(Artículo de opinión publicado en el Portal Avant el 3 de junio de 2.014)
Existe una palpable desafección a la actividad política entre los carlistas. Una explicación rápida (y bien razonable) es la completa colección de derrotas bélicas y políticas del carlismo a lo largo de sus 180 años de historia. Entre la mayoría del pueblo español en 1833, hasta el residuo medio clandestino de 2014, existe una nutrida nómina de fracasos de todo tipo.
La mera pervivencia del carlismo pese a esos fracasos, es suficiente prueba de que ellos no pueden ser la única explicación. En efecto, la fuerza del carlismo proviene de sus ideales. Ellos informan la cosmovisión del carlista, ellos le dan un motivo para luchar, ellos han guiado a los buenos reyes y han faltado en los malos.
Bien sabido es que el carlismo no es un partido político de corte liberal, de los que tratan de convencer al electorado para alcanzar el poder y desarrollar un programa de gobierno (y otros anhelos más inconfesables). Es un movimiento social y político, que quiere cambiar el sistema para restaurar el orden natural y cristiano en la vida pública según las líneas maestras de la Tradición política hispana. Retomar actualizadamente el hilo de nuestras costumbres políticas en el punto en que el triunfo del liberalismo lo cortó.
El carlismo es eso. Pero es más que eso. En todo carlista se alberga una persona con una visión muy particular del mundo, profundamente anclada a la voluntad de Dios. En el carlista se desarrolla la Teología católica aplicada a la realidad política. El carlista es el último teocentrista (que no teocrático) de nuestra sociedad. Un carlista ve marcado cada aspecto de su vida por sus ideales, no sólo en su vida pública, sino en también en la privada. Tras dos siglos de purificación en la desgracia, todo carlista es un cruzado y un asceta social. Una suerte de orden de caballería laica o tal vez, como muchos dicen, simples Quijotes.
Es empeño muy grande para reducirlo a una simple ideología. El tradicionalismo no es ideología, sino conjunto de ideales ordenados jerárquicamente que remiten en último extremo a Cristo. Es la vía genuinamente española para alcanzar la santificación en la vida pública.
Y es en esos ideales donde se apoya el carlista, donde hemos de ver la energía que le impulsa, y también la pieza que falla cuando el motor se para.
Son conocidos los cuatro elementos del cuatrilema: Dios, la Patria, los fueros y el Rey legítimo (o mejor, la monarquía legítima).
El primero que quiero comentar son los fueros. Los fueros (cuya separación doctrinal del concepto de Patria es relativamente reciente) constituyen lo más genuino del carlismo: Dios es uno para todos los hombres; hay otras patrias y, desde luego, hay otros reyes legítimos. Pero no hay fueros como los españoles. Más aún, no hay fueros similares a otros dentro de las Españas.
Precisamente porque son costumbre hecha ley, porque son pactados, porque emanan de forma natural y consensuada dentro de la sociedad, son fuertes en su esencia. Pero tras dos siglos de positivismo liberal, de imposiciones uniformadoras del derecho, de la picaresca institucionalizada de acatar leyes y buscar la forma de burlarlas sin cargo de conciencia, restaurar los fueros precisa, en nuestra sociedad, de una ingente labor pedagógica. Mostrar la riqueza y naturalidad de una legislación que se adaptaba a las necesidades de cada grupo social, de cada región, obliga al carlista a un apostolado largo, didáctico, costoso, con frecuencia desengañante y sin resultados a corto plazo, literalmente educando a los españoles en amar de nuevo sus derechos políticos y las responsabilidades sociales que conllevan, arrebatados injustamente por constituciones y asambleas parlamentarias.
Es tarea hercúlea y que, con los medios actuales, apenas alcanza para formar a los propios carlistas. Los hermosísimos fueros, el tesoro del derecho hispano, las libertades de nuestros mayores, los primeros en caer ante el embate liberal, son rechazados de entrada por la mayor parte de nuestros conciudadanos, por ignorancia y pereza. Las líneas de acción sobre este asunto en las últimas décadas, han ido más bien en la dirección de afianzar conceptos como subsidiariedad, comunalismo, corporativismo, cooperativismo, cuerpos intermedios, distributismo, mandato imperativo… algo así como echar los cimientos de la casa. Queda tanto y tan difícil camino en ese sendero que no podemos hallar aquí ni la causa ni el remedio para la desmovilización del carlista.
