El cuatrilema Dios, Patria, Fueros y Rey ha sintetizado la doctrina del Carlismo desde sus orígenes hasta nuestros días. Cualquiera que se acerque a la historia carlista apreciará esa admirable continuidad y fidelidad a esa síntesis doctrinal que representa el cuatilema, sólo interrumpidaa en la segunda mitad del siglo XX por quienes prefirieron dejarse seducir por las corrientes de la época. Un descarrío en todo caso minoritario y en trance de superación por vía de autofagia.
A pesar de esta unidad centenaria en torno a ese cuatrilema grabado a fuego, sangre y sacrificio en el alma del Carlismo, la unidad orgánica ha sido siempre ave esquiva y difícil de lograr o mantener, habiendo sido varias las facciones que el Carlismo ha albergado históricamente en su seno, en cada época con sus particularidades, y que se prolongan hasta nuestros días.
Para unos carlistas acostumbrados a afirmarse contracorriente y sin importarles el qué dirán, el riesgo ha sido siempre preferir ser jefe de partida que oficial de un ejército regular. Aunque todas las partidas proclamaran luchar por una misma bandera.
¿De dónde puede provenir al menos parte del problema, de esta falta de unidad?
Si observamos atentamente la situación actual, diríase que en el Carlismo conviven -han convivido quizás desde hace mucho tiempo- dos almas, que no son más que dos expresiones de dónde se pone el acento dentro del cuatrilema proclamado por todos.
La primera alma es la que podríamos llamar el alma teológica, contenida en el primero de los principios del cuatrilema: Dios.
Para un sector del Carlismo -mayoritario a lo largo de la mayor parte de su historia y, ciertamente, desde la II República hasta nuestros días-, la esencia del Carlismo es la afirmación de la Realeza Social de Cristo, la unidad católica de España y la lucha contra la Revolución, entendida esta como proceso histórico de subversión del régimen de Cristiandad, que empieza en el nominalismo, continua con el protestantismo, la ilustración, el liberalismo, el marxismo y llega hasta nuestros días, con esa mezcla de todos los males que es la llamada “civilización moderna” o lo que sus propios defensores llaman progresismo.
El Carlismo es para esta corriente, pues, esencialmente un movimiento contrarrevolucionario, fiel a la misión, encomendada por San Pío X, de restaurar todo un mundo desde sus cimientos, para volver a situar a Dios en el centro. Se trata de proclamar los derechos de Dios, frente a la pretensión de crear un mundo en el que el hombre sea la medida de todas las cosas. De afirmar la soberanía de Cristo frente contra la voluntad propia de la Revolución de crear una nueva humanidad en la que Dios no tenga ya ningún lugar.
El Carlismo representaría, de esta manera, sobre todo un catolicismo militante, defensor de la doctrina política y social de la Iglesia, especialmente de las grandes encíclicas de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, y para el que la Tradición constituye la inserción en esa corriente de defensa de la Fe que constituye la quintaesencia de la misión histórica de España como nación.
Dios y Patria se funden así como acento principal de este Carlismo de fuerte matriz teológica, para el que todo lo demás quedaría subordinado. Carlismo para el que la ortodoxia doctrinal y disquisición del error son fundamentales, lo que concede una importancia primordial a la esfera teórica, al estudio de las ideas y a la formación doctrinal.
Su riesgo consiste, por ello, en incurrir tanto en el academicismo como en un cierto elitismo, con el alejamiento consiguiente de las bases populares del Carlismo y, si se quiere, incluso de alejamiento de la realidad social. Vivir en el mundo puro de las ideas permite mantenerse en una posición inmaculada, pero a veces se puede traducir en soberbia intelectual, rigorismo y desprecio por los que, ensuciados por el barro del camino, se ven como “mestizos”, contaminados de liberalismo o claudicantes.
El extremo de este Carlismo teológico es encaramarse en supremo arbitro del bien y del mal e instancia dispensadora de títulos de ortodoxia, incluso por encima de la autoridad jerárquica y magisterial de la Iglesia, a la que se llega a mirar con recelo y sospecha.
El antídoto contra tales desviaciones, y lo que mantiene a los verdaderos carlistas de acento religioso en el marco del verdadero Carlismo, es la caridad que nos insta a aceptar la debilidad y la imperfección como consustanciales a la naturaleza humana y de las sociedades; el mandato evangélico que nos mueve a no romper la caña quebrada y no apagar la pavesa que aún humea.
El Carlismo de acento teológico alimentó tradicionalmente su veta popular mediante las romerías, peregrinaciones y Vía Crucis, que a través de prácticas enraizadas en la religiosidad popular, mantuvo la conexión de la élite con las bases del movimiento.
Su mejor versión es la que se expresó en tantas iniciativas sociales de beneficencia y de ayuda social promovidas por el Tradicionalismo, para tender la mano al débil y necesitado, para acoger al pobre y al ignorante; y también, sobre todo también, para enseñar al que no sabe acercando todas las almas a la Verdad, partieran de donde partieran. Un Carlismo de puertas abiertas, de acogida y dispuesto a salir siempre al encuentro, como el padre en la parábola del hijo pródigo.
Tiene mucha razón el Carlismo en poner el acento en su carácter religioso, porque Dios es el primer y supremo término de su cuatrilema, que expresa una jerarquía de valores. Si Dios no construye la Ciudad en vano se cansan los albañiles, y porque, a fin de cuentas, como afirmaba lúcidamente Donoso Cortés, detrás de todo problema político se esconde una cuestión teológica.
La segunda alma del Carlismo es el alma foral o, si se prefiere, la de aquellos que ponen el acento en la cuestión social, expresado en el término Fueros del cuatrilema, y también, en cierta medida, en la reivindicación del rey legítimo.
