Por Javier Urcelay
Desde su nacimiento, el Carlismo estuvo con frecuencia sometido a divisiones internas. Un rasgo no diferente, por cierto, del que ha caracterizado a otras fuerzas políticas con largo recorrido histórico -piénsese, por ejemplo, en el socialismo o en el propio conservadurismo liberal-, víctimas igualmente de ese individualismo tan típico de los españoles, siempre proclives a preferir ser cabeza de ratón que cola de león.
En el caso del Carlismo, las sucesivas derrotas militares y políticas tampoco contribuyeron a fraguar la unidad. Es bien sabido que el poder es la mejor argamasa para la coincidencia, y que la derrota y sus secuelas -persecución y marginación- no son precisamente factores que conduzcan a la armonía, sino más bien lo contrario.
Aún así, el Carlismo se unió siempre en los momentos históricos en los que se imponía la defensa in extremis de la Religión y la Patria por encima de cualquier otra consideración. Así fue en el llamado Sexenio Revolucionario -acabamos de celebrar el 150 aniversario del levantamiento carlista de 1872 para combatirlo-, y también en la Segunda República.
El Carlismo llegó al 14 de abril de 1931 desunido en varias facciones, entre las que jaimistas, integristas y mellistas eran las más importantes. Sus diferencias procedían de viejas disputas “doctrinales”, entremezcladas, como siempre, de simples o complejos personalismos.
La puesta de manifiesto del sectarismo republicano a las pocas semanas de su proclamación, con la quema de conventos, y la evidencia de los riesgos que conllevaba, animó a la búsqueda de la unidad, que se vio favorecida por el repentino fallecimiento de Don Jaime de Borbón el 2 octubre de ese año y la recaída de los derechos dinásticos en su tío Don Alfonso Carlos I, quien confirmó al marqués de Marchelina -hasta entonces jefe del jaimismo- como su jefe delegado.
El absoluto rechazo hacia la República anticlerical acercó a las tres ramas del tradicionalismo, que celebró en junio de 1931 actos públicos de asistencia masiva llamando a la reunificación de todos los carlistas.
Por fin la ansiada unidad se produjo a comienzos de 1932, con la reintegración de las tres corrientes en la Comunión Tradicionalista. La unidad permitió al Carlismo dar la batalla parlamentaria, relanzar su red de prensa, incrementar exponencialmente sus efectivos y preparar el golpe contra la República, que finalmente llevaría al Alzamiento Nacional de julio de 1936.
Coadyuvó a hacer posible la unidad la personalidad del jefe-delegado D. José Selva Mergelina, marqués de Villores, de quien Melchor Ferrer destacó sobre todo unas prendas humanas que, sin duda, ayudarían a la concordia: «Una de las cualidades que fijan más al Marqués de Villores era su sencillez y su bondad. En esto nadie le superó. Fue siempre cariñoso con los humildes y abierto a toda comprensión».
El marqués de Villores murió el 10 de mayo de ese mismo 1932, sin apenas tiempo de ver los frutos de esa unidad lograda.
Se cumple en estos días el 90 aniversario del fallecimiento de aquel prócer carlista, ejemplo de esa disposición del corazón que hace posible el entendimiento y el acuerdo, bajo cuyo mando se recuperó la unidad de todo el tradicionalismo. Una unidad que hoy el Carlismo celebra al tiempo que añora, escindido de nuevo entre miembros de la CTC, sixtinos y carlosjavieristas de diversas sensibilidades.
Una fecha excelente para reflexionar sobre los torpes impedimentos que hoy dificultan una unidad de acción que la situación de nuestra patria demanda, y que un mínimo de visión de futuro hace indispensable, si no se quiere que lo que aún queda de Carlismo desaparezca entre pretendidas buenas razones y capillitas de personalismos.
Elevemos una oración en recuerdo de aquél buen español que fue el marqués de Villores, en el 90 aniversario de su fallecimiento, y pidamos también a Dios para que algún día, más cercano que lejano, todos los carlistas vuelvan a trabajar unidos al servicio de los viejos principios de Dios, Patria, Fueros y Rey.
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