Sergio Andrés Cabello, Universidad de La Rioja
La “España en la que nunca pasa nada” es un amplio territorio, periférico e intermedio. Son esas zonas que han quedado relegadas a un segundo plano en el tablero de la globalización. Regiones, ubicadas fundamentalmente en el interior peninsular y en la cornisa cantábrica, que rápidamente encajarían en el adjetivo de “provincianas”. No suelen aparecer en los medios de comunicación y muchas de las noticias que nos llegan de ellas hacen referencia a sucesos, anécdotas o costumbrismos. Pero en esa España vive una buena parte de la población y pasa todo, como en cualquier otro lugar.
El desequilibrio territorial es una constante tanto dentro de los países como en el interior de sus regiones. Hay unas zonas que se han desarrollado en mayor medida, generalmente las más industriales y dinámicas, así como los centros de poder político y administrativo.
En el caso de España, el proceso del desequilibrio territorial se ha centrado en la última década en gran medida en la despoblación del medio rural. La puesta en valor del mismo es una cuestión de justicia y de derechos, pero la despoblación no se ha revertido.
El éxodo rural en la memoria
Desde el punto de vista regional, el desequilibrio territorial se comienza a consolidar y a acelerar a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El éxodo rural nutría a las capitales y ciudades más importantes de sus provincias y, a su vez, también a los grandes centros urbanos e industriales.
Estos últimos atraían a población no solo de los pueblos, sino de esas otras ciudades medias y pequeñas. Además, se construían una serie de imaginarios colectivos que situaban a estos espacios como ámbitos a superar y que eran considerados de forma peyorativa.
Sin embargo, y en un proceso parecido al de las clases medias aspiracionales, estos territorios periféricos y ciudades medias y pequeñas fueron creciendo y ganando calidad de vida, dotándose de un valor social y simbólico que no tenían hasta entonces.
Este proceso alcanza su punto culminante en las décadas de los ochenta y los noventa del siglo XX, cuando se consolidan tanto el Estado de Bienestar como el Estado Autonómico. Ya no es imprescindible irse a Madrid, Barcelona o Bilbao para determinados proyectos de vida. Sin embargo, otros cambios estaban a punto de producirse.
De esta forma, a medida que comienza el siglo XXI, con la globalización y la crisis de 2008, estos territorios se ven inmersos en una serie de dinámicas que marcarán su futuro, como les ha ocurrido a las clases medias aspiracionales. Así, las bases de su crecimiento en las décadas pasadas comienzan a erosionarse o desaparecer. Buena parte de sus industrias o bien se deslocalizaron o directamente cerraron.
Por su parte, el sector primario ya se encontraba en una crisis estructural. Pero eran ciudades con buena calidad de vida, con servicios, con un turismo incipiente, con signos de estatus vinculados a la cultura, con infraestructuras, universidades, etc. A pesar de ello, parte de sus jóvenes, especialmente los formados en estudios superiores, tuvieron que buscar sus oportunidades y proyectos vitales de nuevo en las grandes ciudades.
En consecuencia, se ha venido consolidando una suerte de “efecto Mateo” territorial en el que “se le da al que tiene”. Y en este contexto globalizado, las vencedoras son las grandes ciudades que han ido concentrando más recursos, medios y oportunidades.
Las pequeñas y medianas ciudades, dentro de los territorios periféricos e intermedios, pueden seguir mostrando ciertos indicadores y valores vinculados a la calidad de vida, a la cercanía y a la tranquilidad, pero precisan de algo más. Se necesita un nuevo modelo territorial que busque y encuentre un equilibrio entre las diferentes zonas. Es un desafío complejo, nadie lo pone en duda.
Estos cambios deben producirse también en el interior de estos territorios, los cuales cuentan con una parte de sus élites que precisan superar ciertas dinámicas y despertar de algunos letargos. Por lo tanto, es necesario evitar caer tanto en la idealización de estas zonas como en discursos victimistas. Nos enfrentamos a un reto que afecta a la cohesión social y territorial. Si no se aborda de forma global, las consecuencias van a ser negativas para el conjunto de España. Igualmente, frenar o mitigar la despoblación del medio rural debe comenzar por esa visión de conjunto mucho más amplia.
Estas regiones tienden a envejecer
En la actualidad, encontramos no pocas personas que quieren realizar su proyecto de vida en estas ciudades y regiones, pero se encuentran con dificultades para hacerlo. Muchas son jóvenes que formarán sus familias, en el caso de que lo hagan, en otros territorios. En consecuencia, se acentuará el envejecimiento de estas regiones, ciudades y localidades. Además, la calidad de vida de estas zonas también se verá mermada ante menores oportunidades y salidas laborales.
Aunque cada región y cada ciudad cuenta con sus especificidades y diferencias, no cabe duda de que buena parte de España se encuentra bajo distintas variables de este proceso. Los territorios del interior peninsular, la cornisa cantábrica y las provincias más despobladas son las zonas más afectadas. Afrontar esta situación implica una nueva visión del territorio y tomar medidas que no sean cortoplacistas ni tampoco basadas en el mimetismo. Es fundamental recuperar el sector secundario y poner en valor el primario, entre otras acciones.
Por lo tanto, si no se actúa en relación a este escenario, la siguiente pregunta que tendremos que hacernos es: ¿qué va a pasar en la España en la nunca pasa nada?
Sergio Andrés Cabello, Profesor de Sociología, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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