Quiero decir también un par de palabras sobre el concepto de Patria de nuestra bandera. Pocos carlistas hoy en día se paran a pensar en el significado que nuestros mayores daban a esa palabra. Cuando uno lee textos de las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX, constata que los autores contrarrevolucionarios asocian indefectiblemente la Revolución a «lo extranjero» (en nuestro caso, fundamentalmente, «lo francés»). Ese motejo (en parte injusto, pues una doctrina contrarrevolucionaria excelente provenía también del extranjero) era una simplificación de buenos efectos propagandísticos: en una sóla palabra resumía una resistencia a ideas perversas venidas «de fuera» que intentaban sustituir la tradición política católica hispana, así como imposiciones gubernamentales emanadas desde París o Londres que amputaban nuestra independencia y soberanía. En ese sentido, el amor a la patria era (de froma muy fiel a su sentido etimológico) un amor a nuestros antepasados («nuestros padres») y sus usos religiosos, jurídicos y políticos. En la guerra de España contra Napoleón (la mal llamada «guerra de independencia») ambos conceptos eran equivalentes: luchar contra «el francés» era luchar contra la Revolución.
Sin duda, con el tiempo el concepto de Patria se ha visto matizado, ampliado o enriquecido, pero no olvidemos que cuando un carlista de 1833 (o de 1823) levantaba el estandarte con el trilema, «Patria» quería decir «Tradición» y «soberanía»; no simplemente unidad territorial o lengua común.
Y viene esto a cuento de que, a diferencia de los fueros, Patria es un concepto fácilmente accesible para todos. Y en nuestra desventurada España, pese a la denigración a la que se ha sometido el concepto, mucha gente se siente llamada poderosamente por el amor a su tierra. Por desgracia, hoy en día la palabra se ha tornado polisémica, y si para nosotros puede significar Tradición política hispana, para otros signfica nacionalismo español (o peor, nacionalismo castellanocentrista), uniformización, nacionalcatolicismo, e incluso liberalismo centralista (véanse jacobinos puros como Pérez-Reverte tratando de reclamar para su piara el concepto de Patria, al estilo de las repúblicas masónicas americanas).
Viene esto a cuento de la frecuencia con la que se intenta invitar a los carlistas, con la excusa de «unirnos en lo que estamos de acuerdo» a supuestos «frentes patrióticos» donde uno se puede encontrar desde nazis hasta neoconservadores o populismos personalistas. No, eso no nos une. Nosotros tenemos muy claro lo que significa Patria. Nada importa que nos tachen de estar «anclados en particularismos secundarios»: si la idea nos repele de forma consustancial es porque no estamos unidos en lo principal. Una relación semántica no es base para la acción política.
Con tan confusa noción de patria, y unos fueros de tan difícil exhumación (lo que no deja de ser una constatación práctica de la desorganización social tan aguda que padecen los españoles desde el triunfo del liberalismo), queda a mi juicio reducido el problema de la acción política del carlismo al primer y al último ideales.
En efecto, no es casual que Dios y el Rey queden como las últimas anclas del carlista contemporáneo. No olvidemos que la primera consigna del carlismo fue, precisamente, «Altar y Trono», como resumen de los órdenes sobrenatural y natural al que se sujetaba, finalmente, la comunidad política hispana.
Una de las anécdotas más conmoverdoras de mi experiencia en el carlismo es la de aquel requeté, anciano de más de noventa años, al que escuché decir hace mucho tiempo que, si las cosas se ponían feas, y volvían a asaltar las iglesias, él no dudaría en tomar su viejo máuser, o cualquier otra arma que hubiese a mano, y defendería el altar de la parroquia del pueblo con su vida. En su voz y en sus ojos estaba la sencillez y fatalismo de quién expresa un sacrificio incontrovertible y perfectamente asumido. En esa frase está resumida toda una forma de entender la política, martirial y comprometida. En este comentario está resumido el significado de la palabra lealtad.
Para el carlista, la defensa de la Iglesia católica es el eje sobre el que todo gira. Defensa de las enseñanzas del Magisterio, en casa, en el trabajo, en la escuela y en el ayuntamiento. Defensa del culto, de la devoción, de la religiosidad popular. Defensa de los templos, los monasterios, las inscripciones y monumentos religiosos. Defensa, al fin, de la presencia del cristianismo visible en España, de la fe que en aquel lejano 589 la conformó como nación, y a la que dio reyes, obispos, papas, monjes, científicos, literatos, artistas, místicos, aventureros, guerreros y sesenta generaciones de pueblo cristiano al servicio de Dios.
