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De un gobierno comunista no se sale

Individualmente, sólo cabe huir, el que puede; y colectivamente, lleva a los países y a sus sociedades a un punto de no retorno.

O se sale con lo puesto y sin billete de vuelta, tal como los opositores cubanos cuyas protestas contra la dictadura que el régimen impidió con sus expeditivos y muy eficaces métodos habituales: encarcelamientos, censura, amenazas, movilización de grupos paramilitares para amedrentar a la desnutrida población y el recurso dialéctico a la amenaza del imperialismo yanqui, el gran enemigo de la revolución incluso con un demócrata en la Casa Blanca.

Se puede salir como han hecho los millones de exiliados venezolanos, que al comprobar que su país carece de futuro a pesar de su potencial para ser uno de los más ricos de toda América, han optado por marcharse , mientras in-Maduro les abría las puertas para quedarse solo con sus fieles; menos bocas para repartir, debió pensar.

También cabe la posibilidad de que una desaparezca no voluntariamente, como parece haberle ocurrido a la tenista china Peng Shuai, que cometió el atrevimiento de acusar de abusos sexuales a un antiguo miembro del Komitern chino. Y a ver quién es la loca que se echa a las calles de Pekín con pancartas del «yo sí te creo».

Individualmente no queda más salida que huir, salvo que quieras plegarte a los juegos del hambre, y colectivamente el comunismo aboca a los países a un bucle en el que el martillo y la hoz para disidentes transita hacia dictaduras personalistas e igual de salvajes o a populismos de idénticas consecuencias (pobreza, aislamiento, atraso social y cultural), sin atisbos de libertad de expresión, reunión, manifestación.

El comunismo lleva a un país a un punto de no retorno. Extirpa de raíz cualquier atisbo de emprendimiento, de iniciativa particular, de ilusión por un proyecto, de ganas de crear, prosperar. Obstruye el crecimiento personal al prohibir cualquier expresión artística e intelectual que no sea acorde con la línea oficial que marque el Comité. Exprime los recursos públicos en beneficio de una novísima casta, la del partido, imprescindible para sostener un aparato represor sin el cual no es posible perpetuarse en el poder. Y levanta una nueva sociedad apesebrada, domesticada, adormecida (les suena?), que depende en exclusiva del Estado y que acaba asumiendo como mal menor la pervivencia de una dictadura que es lo único que ha conocido.

Y por supuesto, tampoco hay que descontar el recurso al enemigo. Como hace Cuba con los Estados Unidos. Si algo va mal, es por culpa del imperialismo, de los que quieren destruir la revolución. El sátrapa nicaragüense Daniel Ortega acusaba hace unos meses a una internacional fascista de querer desestabilizar su régimen, que se perpetúa tras elecciones amañadas y opositores encarcelados y torturados. Pero el caso es que la franquicia cubana funciona, que algunos, a veces muchos, pican el anzuelo y se revuelven contra el monstruo que amenaza los «logros» alcanzados.

Una parte de la población de los países que han padecido el comunismo vive bajo el síndrome de Estocolmo, una adaptación a la rutina, por asfixiante y mugrienta que pueda ser. Con mis ojos lo he visto. Sociedades desestructuradas tras décadas de sometimiento brutal en las que no es fácil que prenda la llama de una revuelta que acabe con la dictadura, máxime cuando se ve reforzada por mandos militares y policiales que no dudan en ordenar a sus subordinados disparar para atajar cualquier protesta. Venezuela no era así, pero ahora lo es. Y ojo que no nos pase a nosotros lo mismo.

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