Este Carlismo social se proclama igualmente católico, defiende el carácter constitutivo que el catolicismo tiene de la nación española y reconoce su influencia decisiva en el modelado de nuestra tradición común.
Ese catolicismo, respetado como religión mayoritaria de los españoles, adquiere, sin embargo, en su caso, un tono preferentemente de opción personal y, sobre todo, delimita un territorio circunscrito a la competencia de la Iglesia, en cuyo ámbito de actuación no pretende intervenir. El Carlismo es un movimiento político y las cuestiones “de sacristía” no constituyen su campo propio de actuación, que se reserva al tradicional “doctores tiene la Iglesia”.
Para el Carlismo social el foco principal de atención lo constituye la cuestión social y la defensa de las libertades concretas e históricas, de raíz comunitaria, destruidas por el liberalismo y su economía capitalista.
La sociedad tradicional, constituida por un entramado de cuerpos intermedios autárquicos y soberanos en la esfera de su competencia, resultó arrasada por los decretos de nueva planta, por el estatismo y el centralismo absorbente, por unos derechos meramente teóricos y por una libertad abstracta que en la práctica negaban los verdaderos derechos de ejercicio y la autonomía de decisión en los campos de la propia responsabilidad. Se trata, pues, de combatir un orden social injusto de raíz, favorecedor de las oligarquías y anulador de la verdadera representación e intervención del pueblo en la gestión de sus propios intereses.
La monarquía legítima, en sus notas de monarquía social y representativa o, si se prefiere, de monarquía popular y federativa, acorde a la realidad de la vieja monarquía de las Españas, es la reivindicación que satisface esos deseos de libertad y justicia social, que han animado a las bases populares del Carlismo a defender sus tradiciones y su propia identidad como pueblo.
Se trata, por tanto, naturalmente, de un Carlismo de base, de un Tradicionalismo encarnado en los hombres y mujeres que lo representan, con sus imperfecciones y contradicciones. Los grandes principios constituyen una cosmovisión, que no se expresa en este caso en forma de grandes tratados o desarrollos ideológicos, sino de un elemental sentido común -verdadero adensado de civilización, sin embargo- aprendido y trasmitido de generación en generación.
Si el Carlismo de acento religioso es legitimista sobre todo en cuanto a la legitimidad “de ejercicio”, el Carlismo social es, a menudo, fuertemente dinástico, porque identifica la dinastía usurpadora con el atropello de sus instituciones y libertades del que fue objeto, y ve, por el contrario, en la dinastía legítima, la defensa de todos sus derechos, tanto regionales o territoriales como sociales y económicos.
Tiene razón el Carlismo de acento social en entenderse como una causa social y presentar batalla en ese frente, porque el liberalismo ha destruido la vida social, ha reducido al hombre a una condición de ciudadano, que en la práctica le priva de todas sus prerrogativas y le arroja indefenso en manos del estado omnipotente, y ha acabado con todo vestigio de tradición y vínculos comunitarios.
El extremo de este Carlismo es su mimetización con otras formas de protesta social, llegando a perder sus rasgos más propios; o la deformación de su reivindicación identitaria para sucumbir a los riesgos del nacionalismo de aldea o de la insumisión anarquizante frente a la autoridad legítimamente constituida.
Por el contrario, en su expresión verdadera, presenta un modelo alternativo de verdadera democracia social frente al moderno totalitarismo, y de genuino patriotismo, ascendente y abierto, tanto frente al nacionalismo cerrado y excluyente como al nuevo globalismo.
Ni el Carlismo de acento religioso ni el de acento social niegan el cuatrilema común, si bien cada uno de ellos pone el énfasis en una de sus dimensiones. Ambos deberían poder convivir, porque ambos son necesarios, y porque uno sin el otro supone una mutilación del conjunto armónico representado por el completo cuatrilema.
Vanamente se puede proponer para el conjunto de la sociedad española una solución que no es capaz en su seno de acoger acentos diferentes. Malamente se puede proclamar continuador de la verdadera España quien pretende reducir sus registros al eco de su propia voz.
Si el Carlismo tiene futuro, ha de ser capaz de acoger todas las legítimas aspiraciones, de integrar todas las manifestaciones del genio de nuestra Tradición, debe hacer honor a la multitud de hombres y mujeres que militaron bajo su bandera, entregando vida y hacienda, por una Causa en la que cabían todos.
Entre ellos los hubo piadosos y menos fervorosos, aristócratas y hombres y mujeres del pueblo. Estuvieron impulsados unos por la defensa de los más altos ideales, y otros actuaron movidos predominantemente por la defensa de su pan y su tierra. Todos tuvieron en común el amor a su Dios, a la España que les dio el ser, a las formas de vida en las que encontraban sentido y significado, y a la continuidad de una institución monárquica que les protegía y defendía sus derechos y libertades.
La clave de la unidad del Carlismo estará siempre en torno a ese cuatrilema sagrado por el que lucharon nuestros padres y lucharemos nosotros también, como recuerda la letra del Oriamendi. Un cuatrilema que implica una jerarquía de valores, pero que no puede mutilar ninguno de sus componentes ni mirar la realidad del Carlismo con un solo ojo, por muy bello que le parezca lo que contempla.
Quien hoy quiera presentarse como Abanderado del Carlismo a título de continuador de la dinastía o invocando cualquier derecho para ello, tiene la obligación de integrar y armonizar estas dos almas del Carlismo, respetando la vocación y la inclinación de cada uno, y atrayendo a todos a la unidad.
Este fue el papel histórico de nuestros reyes y constituye hoy la única legitimidad que reclamamos.
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