Para bien y para mal, la Iglesia católica es una organización jerárquica. Así ha pervivido y crecido, por voluntad del Espíritu Santo, durante veinte siglos. Nos guste o no, no hay enseñanza más clara en la historia reciente de España que la de que no puede existir activismo católico en política sin el favor de los clérigos. El advenimiento del liberalismo en nuestra patria (los hijos de las tinieblas son más astutos que los de la luz) procuró en sus primeros pasos garantizar los privilegios del clero, permitiendo que la mayor parte de los altos prelados, fiados en las promesas de la corona dominada por los revolucionarios, apoyaran a la regente María Cristina. No faltaron entre ellos ilustrados que sinceramente profesaban las doctrinas liberales. Entre el bajo clero, no obstante, la presencia de juramentados fue infinitamente menor. Fueron los curas y los frailes los que alentaron al carlismo en las primeras décadas. Curas trabucaires, curas consecuentes, curas amantes de su grey, sobre los que se desató todo el odio de los liberales progresistas, por oponerse al avance de su devastación, animando el espíritu del pueblo español (particularmente en las zonas rurales) a resistir encarnizadamente a las hordas de la hidra revolucionaria. Alimentaron así la Causa de la Legitimidad, permitiéndole en buena medida verse como auténticos cruzados, justificar en los más altos ideales el destierro, la ruina y la muerte.
Los papas ejercieron también el apoyo supremo, condenando las ideas tras las que se escondían los gobiernos usurpadores presuntamente «de orden» de Madrid. Desde Gregorio XVI con la Mirari Vos, hasta el beato Pío IX con la inmortal Quanta Cura (el Syllabus), el combate en los campos de batalla se veía justificado y alentado por las enseñanzas del sucesor de Pedro. La caída de Roma ante el reino masónico de Victor Manuel de Italia (en cuya defensa, por cierto, participaron muchos carlistas, encabezados por el infante don Alfonso Carlos de Borbón-Braganza) en 1870, tuvo una importancia capital en el curso histórico del carlismo, no menor que la derrota definitiva de las tropas de SMC don Carlos VII seis años más tarde. A partir de entonces, y desde el reconocimiento por parte de León XIII de que un católico podía participar lícitamente en el sistema liberal (lo cual conduciría al liberalismo católico y, a la postre, a la democracia cristiana), los carlistas se vieron privados progresivamente de su papel como legítimos defensores de las enseñanzas de la Iglesia en política.
Si el carlismo, no obstante, pudo seguir viéndose a sí mismo como el único movimiento político que defendía íntegramente la doctrina social de la Iglesia, sin componendas ni transacciones, y si pudo seguir contando con la simpatía (e incluso el apoyo) de una parte no desdeñable del clero español, todo ello se vino abajo con las convulsiones que se produjeron en la Iglesia católica en los agitados años posteriores al Concilio Vaticano II. No es necesario que nadie nos diga lo que supuso ese malhadado «espíritu del concilio» en nuestra Comunión, desde muchos carlistas de base hasta la propia dinastía legítima.
Actualmente, los obispos españoles nos ignoran o directamente nos censuran, salvando unas pocas y honrosas excepciones que, en cualquier caso, no se atreven a manifestar su apoyo en público. La entrega al sistema liberal ateísta surgido de la constitución de 1978 es total, y aquellos que recordamos su oposición al magisterio multisecular de la Iglesia somos incómodos pepitos grillos a los que desalentar para que callen de una vez.
Los carlistas no somos ángeles, sino seres humanos. Que los ministros de aquel altar al que queremos servir y defender sean con nosotros fríos o despectivos (mientras muchos de ellos lisonjean servilmente todo tipo de opciones anticristianas, desde el liberalismo conservador hasta el socialismo, sin privarse del progresismo o el idolátrico nacionalismo) es una herida que cada carlista lleva permanentemente en su alma. Una herida profunda, dolorosa, lacerante, que no es raro que aflore en comentarios llenos de desconfianza y amargura cuando se toca el tema de «los curas». De cruzados de la Causa hemos pasado a incómodas antiguallas de museo para los mismos a quienes salvó de la desaparición el sacrificio de tantos buenos requetés durante la Cruzada nacional de 1936 a 1939.
Que los consagrados a Cristo desprecien y zahieran de tal modo a los laicos que más genuinamente queremos servirle… nadie puede esperar que tales cosas no acaben por provocar el retraimiento del más pintado. Cuando el capitán abandona el estandarte, los soldados no aguantarán mucho tiempo en combate.
Y si los clérigos y religiosos fueron el espíritu de la Causa, la monarquía católica fue la cabeza de la misma. En el ideario carlista, el Rey legítimo, el rey injustamente apartado de la sucesión por los triunfantes enemigos de España, era mucho más que un «pretendiente». Él encarnaba verdaderamente la Justicia, la Paz, la Soberanía. Él defendía a los pobres de la opresión de los poderosos. Él era la encarnación rediviva de David y Salomón, de Pelayo y san Fernando. Él era, en fin, el auténtico y único Padre de la Patria.
