José Vicente Martínez, Sacerdote.
Ciertamente sólo hace falta abrir los ojos para caer en la cuenta del grado de descristianización y deshumanización en el que se encuentran nuestras sociedades occidentales, España entre ellas.
Sin embargo, esta situación no es producto de la nada o del azar.
Por una parte es fruto de las ideologías que pretenden hacernos vivir como si Dios no existiese o no tuviese nada que ver con nuestra vida. Ese proceso comenzó con la famosa Revolución francesa y con la Ilustración no cristiana.
Se empezó atacando al Papa, a los obispos, al clero y a los católicos en general. Luego vinieron más desmanes que tenían la intención de acabar con todo rastro de Religión.
Dios ya no era el amigo del hombre, sino su peor enemigo, su mayor rival.
Algunos cristianos se lo creyeron y, dejándose llevar por el miedo, las modas y las nuevas costumbres, empezaron a no dar importancia a lo que sí la tenía, la tiene y la tendrá. Empezaron esos cristianos a desobedecer a los Pastores de la Iglesia, que por cierto, no nos hablan en nombre propio, sino en el nombre del Señor.
Ya no hacía falta amar a Dios sobre todas las cosas, porque Dios no era alguien o algo relevante en la vida, sino un invento del clero.
Ya no hacía falta santificar el santo nombre de Dios ni respetarlo, ni era necesario participar en la Misa todos los domingos y fiestas de guardar. ¿Para qué?
Cuando uno llegaba a la mayoría de edad o incluso antes, ¿por qué motivo debía honrar a su padre y a su madre?
¿Por qué hemos de amar y respetar a todas las personas, incluso a nuestros enemigos tal y como el Señor Jesús nos manda en el Sermón de la Montaña?
¿Para qué orar si todo sigue igual?
¿Por qué nos hemos de atener a la moral revelada por Dios a través de la Historia de la Salvación, moral que la Iglesia nunca ha dejado de predicar y aconsejar?
Algunos todavía se preguntan si el ser humano puede cometer actos impuros. ¿Qué es eso de cometer actos impuros? ¿Cuáles son esos actos?
¿Por qué es necesario vigilar para que nuestros pensamientos, palabras y obras sean acordes con la voluntad de Dios?
¿Y qué decir de los llamados pecados de omisión?
¿Es que acaso se puede pecar por omisión?
¿Hay una doctrina y una moral universales y valederas para todos los hombres y para siempre?
No solo es que se empezaron a poner en solfa estas cuestiones, sino que algunos pretendieron imponer esos estilos de vivir al resto de la sociedad, sin tener en cuenta la voluntad de Dios, que viene expresada por la predicación y las enseñanzas de la Iglesia.
Y fueron pasando los años hasta que llegamos a la era de la industrialización, con sus cosas positivas y negativas.
Fue positivo el valor dado al trabajo y a la dignidad de los trabajadores.
Fue totalmente negativo vivir solamente para trabajar y para hacer dinero, para nada más.
El hombre cayó en la peor de las idolatrías: la del dinero, que casi siempre va unida a la del poder mal entendido.
Y llegamos al siglo XX con sus dos guerras mundiales, odiándonos y matándonos unos a otros como si nosotros mismos fuésemos los dueños y señores de nuestra vida y de la vida de los demás.
Además, en nuestra querida España sufrimos la intolerancia y las agresiones de la II República y a partir de 1936 la llamada guerra civil, una guerra entre hermanos que no cesó hasta 1939.
Por gracia de Dios, desde 1962 hasta 1965 la Iglesia Católica celebró el Concilio Vaticano II. Fue verdaderamente un acontecimiento de gracia y bendición para la misma Iglesia y para la entera sociedad.
Los Papas Juan XXIII y Pablo VI sabían bien lo que hacían y guiaron a los fieles por el camino de la Santidad, que cada uno debía practicar según las condiciones ordinarias de su existencia cotidiana, es decir, con los pies en la tierra y el corazón orientado hacia el Cielo, sin evadirnos de nuestras responsabilidades temporales.
Luego vino la crisis del postconcilio y el choque entre diversas formas de entender y vivir la fe cristiana.
Crisis en lo doctrinal, en el campo litúrgico, en la moral personal, familiar, social.
Crisis al interior de la Iglesia y también fuera de ella.
Y he aquí que, tras el brevísimo pontificado de Juan Pablo I, Dios nos regaló a San Juan Pablo II, el atleta de Cristo, el misionero itinerante por los caminos del mundo, incansable evangelizador y apóstol de los jóvenes, de los matrimonios, de las familias, de los sacerdotes, de los ancianos, de todo el Pueblo de Dios.
No le faltaron críticas, incluso desde el interior de la Iglesia. Como tampoco le faltaron a su Sucesor el Papa Benedicto XVI (hoy emérito) y al actual Papa, nuestro amado Francisco, que siempre acaba sus intervenciones pidiéndonos que, por favor, recemos por él.
Ante la situación de la propia Iglesia, muy dañada por la crisis de los abusos del clero, y ante la situación de nuestro mundo, de la sociedad en la que vivimos, con todas sus cosas buenas y positivas, que son muchas, pero también con sus cosas negativas y regulares, ¿qué diremos?
Simplemente que los cristianos de hoy necesitamos ser renovados espiritual y moralmente. Necesitamos una vigorosa conversión a Dios.
Porque solo desde ahí, desde ese estar arraigados en el Dios vivo y verdadero que se nos ha revelado en Jesucristo, estaremos en condiciones de poder evangelizar nuestro mundo, de poder transmitirle y comunicarle la Buena Noticia del amor de Dios y de la Salvación que Cristo nos obtuvo gracias a su Misterio Pascual.
Esa apertura a Cristo da sentido a nuestra vida en este mundo y al mismo tiempo nos abre las puertas de la Eternidad.
Sí, verdaderamente pienso que ésto es lo que con mayor urgencia necesita España, Europa, el mundo entero: creer y confiar en Jesucristo y poner en práctica su Mensaje Salvador, pues fuera del Hijo de Dios no hay salvación posible (por muchas vueltas que le demos)
Nos dijo Jesús: «el que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama»
Que el Espíritu Santo Defensor nos conceda aquello que más necesitamos en la coyuntura actual. No dejará de hacerlo si se lo pedimos con fe.
José Vicente Martínez, Sacerdote, abril de 2022.