(Gaudium Press) Eliminar el sufrimiento es imposible, también es cierto que Dios nunca exige nada más allá de nuestras fuerzas: Deus qui ponit pondus, supponit manum — “Dios que pone el peso, pone la mano debajo”, dice el proverbio.
El dolor existe tanto en el camino de la santidad como en el camino del pecado; en el primero es siempre más suave y, al final, todo sufrimiento bien llevado da el triunfo, como recuerda San Alfonso María de Ligorio:
“Es necesario sufrir; todos tenemos que sufrir. Todos, sean justos o pecadores, llevarán la cruz. Quien la lleva con paciencia se salva, y quien lo lleva con impaciencia se condena. […] El que se humilla en la tribulación y se resigna a la voluntad de Dios es grano del Paraíso, y el que se ensoberbece y se irrita dejando a Dios, es paja para el infierno”.
Tan grande es la gloria que nos espera en la eternidad, en el gozo de la visión beatífica, que justifica todos los sufrimientos que nos puedan sobrevenir. En palabras del Apóstol: “los sufrimientos de la vida presente no tienen proporción con la gloria futura que se nos ha de revelar” (Rm 8, 18).
Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?
Cuando nos sobreviene un drama o un fracaso que no comprendemos, alegrémonos porque indica que llevamos en el alma la señal de los predestinados:
“Como Dios ha tratado con su Hijo amado, así tratará también con quien ama y adopta como hijo”.
Los dilemas, las decepciones, los desacuerdos, los contratiempos de salud, los malentendidos familiares, las dificultades financieras o los desastres son permitidos por la Providencia para nuestro bien.
Por eso San Pablo pregunta: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Dios, que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no podría dárnoslo todo junto con él? (Rm 8, 31b‑32).
“Todo” también incluye el dolor. Llenémonos, pues, de alegría, porque vamos caminando en esta Cuaresma, paso a paso, hacia la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo. Confiados en que la Providencia nunca nos desampara, abandonémonos enteramente en sus manos —como Abraham y el mismo Dios-Hombre— para que ella haga con nosotros lo que le plazca.
Obedecer la Voluntad de Dios
Dios espera de cada uno de nosotros este sacrificio: el desapego de lo que nos desvía del buen camino, o de cualquier aprensión que ate nuestro corazón a algo que no sea Él, y la docilidad respecto a su voluntad.
Ya que Él nos ha llamado a la santidad, Él quiere que seamos completos y que estemos constantemente con el cuchillo en el aire como Abraham. Si Abraham estuvo dispuesto a entregar a Isaac, ¿cómo no podemos estar listos para ofrecer lo que se interpone en el camino de la salvación y nuestra relación perfecta con el Señor?
¡Qué provechoso sería que nos propusiéramos ardientemente poner sobre la leña cada uno de nuestros caprichos, bajarles el cuchillo, y luego prenderles fuego, inmolándolos como holocausto a Dios!
De esta manera, como Abraham, nos liberaríamos de cualquier apreciación desordenada de las criaturas. Que consuelo sería poder escuchar la voz de Dios diciéndonos:
“Una vez que hayas rechazado todos tus apegos, los hayas quemado y los hayas puesto en un altar como sacrificio, te bendeciré, porque me has obedecido”.
Recordemos, pues, lo que enseñó Nuestro Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). Esta cruz no es pesada, sino que, por el contrario, aligera las cargas de nuestra conciencia. Significa obedecer la voluntad de Dios.
Por Monseñor. João Scognamiglio Clá Dias, EP.
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