, Universidad Camilo José Cela y Francisco López-Muñoz, Universidad Camilo José Cela

Tras un arranque fulgurante, la psicología del testimonio cayó en un letargo que se acentuó en la década de 1930, a pesar de que nunca dejaron de publicarse trabajos sobre el tema. En esos momentos, el foco de interés se trasladó a otras cuestiones adyacentes, como las relacionadas con los servicios de inteligencia, la investigación basada en registros psicofisiológicos, la profundización en la simulación y la disimulación de síntomas, y el asunto de la “detección de la mentira”. Precisamente en torno a este último tema debe mencionarse el nombre de un personaje ciertamente peculiar: William Moulton Marston.

Marston estudió en la Escuela de Leyes de Harvard, donde se licenció en 1915 para obtener la maestría en 1918. Allí asistió a las charlas sobre psicología del testimonio del controvertido psicólogo germanoestadounidense Hugo Münsterberg. Y le impactaron tanto que se matriculó en el doctorado en Psicología, preparando una tesis sobre la correlación entre los niveles de presión arterial de los sujetos y la insinceridad. Sentó así las bases para el nacimiento del polígrafo.

Una vieja idea

En la década de 1890, la Universidad de Harvard había adquirido uno de los primeros aparatos de registro fisiológico del mercado. Münsterberg lo utilizó para establecer correlaciones entre las medidas registradas y la veracidad de los testimonios emitidos por los sujetos durante el proceso. Se estableció la idea de que existía un rastro fisiológico directo y observable de la mentira.

Así, en sus vehementes textos apologéticos, Münsterberg defendió que la medida fisiológica de la sinceridad del testigo debería aplicarse al campo de la justicia. Hoy es obvio que se equivocaba. No existe un único patrón de respuesta fisiológica asociado a la mentira, del mismo modo que no se puede asegurar que una alteración fisiológica pueda vincularse de manera fidedigna a la mentira o a cualquier otra emoción paralela.

Cuando Marston convirtió la inspiración de Münsterberg en objeto de su tesis doctoral sabía que tales registros no ofrecían una “medida directa” de la mentira, sino una reacción fisiológica provocada por el posible malestar del sujeto al engañar de manera consciente. En consecuencia, el problema fundamental era discernir los cambios fisiológicos asociados al engaño consciente de los vinculados a otras emociones.

Marston pensó que sería posible “medir” tales parámetros fisiológicos específicos y diseñar una técnica de interrogatorio que los objetivara. Pero en 1921, tras culminar su tesis doctoral, con la que sentó las bases teóricas del polígrafo, no había logrado ninguno de sus objetivos dentro de parámetros científicos verificables.

Por otra parte, era ya un personaje poco popular y controvertido: convivía con dos mujeres en lo que consideraba su particular “utopía feminista”, mostraba cierta tendencia a “exagerar” sobre sus méritos personales, sus vínculos académicos eran irregulares y se vería inmerso en un proceso por estafa. Además, las autoridades se resistían a aceptar interferencias extralegales en los tribunales.

Sin embargo, en 1922, Marston trató de mostrar públicamente la validez de su metodología aplicándola al caso del afroamericano James Alphonse Frye, a quien se acusaba de asesinato. Tan convencido estaba de la eficacia del registro fisiológico mediante la presión arterial que utilizó un sistema médico convencional, un esfigmomanómetro y un fonendoscopio, entretanto realizaba a Frye las pertinentes preguntas.

Aseguró que el acusado era inocente, pero se negó a Marston la posibilidad de testificar, pues “invadía el terreno del jurado”, cuya prerrogativa era precisamente la de “medir” la sinceridad del acusado. Un fallo ratificado por la Corte Suprema en 1925 y que, en la práctica, expulsó la prueba del registro fisiológico del engaño de los tribunales.

Que viene la policía

Sin embargo, el de los interrogatorios policiales era un campo ajeno a la sentencia de la Corte Suprema. Por ello, fue en el terreno de la policía científica, impulsada en los Estados Unidos por August Vollmer, donde se recogió la idea para acometer el desarrollo de un aparato “detector de mentiras”. Una nomenclatura, por cierto, gestada en los medios de comunicación, así como en la publicidad, pues llegarían a producirse versiones domésticas del aparato –Marston también anduvo en ello–.

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En realidad, el registro poligráfico no “detectaba mentiras”: teóricamente, registraba cambios fisiológicos asociados a la actividad cognitiva de la insinceridad. El problema de fondo residía en que la persona sometida a la prueba, aunque sincera, podía experimentar reacciones fisiológicas colaterales “sospechosas” que no se podían discriminar.

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Leonarde Keeler, mediada la década de 1930, perfeccionó un modelo portátil de aparato para registro poligráfico, lo patentó e hizo un suculento –y deshonesto– negocio al introducirlo en el mundo empresarial.

Los métodos de Keeler despertaron la enconada oposición de John Larson, su otrora amigo y colaborador en Berkeley, así como perfeccionador del primer método de testeo poligráfico –la Relevant/Irrelevant Technique (o RIT)–.

Dado que Larson era cocreador del aparato y trataba de llevarlo a la respetabilidad científica, manifestó que los métodos de Keeler, de quien se demostró que no dudaba en emplear triquiñuelas para calibrarlo y así asegurar su “eficacia”, no solo eran científicamente inapropiados, sino también ideológicamente detestables.

Marston temió que no se reconocieran sus contribuciones. Publicó entonces The Lie Detector Test, un libro destinado a cantar las propias excelencias, en el que desgranaba todas sus experiencias en la investigación y aplicación del sistema de “detección de mentiras” desde 1915, pero la paternidad nunca le fue reconocida. Incluso intentó, sin éxito, lograr un puesto como “poligrafista” en el FBI. Sin embargo, terminaría ganando fama mundial por motivos completamente ajenos a este asunto, como la creación, en 1941, de la célebre Wonder Woman del cómic para DC. Superheroína que, por cierto, porta consigo su propio polígrafo portátil: el “lazo de Hestia”.

Falta de fiabilidad

La controversia ha sido una constante a la hora de validar la eficacia de este tipo de aparatologías, cuya penetración en la cultura popular ha sido enorme, pero cuyo rigor científico siempre ha estado en entredicho. El propio Larson reconoció que su técnica tenía serias limitaciones y nunca estuvo de acuerdo con la enorme importancia que otros llegaron a concederle, ni con su uso indiscriminado y políticamente discutible, al punto de que en 1961 llegó a lamentar el haber formado parte en su desarrollo.

Los partidarios más enconados del polígrafo defienden con gran optimismo que su tasa de acierto supera el 90 %. Otros investigadores, más objetivos, estimarían su fiabilidad –siempre asumiendo la tesis indemostrada de que la mentira tiene un registro fisiológico propio– entre el 64 % y el 85 % de casos.

Sin embargo, y precisamente por los márgenes de error estadístico que la técnica propicia, muchos sistemas judiciales la consideran inadmisible. Y no es para menos: si se acepta generosamente que acierta en un 75 % de casos, en una muestra de 1 000 personas acusadas de alguna clase de delito sometidas al polígrafo, y de las que 750 fueran realmente culpables, se podría llegar al falso positivo –o al falso negativo– en unos 180 casos.

Así, ante el descrédito progresivo de los sistemas de registro psicofisiológico y la facilidad con que ponen en riesgo los derechos fundamentales, la investigación científica en este ámbito se ha encaminado progresivamente hacia el campo de la credibilidad del testimonio.

Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia, Antropología y Sociología Criminal e investigador, Universidad Camilo José Cela y Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela

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Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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