Vivimos en una época en la cual, la incredulidad, la indolencia y la apatía, así como la enajenación y el ruido; nos alejan de una de las más sagradas e indispensables prácticas de todo cristiano: la oración, que de acuerdo con, el santo cura de Ars: “es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra”.
Desafortunadamente, aún los católicos, hemos adoptado el “espíritu del tiempo”, abandonando las oraciones que, a lo largo del día solían acompasar el ritmo entre el descanso y el trabajo y que permitían encontrar; al decir de Santa Teresa, a Dios entre los calderos, ofreciendo y santificando nuestras labores cotidianas. En su lugar, hemos adoptado un nuevo ritual cuasi religioso que, consiste en prender el móvil apenas despertamos, dedicándole nuestra más devota atención. A lo largo del día nos acompaña a todos lados y lo consultamos constantemente. Y al llegar la noche, le echamos un último vistazo antes de apagarlo para dormir, colocándolo, muchas veces, en la mesilla de noche para tenerlo al alcance de la mano en cualquier momento.
Si la dependencia a la tecnología y la adicción a las múltiples plataformas a las cuales tenemos acceso, nos distraen de las conversaciones con nuestros familiares y amigos, cuanto más nos distraen de la oración que requiere silencio, tiempo y un celo que, las múltiples distracciones cotidianas hacen cada vez más difícil. Dirigiendo nuestro tesón a la acumulación de bienes y riquezas ilusorias, hemos dejado de trabajar por tener un tesoro en el cielo, que sin la oración es imposible acumular. En lugar de adorar a Dios a través de la oración, adoramos al becerro de oro representado por un móvil del cual nos confesamos dependientes sintiéndonos; sin éste, desnudos, perdidos y vulnerables.
Dice San Agustín que: “la oración es, el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre”. Actualmente, el hombre sediento de Dios, trata inútilmente de calmar su sed en espejismos que endurecen el corazón y dejan el alma seca.
La cuaresma es una excelente ocasión para retomar esa sagrada práctica de la oración a través de la cual, el hombre eleva su corazón para hablar con Dios quien, por su amor y misericordia y a pesar de nuestra vileza y pecados, nos invita a confiar en El y llamarle Padre.
Santo Tomás de Aquino nos recuerda que son cinco las cualidades que se requieren en la oración. La cual debe ser confiada, recta, ordenada, devota y humilde.
Confiada, para acercarnos a Dios con gran fe y sin duda alguna de que Dios nos escucha y nos dará lo que pidamos, si es para nuestro bien. Por ello, la confianza implica el ponernos en manos de Dios con total abandono. Como nos ensena San Ignacio; estando dispuestos a todo y aceptando todo, con la infinita confianza de que Dios es nuestro Padre.
Recta, de modo que cuando oremos pidamos a Dios las cosas que nos convienen. Desafortunadamente, con mucha frecuencia pedimos, no lo que lo que deseamos. Con ello, nuestra oración, en lugar de elevarse a Dios se rebaja centrándose en el hombre pidiendo de acuerdo con el mundo y no con Dios. Afortunadamente, San Agustín nos recuerda que: «Bueno es el Señor, que a menudo no nos concede lo que queremos para darnos lo que más nos favorece».
Ordenada, lo cual significa recordar que, los bienes espirituales están sobre los materiales y que la salud del alma es mucho mas importante que la del cuerpo. Como afirma Cristo en el evangelio de San Marcos 8:36: “¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?
Devota, con fervoroso recogimiento de quien adora a Dios con el deseo de agradarle. La verdadera devoción brota de la caridad, que es amor a Dios y el amor al prójimo por Dios.
Humilde, para reconocernos pecadores y totalmente dependientes de Dios y así pedir y aceptar Su voluntad.
Si conociéramos, tanto del poder de la oración como la necesidad que tenemos de ella, no nos atreveríamos a empezar y a terminar el día sin postrarnos varias veces de rodillas ante Dios. Recordemos que, una oración sencilla, confiada y humilde abrió el cielo al buen ladrón. Porque el poder de la oración es tan grande que, no sólo es capaz de mover montañas, sino de transformar al más grande pecador en santo.
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