El Rey legítimo era para los sencillos carlistas la personalización de todos sus ideales en una institución. Por él valía la pena luchar en combates que parecían perdidos de antemano, padecer y morir. Él era quien arbitraba entre las proverbiales diferencias y rencillas entre carlistas, quien tomaba las últimas decisiones tras escuchar el consejo de los sabios y del pueblo a través de sus legítimos representantes, quien mantenía el orden y empuñaba el timón. Él garantizaba la existencia de la España auténtica, mientras la real se hundía en el marasmo del liberalismo triunfante, sus constituciones efímeras y sus golpes de estado militares.
Los hubo que, en persona, llegaron a representar fielmente (con sus defectos humanos, claro está) esos ideales: SMC don Carlos V, SMC don Carlos VII, SMC don Javier. Otros hicieron lo que buenamente pudieron, y algunos, como SMC don Juan III, fallaron gravemente a sus obligaciones, mereciendo la deposición. Estas oscilaciones nunca hicieron vacilar la fe de los carlistas en la monarquía: mientras existiese la corona en las sienes de un rey legítimo, los errores personales de sus titulares podían subsanarse sin daño para la patria.
Pero de todos es conocido que la propia dinastía legítima hizo defección de los ideales tradicionalistas a finales de la década de 1960, y más terriblemente, en la persona de don Carlos Hugo de Borbón-Parma, el príncipe de Asturias llamado a convertirse en rey legítimo, y que terminó protagonizando el más trágico de los sainetes políticos de la historia reciente del carlismo: la destrucción del carlismo como organización, como movimiento político, como Causa sobrenatural; y la destrucción añadida de su propia persona (¡qué tristes enseñanzas nos dan sus últimos años!) y la de su familia.
Aquel llamado a unir, dividió; el que debía representar los ideales, los traicionó; quien debía encabezar la oposición al liberalismo y sus abortos socialistas, sometiéndose pública y servilmente a ellos. Y desde entonces, ya no ha habido familia real a la que acogerse: hermanas entregadas al comunismo malviviendo de pensión en un piso parisino; infantes de la dinastía ausentes que se arrogan representatividad mientras su vida pública nada tiene que ver con la tradición; nietos de reyes, en fin, que en una sóla generación de descarrío parecen no haber conocido jamás lo que es el carlismo.
El pueblo carlista, que amó con absoluta locura a sus reyes durante los tiempos duros de la lucha, la persecución y el exilio, ha quedado, verdaderamente, huérfano de padres. Ha quedado descabezado. Ha quedado sin autoridad para conciliar o marcar el rumbo. Y todo el esfuerzo, la buena voluntad y el trabajo ingente de cualquier organización política que trate de suplir esa falta, con el tiempo, acaba perdiendo su sentido. La formación de juntas regionales y nacional en la Comunión Tradicionalista, en un encomiable intento por emular a aquellas formadas en la ausencia del rey por la ocupación francesa, agotan su provisionalidad conforme pasa el tiempo: nuestros particulares «Fernandos VII» llevan ausentes cuarenta años, y parece que se han pasado al bando de Napoleón.
Si alguien quiere saber la causa de la desmovilización del carlismo, que no la busque en circunstancias coyunturales, o en resultados electorales adversos, o en diferencias humanas entre carlistas. Que no pretenda resolverla con un «y tu más» hacia otros correligionarios, con fantásticos planes de expansión mercadotécnica, con una «actualización» de los principios, o su ocultación.
Los ministros del Altar de nuestro Dios nos han dado la espalda, y el Trono está vacío, con aquellos llamados a ocuparlo ausentes indefinidamente. Esa es la causa de que los antaño entusiastas carlistas, que siendo diez parecían mil, y siendo cien, diezmil, se hayan convertido en una colección de indiferentes. Los puntales del cuatrilema se desmoronan, y perdemos nuestra identidad.
El trabajo heróico de unos pocos, el entusiasmo del converso, las maniobras puramente humanas, pueden prolongar un tanto más esto, pero no para siempre. Si no somos conscientes de ello, nos engañaremos miserablemente.
¿Qué hacer? ¿Qué está en nuestra mano? Ese es el gran debate que debe abrirse dentro del carlismo. Ese debate no puede prolongarse más, porque continuará la desmovilización, de los veteranos ya amargados de 40 años de desengaños, y de los jóvenes impedidos de desarrollar su vocación.
El auxilio de la Providencia no ha faltado al carlismo: siempre derrotados, nunca vencidos. Confiemos en ella, que nos sostendrá. No faltemos a la oración, pues Nuestro Señor muestra caminos en medio de la niebla más espesa.
Sucederá lo que Dios quiera, pero asegurémonos bien de hacer lo que debemos.
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